Nota.— Carlos Herrera de la Fuente vive en México. Es docente universitario, filósofo, novelista y ensayista. La suya fue una de las pocas voces que criticaron públicamente, en su país, el ingenuo, absurdo e inmoderado fervor securitario e inmunológico en que se sumergió la humanidad a raíz de la expansión del SARS-CoV-2. En diferentes medios expuso mordaces críticas a la reacción política y social ante una amenaza percibida como apocalíptica. En medio de un delirio colectivo, en el que incluso algunas de las más lúcidas mentes críticas de las ideologías del capitalismo actual parecieron sucumbir a la histeria mediática, Herrera escribió una “Open Letter to Comrade Žižek”, que fue publicada –en inglés– en el International Journal of Žižek Studies, vol. 15, nro. 1, hacia abril de 2021. Ofrecemos por primera vez una traducción al castellano de dicho texto, a cargo del propio Herrera, que se puede descargar aquí. A continuación, una entrevista que realizamos hace pocos días al filósofo mexicano.


Empecemos por el principio: ¿quién es Carlos Herrera?

Esta es la pregunta más difícil. No creo que haya respuesta inmediata. Y no porque sienta que podría hablar mucho de mí o que soy una especie de misterio, sino porque, en realidad, siento que no hay un solo Carlos Herrera de la Fuente, sino varios. Hay uno que es economista y filósofo de profesión, formado en el marxismo, la Teoría Crítica, el idealismo alemán, el conocimiento de Heidegger y Nietzsche, el psicoanálisis, el postestructuralismo, etc.; otro de espíritu bohemio que se dedica a la literatura, a la poesía, y ha escrito cuentos, poemarios, novela, ensayo; otro que es profesor universitario de literatura alemana, de novela filosófica, de teoría crítica; otro que es traductor de textos literarios y filosóficos; otro que es periodista cultural y político, un personaje público que critica sucesos y fenómenos del mundo contemporáneo, nacionales e internacionales, y que está comprometido con las causas sociales «de abajo»; otro que simplemente es una persona muy familiar y hogareña, dedicado completamente a la crianza de su hija, algo conservador; otro que es un viajero constante… En fin, si hay una respuesta posible, diría que Carlos Herrera de la Fuente es el punto nodal de tensión donde confluyen todas esas voluntades, todos esos intereses, todas esas pasiones, todos esos amores. Una ficción formada de varias ficciones.

Has sido un crítico público de la gestión política de la pandemia de covid-19 en México. Pero, antes de pasar a tu perspectiva crítica, cuéntanos un poco cómo se vivió la pandemia en México. Visto a la distancia, y comparado con lo sucedido en otros países (como Argentina o España), las restricciones y los confinamientos parecen haber sido menos drásticos. ¿Es así?

En efecto, por lo que yo he logrado conocer de otras partes del mundo, la posición del gobierno mexicano no fue, ni de lejos, comparable con la de los de países y sociedades que impusieron estrictas medidas de confinamiento, control y disciplina en todos los ámbitos imaginables del quehacer cotidiano. Tampoco cayó en el extremo del desdén o la indiferencia, como se llegó a acusar, por ejemplo, al gobierno de Bolsonaro en Brasil o de Boris Johnson en Inglaterra. Creo que la posición del gobierno mexicano, encabezado por Andrés Manuel López Obrador, y del subsecretario de Salud Pública, Hugo López-Gatell, fue siempre sensata, nada alarmista, mostrando un interés constante por informar y dar recomendaciones a la población sin crear una sensación de terror. Ciertamente, del 23 de marzo al 30 de mayo del 2020, esto es, durante poco más de dos meses, se llevó a cabo la llamada Jornada Nacional de Sana Distancia, una política de “distanciamiento social” y confinamiento que tuvo alcance federal. Sin embargo, el confinamiento nunca fue obligatorio en términos individuales (aunque sí se cerraron escuelas, oficinas, centros comerciales, etc.), ni se le impuso a nadie el uso de cubrebocas o barbijos. Sobre este último tema, se debe reconocer que, desde el inicio, el Dr. López-Gatell (quien informó, diariamente a la nación, en cadena nacional, sobre la pandemia durante casi dos años) explicó con claridad, detalle y objetividad los serios límites de dicho instrumento sanitario y sobre la cuasi imposibilidad de usarlo correctamente a nivel general.

No obstante, a pesar de esa actitud reflexiva, tranquila y nada autoritaria, los medios de comunicación y la población en su conjunto respondieron histéricamente, y, viendo que el gobierno federal no obligaba a un encierro total ni a cubrirse el rostro (y, más tarde, tampoco a la vacunación), se generó una reacción generalizada de autocontención, encierro, uso masivo del cubrebocas y vigilancia mutua. La derecha neoliberal, por su lado, que aprovecha cualquier oportunidad para culpar al gobierno federal de todos los males imaginables, comenzó una campaña feroz para tachar de irresponsable y asesino al gobierno y a su subsecretario de salud, introduciendo aún más terror en la población y mayor deseo de políticas represivas, disciplinarias y de control. Finalmente, puesto que México fue uno de los países con mayores tasas de letalidad en el mundo (resultado inevitable de cuatro décadas de desgobierno neoliberal que nos pusieron en primer lugar, a nivel mundial, de enfermedades como la hipertensión, la diabetes, los males cardiovasculares, la obesidad, etc.), la mayoría de la gente asumió, con más fuerza aún, el discurso generalizado de la pandemia, que consistía en afianzar las prácticas regulatorias personales como medio eficaz para combatir la enfermedad global.

La paradoja final es que, mientras el gobierno evitó imponer estrictas medidas de control y sometimiento poblacional para eludir un comportamiento autoritario y una reacción marcial, el efecto conseguido fue el contrario del que se deseaba. Se desató el terror y la histeria colectiva; y la exigencia de mano dura. Esta respuesta generalizada, a pesar de la actitud del gobierno y sus propósitos, fue la que finalmente terminó alargando el periodo de cierre escolar y la extensión de la educación digital, lo cual, en términos de la educación básica (primaria y secundaria) se prolongó prácticamente año y medio, y, en términos de la educación universitaria, más de dos años. México fue uno de los países que mantuvo más tiempo cerradas sus escuelas. Hubo otros lugares en Europa y Asia en el que las escuelas estuvieron cerradas sólo 8 semanas… He aquí la validez de esa frase de Lacan que acostumbra citar Slavoj Žižek, y que no es más que una reformulación, de gran pertinencia, de una famosa cita de Dostoievsky: “Si Dios ha muerto, NADA está permitido”.

Es muy interesante lo que dices. Pero para ahondar un poco: ¿has notado algunas diferencias significativas en términos de clase, género, edades, ruralidad, etc. en la percepción y de la pandemia y las actitudes ante y durante la misma?

Sí, y esto es muy interesante. Se podría decir que las llamadas medidas anti-covid (que, en realidad, no sirvieron para evitar contagios, sino para generar problemas a corto, mediano y largo plazo) tenían como población objetivo a la clase media. Ésa es la clase que respondió de forma automática, robótica, como si toda la vida hubiera estado esperando que apretaran el botón de sumisión absoluta que tenía integrado para responder de la manera más eficiente y obediente. Una cosa que da escalofríos, realmente. Tal fue el grado de obsecuencia de su respuesta, que incluso hoy en día hay gente que afirma que se siente feliz usando cubrebocas y asumiendo todas las medidas que, dos años y medio después, con todo y la exitosísima campaña de vacunación en México (que no fue obligatoria), ya no tienen el más mínimo sentido.

Las otras dos grandes clases, la alta y la baja, lo asumieron con menos intensidad. La primera, acostumbrada a mandar (aunque, en el fondo, está sometida al sistema igual que todo el mundo), asumió de manera dispar las recomendaciones y medidas. Algunos, como en la época del Decamerón de Boccaccio, se refugiaron en sus paraísos y castillos posmodernos, de tal manera que allí hicieron lo que quisieron cuando quisieron; otros siguieron paseando en sus zonas de lujo sin tanta protección. Los de abajo, por su lado, acostumbrados a obedecer cuando se les obliga a ello, sobre todo por razones económicas, resultaron menos obedientes en el plano de la vida cotidiana, y, puesto que gran parte sobrevive del trabajo informal, tuvieron que seguir saliendo para luchar por el mantenimiento de sus familias. En las zonas urbanas de bajos ingresos se podía observar un uso casi inexistente del cubrebocas.

Algo similar pasó en las zonas rurales, en las cuales, con excepción de algunos rostros que parecían desmentir el paisaje dominante, casi nadie usaba barbijos ni mantenía «sana distancia». Finalmente, en términos de edades, no creo que haya habido gran diferencia. En las ciudades, desde los dos años, los padres les cubrían a sus hijos el rostro y así pasaban a formar parte de esa masa anónima de mascarillas andantes que tapizaron el planeta.

Estás a punto de publicar un libro basado en tus escritos durante 2020 y 2021. ¿Cuáles son tus críticas fundamentales a lo actuado por los gobiernos y por la ciudadanía durante la crisis?

En el fondo, desde el punto de vista que desarrollo en Consideraciones pandémicas (aforismos para el pasado mañana), el problema no fue tanto de los gobiernos ni de la ciudadanía en sí, sino que éstos fueron, simplemente, instrumentos ciegos de la inercia ideológica de la época. Y cuando hablo de ideología, evidentemente, no hago sólo referencia al nivel discursivo, sino principalmente a la inercia práctica, a la formación existencial, vital, total que nos hace ser lo que somos en la época actual. La «pandemia», en el sentido que la conocemos, no fue tanto la experiencia objetiva del virus de la covid-19 que terminó por difundirse, supuestamente desde Wuhan, China, a todo el mundo, sino el fenómeno de la respuesta colectiva, más o menos estricta o radical, para supuestamente contenerla, lo que, desde el principio, era claro que nunca sucedería. Lo que dice el libro es que esa respuesta, la auténtica pandemia, era, en un sentido literal, inevitable: estábamos preparados, maduros históricamente, para vivir de esa manera dicho acontecimiento. Eso no hubiera podido haber pasado en otra época (de hecho: nunca pasó así). Y estábamos preparados para ello porque estábamos insertos en una triple lógica con la que se apuntala el sistema actual, y que no permite ninguna otra salida: la de la catástrofe, la de lo políticamente correcto y la de la inmunidad. La ciencia, que hubiera podido funcionar como un discurso riguroso que aclarara la situación sin alarmismos ni falsas esperanzas, y condujera, junto con otros saberes, hacia una respuesta sensata a nivel global, que no sacrificara las múltiples dimensiones que conforman la sociedad moderna con tal de conseguir la «supervivencia», se consolidó en este «acontecimiento» histórico como un discurso religioso que potenció la tendencia ideológica global.

La inercia ideológica obliga a todo el mundo a actuar, incluso aunque no se esté de acuerdo. Puesto que la experiencia principal es la de estar viviendo «al final de los tiempos», en una era de catástrofe absoluta, ningún gobierno, ningún ciudadano, pueden oponerse a ello (sea con un discurso racional o irracional) sin ser acusados de maníacos; puesto que la única lógica de comportamiento es la de la «responsabilidad individual», porque nadie se atreve acusar directamente a las grandes empresas ni al sistema capitalista en su conjunto, entonces, no había otra forma más que el llamado a «comportarse correctamente» como la única vía para enfrentar la emergencia sanitaria; finalmente, como la promesa del sistema y el anhelo compartido es el de inmunidad absoluta (un imposible), nadie quiere arriesgarse a hacer nada fuera de lo permitido, a menos que se le asegure que no le pasará nada, que su vida y su persona no sufrirán ningún daño o percance. Si se quiere lograr algo distinto, es necesario atacar de frente esta triple lógica perversa. Aniquilarla en todas sus facetas.

En un momento publicaste una carta abierta a Slavoj Žižek. En ella te muestras decepcionado con la actitud del filósofo inconformista ante la crisis del covid. ¿Podrías contarnos qué te llevó a redactar ese texto? ¿Qué fue lo que te decepcionó de Žižek?

Para mí, Žižek representó en su momento, después de la caída del Muro de Berlín y la Unión Soviética, la opción intelectual más inteligente para mantener vivo el discurso crítico sin pasar por alto la experiencia del fracaso del «comunismo» en su versión estatista, partidista, dogmática y autoritaria. Como buen hegeliano, Žižek no se tapó los oídos ante las nuevas intervenciones posmodernas y ante los cambios teóricos y filosóficos de paradigma, sino que logró integrarlos en un pensamiento que, si bien no caía en la trampa relativista, asumía el reto de reflexionar lejos de las nociones rígidas e inflexibles de la vieja izquierda. Su postura ante el posmodernismo no consistió, como en la mayor parte de la izquierda de los 80 y 90, en denunciar su «irracionalismo», sino en comprender la crítica que éste introducía (sobre todo en sus mejores versiones: Deleuze, Derrida, Lyotard, etc.) sin perder nunca de vista la crítica al «nuevo capitalismo» que, a su manera, lejos de relajar los mecanismos de dominio, los terminaba potenciando. Se convirtió así en un crítico de la apariencia de libertad, tolerancia, multiculturalismo, etc., que se generó con el triunfo del capitalismo neoliberal, y fue capaz de enfrentar con eficacia, inteligencia y desenfado el nuevo giro de la izquierda hacia el ecologismo, el feminismo, el poscolonialismo, etc., que se presentaban como opciones «radicales», cuando, en su mayoría, no eran más que versiones distintas del mismo discurso liberal.

Por otro lado, lejos de encerrarse en la academia, como le pasó a la mayoría de la izquierda post-Muro de Berlín, mantuvo la línea de acción del antiguo intelectual crítico y comprometido de carácter público, y supo emplear con habilidad los nuevos desarrollos en el área de la comunicación y la información, a tal punto que se convirtió en una especie de «estrella» de internet y YouTube. Lejos de considerarlo como algo negativo, tal como lo hacen los académicos izquierdistas que, supuestamente, no se dejan «contaminar» por el menor virus de las tecnologías contemporáneas, me parece que su actitud iconoclasta mantuvo vivo, y reactualizó digitalmente, la función del intelectual al servicio de las causas públicas, comunes, a tal punto que se volvió una de las mayores referencias de la izquierda después de Sartre. En fin, pienso que Žižek fue una llama intelectual de esperanza en una época en la que se daba totalmente por muerto el discurso crítico en sus distintas variantes.

Por todo lo dicho, se entiende que, cuando comenzó la pandemia y se vino encima el maremágnum ideológico a una escala insospechada, con sus prácticas distópico-autoritarias, asumí que había llegado el momento supremo de Žižek, el momento para el cual había desarrollado el discurso crítico anterior. Pero cuál fue la sorpresa, que Žižek, como casi todos los otros críticos de la prepandemia (el caso escandaloso de Alain Badiou), lo que hizo, en el fondo, fue llamar a asumir con docilidad las medidas impuestas por la OMS y las instituciones internacionales y nacionales, como si en ese momento, en vez de la crítica, hubiera llegado la hora de la obediencia. Lo peor fue que quiso disfrazar ese llamado a la obediencia como un llamado a la «solidaridad», a la «causa común», ¡al comunismo! La catástrofe cuasi apocalíptica, nos dijo, siguiendo la lógica de su «socialismo cristiano», era la oportunidad de redefinir un discurso comunista de nuevo cuño que diera un giro político a la situación. Denominó a ese discurso “comunismo de la catástrofe”. En fin, asumió el discurso oficial y hegemónico de la pandemia como una catástrofe total y, desde ahí, sin cuestionar los mecanismos ideológicos que motivaban dicha caracterización, llamó a obedecer, simple y llanamente, a los poderes establecidos, enmascarando el llamado con un disfraz de “solidaridad comunista”. Una calamidad política y teórica absoluta.

Ante tal calamidad, mi respuesta fue la de intentar continuar, a mi manera, la labor iconoclasta que él había inaugurado, y aplicar toda la fuerza de la crítica a la farsa de lo políticamente correcto, así como a los nuevos fenómenos que iban dándose, en particular, a aquéllos articulados por el macroevento de la pandemia. La carta fue, en un sentido público y también personal, la forma de deslindarme de su posición y despedirme finalmente de un teórico que había tenido una influencia decisiva en el mundo prepandémico y, evidentemente, en mi propia formación intelectual.

¿Qué crees que llevó a Žižek a tomar esa actitud? ¿Había en su filosofar alguna bomba oculta que lo predisponía para la obediencia ante una crisis de este tipo? ¿O más bien deberíamos pensar que su posicionamiento es incoherente con su trayectoria y con sus planteos anteriores, con lo que su conducta debe ser explicada extra-filosóficamente, por decirlo de algún modo?

Mira, yo siento que a ninguna teoría ni a ninguna filosofía se le puede pedir que se adapte completamente a nuestros intereses, gustos, perspectivas o proyectos políticos. Cada una es, por decirlo así, expresión de una totalización singular y responde a muchos condicionamientos y determinaciones individuales e históricos que van más allá de nosotros, incluso de los propios personajes en cuestión. Debemos, pues, tomar las propuestas tal como son y recuperar lo que consideremos mejor, incluso a pesar de los evidentes desacuerdos que podamos tener en el fondo con ellas. De otra manera, uno podría caer en una especie de falacia epistémica, en la que confundamos nuestra posición personal (que puede estar muy bien fundamentada) con la verdad objetiva y absoluta, desechando todo aquello que no coincida con nuestro pensamiento, pues lo calificamos como errado, inferior o absurdo. Algo muy recurrente en la «izquierda intelectual» latinoamericana.

Ahora bien, partiendo de esa consideración general, se puede decir que el autor puede comparar su perspectiva con la que parcialmente concuerda y debate, y, a partir de ahí, marcar las diferencias con el afán de corregir la posición teórica o política, de tal manera que se pueda llegar a una concepción más adecuada a las circunstancias y a las necesidades teóricas y prácticas de la época. De esta forma, lo que se inaugura es un debate, un camino que abre la posibilidad de razonar y llegar a conclusiones colectivas, útiles para todos, porque, al final, la razón es eso: no una esencia fija e inamovible, sino una construcción pública, siempre en movimiento, siempre en reflexión para autocorregirse y avanzar hacia nuevas posiciones. Esto es muy importante, sobre todo, para aquellos teóricos que estamos interesados en proponer alternativas económico-político-culturales al sistema.

Tal como lo señalo en la carta, en Žižek pesa mucho la defensa del llamado «cristianismo ateo». Él intenta recuperar explícitamente, como lo hace Benjamin con la tradición hebrea, ciertos elementos religiosos que, aunque se lo quiera negar, están presentes en los discursos políticos de la izquierda, en especial, en la tradición marxista. Esto tiene su mérito: retomar nociones como las de fraternidad, solidaridad, comunidad, apocalipsis, liberación, salvación, juicio, etc., funciona como un intento de secularización y refundamentación de varias nociones presentes en el pensamiento crítico que, de otra manera, fungen inconscientemente como guías morales de la praxis teórica y política haciéndose pasar como «verdades objetivas y científicas». Su recuperación, pues, no es una reproducción, sino una reincorporación crítica, lo cual, repito, tiene su mérito. No obstante, al hacer esto, persiste en la idea de vincular el discurso religioso con el discurso crítico, lo cual puede llevar a resultados desastrosos, especialmente cuando se tematizan dos temas muy caros al discurso escatológico: el apocalipsis y la salvación. Aquí todo empieza a tambalear, porque la necesidad de dar un fundamento filosófico al anhelo de cambio civilizatorio recae en eso que Horkheimer y Adorno llamaron la dialéctica de la Ilustración: el retorno a un pensamiento mitológico por medios racionales; la reintroducción del miedo, el terror y la necesidad de salvación esclavizadora en el mismo movimiento de separación y crítica racional para asegurar la liberación, la libertad política y social. Y esto lo hace Žižek justo en el momento en el que el capitalismo posmoderno de la crisis multidimensional incorpora la noción de catástrofe a su funcionamiento sistémico, esto es, hace de la crisis traducida en catástrofe un elemento esencial para asegurar su dominio multifacético bajo la promesa de una salvación que habrá de llegar de la mano de la figura de la responsabilidad personal, del compromiso con las instituciones del sistema mismo. No digo que Žižek no se dé cuenta del todo de esta dinámica, pero, increíblemente, por lo menos en términos de la experiencia pandémica, la terminó reproduciendo con fidelidad (e, incluso, llegó a hablar de un «comunismo de la catástrofe», cuyo significado no era otro que el de asegurar una colaboración institucional internacional para dar solución a la emergencia sanitaria y a otros fenómenos críticos de la actualidad).

Finalmente, en cuanto figura pública de carácter internacional, que asumió, desde los años 90, una crítica directa e inteligente a la lógica de lo políticamente correcto en la era neoliberal, fue blanco de múltiples cuestionamientos por todos los flancos, izquierda y derecha, a tal punto que, desde mi óptica muy personal, me parece que terminó sintiéndose, hasta cierto grado, intimidado y tuvo que ceder. El último gran escándalo que protagonizó fue el resultado de haber afirmado, en el 2016, que era mejor votar por Trump que por Biden (y, en la realidad, ha resultado más terrible, en términos de política internacional, Biden que Trump). Esto le acarreó tantas críticas (entre ellas, de Chomsky) que, al final, terminó, parcialmente, regresando al «redil liberal» y asumiendo un compromiso explícito con figuras mediáticas que los liberales han convertido en adalides de la época: las Pussy Riot, Greta Thunberg, Zelensky, etc. Hay, hoy en día, en Žižek, un liberal vergonzante, cada día más vigoroso, conviviendo con las posturas genuinamente críticas del pasado que aún sobreviven en sus libros y en conferencias.

Poco antes de la pandemia habías publicado tu primera novela –Fuga– en la que describes una sociedad moderna decadente que era abandonada masivamente por las personas. ¿Encuentras alguna relación entre esa novela y la experiencia pandémica?

Fuga se escribió entre los años 2014 y 2015. Luego se sometió a una serie de críticas y modificaciones, hasta que estuvo lista en 2019. No la publiqué en 2020, por el inicio de la pandemia, sino hasta el año 2021, y sólo por medio digital. A comienzos de 2022 salió, finalmente, la versión impresa.

En mi interior, me digo que Fuga es, a su manera, la predicción de la pandemia «al revés». Esto es, si la pandemia consistió en la tendencia mundial al confinamiento, al encierro, al aislamiento en espera del día final de la inmunidad absoluta, Fuga fue la exploración de una sociedad moderna que se había cansado de buscar la seguridad, la certeza, la inmunidad, y se arriesgaba de nuevo a la exploración de nuevas posibilidades de vida y de realización. Lo seres humanos que habitan Fuga, y que abandonan definitivamente su mundo «civilizado», sedentario y urbano, han aceptado el llamado de la incertidumbre y dejan, definitivamente, de lado la búsqueda de una inmunidad social que nunca llegará a plenitud.

Al concebir, planear y escribir Fuga la comprendí como un ejercicio intelectual que, partiendo de una serie de ideas previas, muchas de carácter teórico, debía cobrar vida para hacer visible y sensible algo que, narrado en términos filosóficos, hubiera resultado demasiado abstracto y lejano. Así nació esa distopía. Pero resulta que la distopía que en realidad se vivió con la pandemia fue de signo totalmente opuesto, contrario. ¿Significó eso que me había equivocado totalmente? La respuesta sería afirmativa si, en realidad, Fuga hubiera pretendido ser una prognosis sociológica, una especie de pronóstico futurista de la tendencia social, pero para mí ésa no es la función ni de la filosofía ni de la literatura, ni siquiera de aquélla catalogada como ciencia ficción. Fuga fue un acierto, por lo menos para mí, porque adelantó y preparó la respuesta crítica que habría de tener ante el acontecimiento pandémico, dándome los elementos para pensar y posicionarme en ese momento histórico. En este sentido, creo que la lectura de Fuga puede ser muy útil para quien quiera pensar la época actual en un sentido crítico.

Por último: ¿cómo ves el futuro? ¿Y cómo deberíamos comportarnos de aquí en adelante quienes presenciamos con impotencia la inmersión colectiva en una ola de pánico e histeria global sin precedentes ni mucha justificación?

Evidentemente, no hay forma de adelantar el futuro ni de jugar a la prognosis teórica como les gusta hacer todavía a algunos nostálgicos de la «teoría del derrumbe» y del cataclismo final del sistema. Lo mejor, en estos casos, es ser lo más realistas posible sin caer en el pesimismo absoluto. Viendo la forma espontánea en que la mayoría absoluta del mundo, sin importar procedencias políticas de ningún tipo, se sumó dócilmente a la ideología parousística del final de los tiempos (que estableció, de forma generalizada, la pandemia de covid-19 y las medidas para supuestamente contenerla) y aceptó gustosa las líneas generales de disciplina y sometimiento, no es difícil imaginar que el sistema volverá a repetir la misma fórmula, si bien no necesariamente para otra emergencia sanitaria, sí para cualquier otra catástrofe pronosticada con anticipación. Pienso, principalmente, en la crisis ecológica. ¿Cómo será la manipulación sistémica en dicho caso? Imposible determinarlo con precisión. Pero lo que ya no podemos considerar, ni siquiera como hipótesis esperanzadora, es que no sucederá ningún nuevo escenario distópico. La pandemia (y, tal vez, haya que agradecerle esto) nos ha robado para siempre esa ingenuidad. Si el capitalismo contemporáneo ha demostrado algo con el acontecimiento pandémico, es que ha absorbido a plenitud, dentro de su propio funcionamiento, la crisis sistémica y la tendencia a la catástrofe civilizatoria, a tal punto que ya no son más que narraciones integradas a su propio dinamismo, las cuales, en última instancia, lo potencian. El capitalismo no será derrotado por una catástrofe final que, a la par, ponga en peligro a la propia humanidad. El sistema, con la experiencia pandémica, ya ha adelantado su propia narración a cualquiera de estas posibilidades: la hiperficción contemporánea inaugurará nuevas catástrofes a cualquier mínima provocación, incluso aunque nunca sucedan realmente en las proporciones que se simule. Él será, con sus propios medios, el salvador de la humanidad (como «ya lo fue» con la vacuna inmunizadora). En otro lugar he hablado más extensamente sobre el concepto de hiperficción.

“¿Qué hacer frente a este escenario?”, preguntaría un Lenin posmoderno. Detener el discurso de la catástrofe absoluta; reintroducir, en el terreno político, la idea brechtiana del principio de extrañamiento. Separarnos del discurso del final de los tiempos, que estructura toda la respuesta religiosa que sostiene al capitalismo contemporáneo, a tal punto que establezcamos los parámetros para intervenir políticamente en la realidad sin someternos a la lógica colaboracionista del individuo responsable. Esto permitiría asumir una actitud de transformación activa que, sin desconocer los riesgos reales a los que nos ha conducido el capital, experimente formas sociales y políticas de organización lejanas de cualquier misticismo y de cualquier temor a un «exceso de acción». Reaprender a contagiarnos, a mezclarnos, a rebelarnos, a experimentar con la naturaleza y con los cuerpos; a pensar nuevas posibilidades técnicas lejos del temor a las «fuerzas productivas desatadas». Ver de frente el vacío, la incertidumbre de la existencia y proyectar alternativas políticas realmente catastróficas para el sistema imperante.


Post scriptum.— En el número inicial de nuestra revista trimestral Corsario Rojo, que verá la luz a principios de noviembre, publicaremos una rigurosa, extensa y mordaz crítica a la llamada opción decolonial, escrita por Carlos Herrera: “La impostura decolonial”. Herrera pone en cuestionamiento las inconsistencias de un discurso y una práctica que, aunque se presentan como liberadores, pecan de esquematismos, simplificaciones y oscurantismo.