Ilustración: Nicole Murray


“Los caminos se hacen sobre cosas propias”, sentenció alguna vez el escritor anarquista argentino Rodolfo González Pacheco (véase “Los caminos”, el último de los Carteles que seleccionamos, anotamos y publicamos hoy en nuestra sección literaria Naglfar). No sería prudente darle a este adagio la validez universal de una ley de hierro, pues hablamos de asuntos humanos, siempre complejos y cambiantes, llenos de matices y variaciones. Pero sí me atrevería a decir lo siguiente, en base a lo que los libros y la vida misma me han enseñado: ser en plenitud suele conllevar una búsqueda radical de originalidad, premeditada o ciega, consciente o inconsciente, confusa o lúcida. A menudo, no basta con tener una sustancia nueva. Se necesita también encontrar una forma inusitada, sin precedentes. Trataré de hacerme entender con tres ejemplos concretos.

La ciencia de la física alcanzó su esplendor cuando dejó de hablar el idioma prestado y limitado de la filosofía natural o cosmología –herencia del aristotelismo antiguo y la escolástica medieval– y se atrevió a romper la crisálida, como una mariposa adulta ansiosa de volar. Supo desarrollar un método específico, crear su propio lenguaje. En la temprana modernidad del siglo XVII, de la mano de Galileo (Discorsi, 1638) y Newton (Principia, 1687), la física trascendió el arcaico pantano de las cavilaciones especulativas difusas y abrazó con entusiasmo la práctica experimental y las ecuaciones matemáticas. Sorteó sus inveterados obstáculos. Se abrió camino cuantificando y midiendo. Se formalizó como mecánica. Pudo al fin ser ella misma. La física se había matematizado y vuelto experimental. Su capacidad de explicar y predecir los fenómenos se incrementó sensiblemente. En su obra Il Saggiatore (1623), Galileo ya había afirmado: “ese grandísimo libro que tenemos abierto ante los ojos, quiero decir, el universo […] no se puede entender si antes no se aprende a entender el lenguaje, a conocer los caracteres en lo que está escrito. Está escrito en lenguaje matemático y sus caracteres son triángulos, círculos y otras figuras geométricas, sin las cuales es imposible entender ni una palabra; sin ellos es como girar vanamente en un oscuro laberinto”. La revolución científica había comenzado, y nada la detendría: Bernoulli, Boyle, Hooke, Coulomb, Galvani, Faraday, Maxwell, Thomson, Nagaoka, Rutherford, Einstein, Planck y un largo etcétera.

El fútbol logró su madurez deportiva y singularidad lúdica cuando, en el transcurso de la segunda mitad del siglo XIX, inicialmente en Escocia y luego en Inglaterra, evolucionó desde el estadio embrionario de un rugby extravagante jugado con los pies –donde se mantenía la ruda costumbre de que los jugadores fueran a disputar en enjambre y tumulto el balón– a un deporte más elegante y sofisticado basado en una distribución espacial dispersa de los equipos y la triangulación de pases cortos al ras del césped. Como se muestra en el primer capítulo de la miniserie ficcional de Netflix Un juego de caballeros, comprobar que la pelota, impactada por el pie, puede trasladarse más rápido que los futbolistas, fue un descubrimiento técnico digno de Prometeo. Así, el fútbol se volvería el espectáculo deportivo más popular del mundo, aun cuando Gran Bretaña cediera pronto el cetro de su hegemonía mundial a los Estados Unidos, un país indiferente –cuando no hostil– al balompié y fascinado con los deportes colectivos de pelota que se juegan con las manos, como el béisbol, el fútbol americano y el básquet. Una acotación: estudios cronofotográficos de alta frecuencia han demostrado que la velocidad del balón en el fútbol –por impacto podal– pude ser hasta cuatro veces superior a la del básquet y el rugby (excluyendo obviamente los kicks).

El cine nació en las postrimerías del siglo XIX con los hermanos Lumière. Nació como un mero acto mimético de filmación en bruto, ya se tratara de una escena real o de una dramatización ad hoc. En el cortometraje Salida de la fábrica Lumière (1895), se aprecia durante 46 segundos el egreso verídico de los operarios de una factoría de Lyon –perteneciente a la familia de los cineastas– cuando terminan su jornada laboral. Otro corto documental de los hermanos Lumière es la Llegada de un tren a la estación de la Ciotat (1896), también una filmación minimalista de la vida cotidiana. Con Georges Méliès y su famoso Viaje a la Luna (1902) el cine de ficción empezó a balbucear: trama imaginaria, escenografía artificial, personajes actuados, trucos visuales o efectos especiales, sobreimpresiones… En un principio, no era un arte nuevo, estrictamente hablando. Se trataba, más bien, de un ingenioso pasatiempo de feria que mezclaba improvisadamente la fotografía con el teatro y el ilusionismo. Con ayuda de una rudimentaria cámara, se registraba una secuencia de imágenes en movimiento –real o ficticia, espontánea o compuesta– y no mucho más. ¿Cuándo nació el cine como séptimo arte? Cuando se descubrió y perfeccionó la técnica del montaje: editar las películas intercalando distintas tomas fílmicas, libremente cortadas y pegadas como en un collage. Con Porter, Griffith y Eisenstein, el cine se dotó de un lenguaje propio, sui generis. El montaje fue un artilugio milagroso, de una potencia estética inusitada. La cultura contemporánea se volvería indisociable del cine.

La moraleja de estas tres referencias históricas es clara. Podemos expresarla con la bella y sencilla elocuencia de una de las parábolas más célebres atribuidas a Jesús de Nazaret en los Evangelios sinópticos. En una ocasión, interpelado por los escribas y fariseos, el rabbí galileo sentenció que no “se echa vino nuevo en odres viejos, porque el vino nuevo hace que los odres revienten, y tanto el vino como los odres se pierden. Por eso hay que echar el vino nuevo en odres nuevos”. Eso fue precisamente lo que sucedió con la física, el fútbol y el cine cuando desarrollaron sus métodos propios, sus lenguajes específicos. Parafraseando a González Pacheco, podríamos decir que hicieron sus caminos sobre cosas propias. Sustancias novedosas que debieron encontrar formas originales –radicales– para poder ser plenamente sí mismas.

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Estoy tentado de darle un giro político-utópico a esta reflexión filosófica. ¿Será la moderna humanidad del proletariado un vino nuevo guardado en el odre viejo del capitalismo, como creyeron Marx y Bakunin? ¿Sabrá el socialismo volver a ser un odre nuevo, como en 1917? Pero un odre nuevo de veras, tan radicalmente distinto a todo lo anterior, que no vuelva reventar como en 1989. El interrogante queda planteado.

Lo malo: los enemigos son poderosísimos; las dificultades, inmensas. Con un agravante no menor: el reloj del colapso civilizatorio corre de prisa, debido a la crisis ecológica desmadrada (cambio climático, pérdida de biodiversidad, agotamiento de combustibles fósiles). Lo bueno: dado que seguimos siendo –pese a todo– una especie dotada de inteligencia y voluntad, la utopía comunista libertaria todavía depende de lo que pensemos y hagamos, aquí y ahora.

¿Esa lucecita de esperanza es todo lo que le da sentido a nuestra lucha? No, también podemos combatir numantinamente, aun a sabiendas de la derrota. La dignidad y la conciencia ética de lo justo son capaces de alumbrar actos de resistencia conmovedoramente intensos y perseverantes, con independencia del resultado.

Pero aún no hemos cruzado, afortunadamente, esa última línea roja donde tan solo queda la opción testimonial –trágicamente heroica– del numantinismo. Tenemos un vino nuevo después de todo, y estamos a tiempo de (re)encontrarle un odre nuevo.

¿Que la clase trabajadora se está extinguiendo en este capitalismo tardío de automatización, terciarización y digitalización? ¡Pamplinas! La humanidad asalariada por el capital no para de crecer, tanto en términos absolutos como relativos… El proletariado explotado sigue ahí. Reconfigurado y precarizado, a veces desempleado o subempleado, pero sigue ahí. Miren, si no, a esas multitudes globales que trabajan en los almacenes y servicios de delivery de plataformas como Amazon y Uber. Intentan agremiarse y hacen huelgas… No está todo perdido.

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Lo que sigue es la prosa completa –antes hubiera sido prematuro, pero ya resulta pertinente que la demos a conocer– de donde extraje la cita de González Pacheco. Figura en el primer volumen de sus Carteles (págs. 177-178), compilados y publicados por Américalee en Buenos Aires allá por 1956, como parte de su Biblioteca de Cultura Social. Dónde y cuándo y vio la luz originalmente este texto, y por qué, no lo sabemos, pues los editores no lo indicaron. Lo más probable es que haya sido en alguno de los periódicos anarquistas para los cuales nuestro autor –activo en la primera mitad del siglo pasado– solía escribir: La Obra, La Antorcha, etc. Tampoco sabemos el título, si es que lo tuvo. Américalee lo intercaló entre otros escritos sueltos muy breves, acaso inéditos, dentro de un apartado de misceláneas llamado “Fragmentos”. Dice así:

“¿Qué es cualquier obra, de justicia o de belleza, que te propongas, sino un sendero que tienes que laborar en la piedra y en el fango, tender sobre los abismos y, al fin, arrojarte tú, moribundo de cansancio, para hacer con tu sustancia un paso más? Nada termina, tú sabes. Si no mueres, te levantarás de nuevo magullado y dolorido, pero con la visión de tu destino intacta.

El fracaso sólo escarmienta al flojo, al que es virtualmente amargo. Y éste, no es de sus caídas de donde saca las lecciones de desánimo que luego intenta dictar a los animosos, sino de su propia nada, de su fatal flojedad. Es su carencia de todo –fuerza, valor, ideales– lo que en él habla.

¡No, no! Grabemos en nuestras vidas esta tabla de ley de los fuertes: los caminos se hacen sobre cosas propias, impregnadas de gotas de sudor o de sangre; florecidas de canciones o de llantos. Que así, y no de otro modo, caminó siempre el verdadero hombre. Hemos colmado un abismo, desalojado un vacío, caratulado una etapa. Ahora, tomemos rumbos y vamos. ¡Adelante!”.

Adelante, sí. Con el pesimismo de la inteligencia y el optimismo de la voluntad, pero siempre adelante. Adelante es la incertidumbre de un futuro abierto, no preestablecido. Adelante es también la esperanza de la Utopía. Hacia esa ínsula navegamos. A barlovento. A bordo del Kalewche, nuestro barco fantasma de parresía anticapitalista.

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Repito: tenemos un vino nuevo después de todo, y estamos a tiempo de (re)encontrarle un odre nuevo en el socialismo, si el socialismo es lo suficientemente crítico, valiente y creativo para reinventarse en esta desafiante era del capitalismo digital. Podemos. Ojalá queramos.

La caída del muro de Berlín fue un cros a la mandíbula del socialismo. Nos dejó groguis en el suelo, ¿qué duda cabe? Pero no nos noqueó. Contra todo pronóstico, nos pusimos de pie sobre el ring y volvimos a dar pelea. Todavía nos queda un último round para soñar y buscar la victoria, aunque nuestro oponente sea el campeón mundial de los pesos pesados.

Ciertamente, (re)encontrar un odre nuevo en la tradición revolucionaria socialista es un reto y un quehacer colectivos. Nuestro pequeño –pequeñísimo– aporte a esa construcción atañe a la faceta intelectual: producir o difundir textos e ideas desde semanario dominical Kalewche y la revista trimestral Corsario Cojo.

En nuestro Manifiesto, estructurado en veinte tesis, hallarán una síntesis teórica –solo eso, una síntesis teórica– de dicho aporte. Helo aquí.

Federico Mare