PH: Voces en Lucha
Nota.— El domingo 11 de septiembre, publicamos un dossier sobre el plebiscito de Chile, tratando de aportar algunas claves para entender el masivo rechazo a la nueva Constitución, sin caer en las vulgares simplificaciones acríticas del conservadurismo triunfalista y la progresía ofendida con el pueblo «ignorante». En ese dossier, recomendamos ver en YouTube el programa Mate al Rey del 6 de septiembre, en el que hubo un jugoso intercambio intelectual entre el sociólogo Felipe Portales y el historiador Sergio Grez Toso sobre la apabullante derrota del Apruebo. Seis semanas después, reproducimos con mínimos retoques formales la entrevista en profundidad que el periodista y escritor Jorge Basilago le realizó a Grez Toso para la revista digital La Línea de Fuego de Ecuador, publicada el 12 de octubre. Grez analiza el Chile de Boric y el último plebiscito con gran sagacidad crítica, solidez empírica, amplitud de miras y claridad expositiva. Sus explicaciones y reflexiones sobre la reciente y actual coyuntura trasandina no dejan cabos sueltos. No sabemos de otro análisis que lo supere. La entrevista concluye con un par de preguntas de proyección regional, sobre los nuevos «progresismos» latinoamericanos. La caracterización que Grez hace de ellos nos parece de lo más ajustada.
Los ecos de la abultada derrota sufrida por la gestión de Gabriel Boric en el plebiscito constitucional del pasado 4 de septiembre, todavía están lejos de haberse disipado por completo. Sus múltiples derivaciones a nivel local y regional –como primer revés «progresista», luego de varios triunfos electorales recientes en América Latina– merecen una reflexión profunda y pormenorizada, en busca de comprender las razones de ese resultado y los movimientos políticos que puede ocasionar en el futuro inmediato. Por ello, La Línea de Fuego entrevistó a Sergio Grez Toso, doctor en Historia por la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales (París, Francia), docente de la Universidad de Chile e investigador del movimiento popular y la cuestión social en su país.
A diferencia de otros analistas y de los partidarios de la opción Apruebo, Grez Toso mantuvo desde el inicio una visión muy crítica sobre el proceso constitucional desarrollado en Chile recientemente. Por eso no le sorprendió la derrota oficialista, aunque sí las argumentaciones demasiado sesgadas o ligeras en torno a esa circunstancia. Su apuesta pasa por visibilizar ciertos detalles que no siempre se toman en cuenta, como factores determinantes de un suceso de gran magnitud.
¿Qué lecturas se pueden hacer sobre el resultado del plebiscito constitucional del pasado 4 de septiembre en Chile?
A partir de la misma noche del plebiscito, se han hecho numerosos análisis sobre el resultado, desde variadas perspectivas y puntos de vista, algunos muy interesantes, otros muy banales, como suele ocurrir. Desde los argumentos clásicos de la derecha (del tipo Chile derrotó al castrocomunismo y al chavismo) hasta los despectivos y arrogantes comentarios de muchos apruebistas que han enrostrado al pueblo su conservadurismo e incapacidad para valorar la Constitución que la Convención Constitucional le ofreció. Creo que ninguna de estas perspectivas sirve para dar cuenta del fenómeno, del mismo modo que tampoco me parece adecuada la explicación en la que coinciden ciertos partidarios del Apruebo y del Rechazo, según la cual la Constitución propuesta por la Convención Constitucional era demasiado «avanzada» para la sociedad chilena.
Las causas del triunfo del Rechazo son, ciertamente, complejas, y seguirán debatiéndose durante mucho tiempo. En primer lugar, porque no hubo un Rechazo sino múltiples rechazos, esto es, variadas razones que sumadas constituyeron una mayoría aplastante de repudio al texto que se proponía. Con todo, me parece que las principales fueron el voto de castigo al gobierno Boric y sus políticas de continuismo neoliberal (claramente autoidentificado e identificado por la opinión pública con la opción Apruebo); el repudio al desempeño de la Convención Constitucional y de algunos convencionales en particular; una reacción de tipo conservadora (más no necesariamente de «derecha») de vastas franjas de la población, especialmente de los sectores populares, ante propuestas del proyecto de Constitución como la plurinacionalidad, el derecho al aborto aparentemente sin límite alguno (pues este, al igual que muchos otros temas, quedaría por ser materia de una ley que lo regulara), la proliferación de organismos autonómicos de compleja implementación que parecían amenazar la unidad del estado, amén de otros temas como la reiteración de las cuestiones de género (palabra utilizada decenas de veces en el texto, en contraste con la ausencia casi completa de menciones a las clases sociales) y el «lenguaje inclusivo» empleado, ajeno al de la inmensa mayoría de la población. En general, todos los temas basados en cuestiones identitarias (ambientalismo, feminismo, plurinacionalidad, regionalismo y «territorios») no generaron adhesión más allá de los nichos respectivos que habían permitido la elección, muchas veces con votaciones muy modestas, de ciertos convencionales. Al contrario, puede ser –esto debería ser objeto de estudios específicos– que la forma en que se tradujeron las reivindicaciones de estos movimientos en el proyecto constitucional haya generado más Rechazo que adhesión.
Todo esto fue hábilmente explotado por la propaganda del Rechazo, erigiéndose sobre esta base la campaña de fake news a la que muchos apruebistas siguen atribuyendo la causa principal de la derrota. No obstante, me parece que el factor principal del fracaso estrepitoso del proyecto de nueva Constitución –independientemente del nivel de sistematización que pudieran tener los votantes– fue el hecho de que esta no significaba una ruptura con el orden neoliberal, ni garantizaba las reivindicaciones más sentidas que se expresaron en la Rebelión de Octubre. Si bien el texto redactado por la Convención Constitucional proclamaba derechos tales como salud, educación, vivienda, seguridad social, entre tantos otros, no los aseguraba, pues no incluyó ninguna norma que permitiera financiarlos (como las nacionalizaciones de recursos naturales expresamente descartadas por los convencionales). Muchas personas lo percibieron y, por lo tanto, no creyeron en las bondades del proyecto de nueva carta magna, lo que se sumó y se mezcló con los factores anteriores, especialmente con la creciente desilusión que les provocaba el gobierno de Boric. En contraste con la hiperabundancia de temas identitarios y culturalistas, los asuntos relacionados con los trabajadores y su relación con el capital ocuparon un lugar marginal: de 388 artículos, solo seis se referían a estos temas; reflejo, sin duda, de la composición de los convencionales, mayoritariamente abogados y profesionales jóvenes, con ausencia prácticamente completa de dirigentes del movimiento laboral.
De esta manera, el Rechazo se impuso por amplio margen en la inmensa mayoría de las comunas y distritos electorales populares, en las así llamadas «zonas de sacrificio» medioambiental, en comunas con alto porcentaje de población indígena, en las ciudades cercanas a los principales centros mineros y ¡hasta en la población penal!, puesto que las normas constitucionales propuestas y presentadas como las más avanzadas del planeta, que se suponía los beneficiarían, no cambiaban absolutamente en nada las condiciones reales de vida de estos y otros sectores de la población. La verdadera Constitución seguiría siendo –como bien señaló Ferdinand Lasalle hace 160 años respecto de una experiencia constituyente de su época– aquella que reside “en los factores reales y efectivos de poder”, esto es, la correlación de fuerzas sociales y políticas, y su capacidad de control de los resortes principales del estado, sus fuerzas armadas y su burocracia, cuestiones que el proyecto de nueva Constitución no alteraba en lo más mínimo, especialmente en lo referido a los cuerpos armados estatales. Como bien decía el mismo Lasalle, no se cambia la realidad social con la firma o promulgación de una hoja de papel escrito “dejando intactas las fuerzas reales que mandan en un país”. Esta verdad, tantas veces comprobada por la experiencia histórica, fue cruelmente ignorada por los «apruebistas de primera línea» que sembraron ilusiones infundadas, contribuyendo, sin conciencia de ello en muchos casos, al impasse político posplebiscitario.
A estas razones se sumaron otras, relacionadas con las características del proceso constituyente normado por el Congreso Nacional en base al Acuerdo del 15 de noviembre que, como sabemos, logró canalizar gran parte de las energías populares hacia los eventos electorales (plebiscitos de entrada y salida, y, en medio de estos, las elecciones de convencionales; sin contar las elecciones municipales, regionales, parlamentarias y presidenciales, entre octubre de 2020 y septiembre de 2022), en un contexto fuertemente marcado por los efectos de la pandemia del covid-19 y las restricciones de libertades que impuso el gobierno de Piñera. La Convención Constitucional no mantuvo un vínculo activo ni estrecho con los movimientos y organizaciones sociales que eligieron a buena parte de los convencionales identificados con el cambio de modelo y, por su lado, estas organizaciones y movimientos tampoco fueron capaces de mantener una presión y vigilancia democrática constante sobre el desempeño de los convencionales. Muy pronto pasaron al olvido las promesas de algunos de estos de impedir el funcionamiento de la Convención mientras hubiese presos políticos, del mismo modo que tampoco se hizo efectivo el anuncio del Partido Comunista de “rodear a la Convención Constitucional”. Así, en un clima de desmovilización y reflujo, el organismo encargado de redactar el proyecto de nueva Constitución se parlamentarizó, funcionó en base a lógicas parecidas a las del Congreso Nacional y se distanció de la base social, facilitando las campañas de desprestigio de los sectores conservadores.
En resumen, con sobresaltos y tensiones que en algunos momentos parecieron poner en peligro su diseño, la maniobra del Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución, logró imponer sus términos, determinando el proceso constituyente hacia el tipo de desenlace –la mantención del orden social y del sistema político– buscado por sus promotores.
Antes de las votaciones, usted señaló que no había demasiadas diferencias entre una victoria del Apruebo o del Rechazo, para el sistema y la sociedad chilena. Pero, ¿de qué manera afecta esta amplia derrota a los intereses del gobierno de Gabriel Boric? ¿Qué tipo de reestructuraciones o cambio de estrategias prevé el régimen para superar el resultado del 4 de septiembre?
La victoria de la opción Rechazo representó una derrota categórica para el gobierno de Boric, pues este se jugó a fondo por el Apruebo, y porque una parte significativa de los votos por el Rechazo fue correctamente interpretada por muchos analistas como un voto castigo al gobierno, lo que ha quedado demostrado también en dos encuestas de opinión realizadas en septiembre, que reflejaron un porcentaje de apoyo a la administración Boric prácticamente idéntico al que obtuvo el Apruebo, esto es, 38 y 39%, respectivamente.
Este resultado significó un reforzamiento de la presencia de personajes de la antigua Concertación de Partidos por la Democracia en el nuevo gabinete ministerial; entre otros, el poderoso Ministerio del Interior pasó de manos de una representante del Frente Amplio muy cercana a Boric (Izkia Siches) a una experimentada exministra de la Concertación (Carolina Tohá), robusteciendo la presencia –que ya era muy significativa– de exponentes de la «vieja política» que, se suponía, el nuevo gobierno pretendía superar. Ya no es osado sostener, como lo anunciamos antes de que Boric llegara a La Moneda, que esta administración es una suerte de «Concertación 3.0», tanto por sus componentes como por su orientación. Esta mayor apertura del gobierno de Boric hacia la «centroizquierda» ha acentuado los rasgos conservadores de su política que ya venían manifestándose antes del plebiscito del 4 de septiembre, tanto a nivel nacional como internacional.
La dura represión contra mapuches, estudiantes y familiares de presos políticos (los sectores más movilizados en la actualidad); y la inacción «oficial» del gobierno para impedir que avance en el Senado la aprobación de la entrada de Chile al TPP-11 (en contraste con las declaraciones de varios de sus ministros favorables a dicho paso), son algunas de las muestras más claras de esta orientación en el plano interno durante el primer mes después del plebiscito. En la política internacional, la gira de Boric, especialmente su discurso en las Naciones Unidas, ha reafirmado el alineamiento con Estados Unidos y la OTAN, y el carácter meramente liberal de la política de su administración. Cabe precisar que, si todos estos elementos estaban presentes desde el primer día de su gobierno, ahora se manifiestan sin tapujos y comienzan a desplegarse en toda su potencialidad.
¿Cuáles podrían ser los beneficios –si es que existen– de este resultado electoral, a tan poco tiempo de la asunción de Boric como presidente?
Ninguno. Todos los escenarios eran malos antes del plebiscito y siguen siendo igualmente malos. Tal como lo anunciaron en reiteradas oportunidades antes del 4 de septiembre los principales exponentes de la casta política, comenzando por el presidente de la República y llegando hasta dirigentes de extrema derecha, cualquiera fuese el resultado, el proceso constituyente continuaría mediante reformas realizadas por el Congreso Nacional (el mismo que la Convención Constitucional no se atrevió a suprimir). De modo que no habrá «nueva Constitución» sino, una vez más, reformas a la actual, negociadas entre las cúpulas políticas. Las últimas semanas han transcurrido en intensos conciliábulos entre los parlamentarios y el gobierno, a fin de consensuar el mecanismo para llevar adelante dichas reformas que, en todo caso –ello queda claro en todas las propuestas– será mucho menos participativo y más limitado respecto del rol de la ciudadanía durante la experiencia de la Convención Constitucional. El ADN del Acuerdo del 15 de noviembre de 2019 sigue más presente que nunca en el proceso permanente de reforma constitucional que vive Chile.
Cuando Gabriel Boric fue electo presidente de Chile, en diciembre de 2021, su aparente perfil progresista y comprometido con los movimientos sociales, ambientales y de género, despertaron grandes esperanzas dentro y fuera de ese país. Sin embargo, a poco andar, las medidas del nuevo gobierno minaron su popularidad inicial y le valieron incluso la pérdida de confianza de muchos de sus votantes. Algo que Sergio Grez había advertido apenas finalizada la segunda vuelta electoral. ¿En qué aspectos funda usted esa desconfianza, su escepticismo respecto del progresismo «real» de Boric?
A partir de octubre de 2019, en Chile se empezaron a desarrollar grandes movilizaciones sociales, protestas populares, por motivos muy diversos, pero que tenían como común denominador la oposición y el hastío de variados sectores de la población respecto de los males del sistema neoliberal. Esto se tradujo en el llamado estallido social –prefiero denominarlo rebelión popular–, que se extendió durante meses.
Esta rebelión trató de ser ahogada, canalizada o contenida por el Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución, que contrajeron la mayoría de los partidos representados en el parlamento el 15 de noviembre de 2019, traducido, básicamente, en la implementación de un proceso constitucional –no constituyente– normado por uno de los poderes constituidos, el Congreso Nacional, lo que se encuentra en las antípodas de la teoría democrática que sostiene –al menos desde la Revolución Francesa– que los poderes constituidos derivan sus prerrogativas del poder constituyente o poder constituyente originario, que es el pueblo soberano expresado a través de una representación democrática mediante la Asamblea Constituyente.
Eso no fue así en Chile, donde se perpetró una astuta maniobra de la casta política destinada a salvaguardar el sistema y que, en lo inmediato, salvó al gobierno de Sebastián Piñera, que estaba tambaleando y parecía pronto a caer. Así se logró canalizar la tremenda energía popular que se desplegaba por todo el país por una vía lo más inocua posible para los intereses sistémicos. De este modo se desarrolló un proceso constituyente a través de varios hitos previstos en la reforma constitucional de diciembre de 2019: plebiscito de entrada para definir si se quería o no una nueva Constitución y el tipo de organismo que debía redactarla en caso de triunfar el Apruebo; elección de una Convención Constitucional, que no fue libre ni soberana porque venía predeterminada por el Acuerdo del 15 de noviembre que estableció el elevadísimo quórum de ⅔ para la aprobación de normas constitucionales y de funcionamiento de la Convención, además de la prohibición de alterar los tratados internacionales firmados por Chile, entre otras restricciones; y, finalmente, el plebiscito de salida del 4 de septiembre, en el cual la ciudadanía rechazó por amplio margen el texto propuesto por la Convención Constitucional. Texto que, si bien podía parecer innovador por su lenguaje y porque proclamaba una cantidad enorme de derechos sociales, en realidad, no los garantizaba porque –como dije– la Convención no adoptó las medidas necesarias para que esos derechos, en su mayoría, pudieran ser efectivos, ya que se negó a aprobar las normas que permitirían nacionalizar los recursos naturales (cobre y litio, entre otros) imprescindibles para financiarlos. Una parte importante de la ciudadanía parece haberse dado cuenta de ello.
Además, la Convención Constitucional, en sus normas transitorias, estableció que los poderes constituidos (el Ejecutivo con el actual presidente de la República, el parlamento, los tribunales de justicia y todas las autoridades electas del país) continuarían en sus funciones hasta marzo de 2026, lo que quería decir que durante tres años y medio no se produciría el menor cambio en la composición de los órganos del estado, de manera tal que el parlamento actual contaría con todo ese tiempo para hacer reformas constitucionales, cualquiera fuese el resultado del plebiscito del 4 de septiembre. Lo anterior significa –como he sostenido insistentemente– que en esa ocasión solo estaba en juego el borrador a partir del cual se realizarían las reformas, y que Chile seguiría viviendo una especie de reforma constitucional permanente, ya no protagonizada por la supuesta representación del poder constituyente, sino por el parlamento, el poder constituido más desprestigiado del país.
En este contexto de una rebelión exitosamente canalizada o contenida por las maniobras de la casta política, se produjo el triunfo de Gabriel Boric en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales de diciembre de 2021. Si bien el margen de esa victoria fue amplio (obtuvo 55% de los sufragios contra el 45% del candidato de la extrema derecha, José Antonio Kast), la mayoría de los votos de Boric fueron «prestados». En la primera vuelta, Boric fue superado por Kast: solo votó por él un 25% de quienes concurrieron a las urnas; en la segunda vuelta operó en su beneficio el fenómeno del voto por el «mal menor». Esta es una de las razones por las cuales la coalición de Boric es extremadamente débil, aunque, en realidad, en su gobierno conviven dos coaliciones «pegoteadas» a efectos de constituir su gobierno (Apruebo Dignidad y Socialismo Democrático). Estas se han juntado en el reparto de los cargos y constituyen la base política del régimen, pero es una base frágil ya que sus integrantes no son capaces de conformar una coalición unificada.
¿Cuáles de las medidas de Boric como presidente permiten caracterizar mejor el sesgo ideológico de su gestión?
El programa de gobierno ha ido sufriendo una derechización constante, incluso desde antes de su asunción. Para ganar la segunda vuelta de las elecciones presidenciales, Boric moderó sus posiciones, se corrió hacia el centro. Luego, hasta el 11 de marzo, día en que asumió las funciones de presidente de la República, giró aún más hacia el centro. Posteriormente, en el ejercicio del poder, su gobierno ha desarrollado una política que cuesta mucho distinguir de la de los gobiernos anteriores. Por ejemplo: Boric inició su campaña electoral prometiendo la «refundación» de Carabineros de Chile, un cuerpo policial extremadamente desprestigiado, autor de innumerables actos de corrupción y de violaciones a los derechos humanos.
No obstante, a poco andar, la promesa de refundación se cambió por «reformas»; y, enseguida, antes de asumir la presidencia, luego de una reunión con el director general de este cuerpo policial, habló de «mejoras» a Carabineros. Lo que se ha traducido, en términos prácticos, en un apoyo incondicional por parte del gobierno –y particularmente del Ministerio del Interior– a Carabineros, incluso en los casos más flagrantes de abusos y brutalidades cometidas por los policías. A modo de comparación, debemos recordar que, cuando Sebastián Piñera asumió el gobierno, debido a los actos de corrupción de Carabineros, separó de sus cargos a 29 generales. Boric no ha cambiado ni uno solo, ni siquiera al director general, imputado ante la justicia por graves y reiteradas violaciones a los derechos humanos. La política del gobierno, a este respecto, ha sido idéntica a la de Piñera: cubrir y justificar todas las violencias policiales, como la represión en las calles y en el territorio mapuche (Wallmapu). Pero Boric intentó algo que ni siquiera el gobierno de derecha de Piñera se atrevió a hacer: impulsar un proyecto de ley para que las fuerzas armadas puedan vigilar la llamada “infraestructura crítica”, sin necesidad de pedir la autorización del estado de emergencia por parte del parlamento. Esto es un nivel de militarización soñado, pero no logrado por la derecha clásica.
Pasando al plano internacional, recordemos que Boric viajó hace algunos meses a Estados Unidos y Canadá a ofertar la economía chilena al mejor postor: ofreció a las transnacionales canadienses 34 proyectos mineros y proclamó con entusiasmo que Chile disponía de sol, agua, riquezas minerales y marítimas, o sea, ofreció los recursos del país al capital transnacional. Hay que agregar que las principales fuerzas políticas del gobierno, el Frente Amplio y el Partido Socialista, se opusieron obstinadamente en la Convención Constitucional a las propuestas de sectores de izquierda para incorporar normas que permitieran la nacionalización del cobre, el litio y otros recursos naturales, y es evidente que ahora en el gobierno mantienen la misma política. En resumen, la gestión del gobierno de Boric en los principales planos, especialmente en el socioeconómico, representa una línea de continuidad con la de todos los gobiernos posdictatoriales de este país que consolidaron y legitimaron el modelo neoliberal.
El posicionamiento internacional de Chile es claramente proimperialista. Ya sea respecto de Venezuela, de Cuba, de Ucrania…, en sus planteamientos internacionales el gobierno de Boric sigue las aguas de la política estadounidense. Por ejemplo, su promesa de enviar ayuda humanitaria a Ucrania (pero no a Yemen, ni a Palestina, ni a tantos lugares donde hay conflictos tan o más dramáticos), y su condena a Rusia por la invasión de Ucrania, pero su silencio respecto de actos de similar o peor naturaleza protagonizados por otras potencias.
¿Cómo se explica este perfil en un presidente que ha sido apuntalado por movimientos sociales, ambientales y feministas? ¿Qué tipo de tensiones se han manifestado, en estos meses, entre el gobierno y los sectores que lo impulsaron?
El liderazgo de Boric no es un producto de la rebelión popular de octubre de 2019, sino del movimiento estudiantil de 2011. Poco después, se catapultó al Congreso Nacional como diputado, luego como candidato a la Presidencia y, finalmente, presidente de la República. Hay que subrayar que Boric fue, desde la izquierda, el principal articulador del Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución del 15 de noviembre de 2019, que le permitió al sistema político canalizar la rebelión popular por una vía inocua. A partir de entonces, Boric ha sido muy cuestionado: para mucha gente de izquierda, su nombre es sinónimo de traición porque no es el representante de la rebelión popular, sino del noviembrismo que logró ahogar al octubrismo.
En cuanto a su base social, no tengo recuerdos, como ciudadano ni como historiador, por lo menos en el último medio siglo, de un gobierno que haya perdido tan rápidamente su popularidad inicial. Al cabo de un mes de gestión, el descontento ya era muy grande. Y ni que hablar ahora. Se observa una pérdida de apoyo que se explica principalmente por la continuidad de las políticas neoliberales, la falta de beneficios tangibles para la mayoría de la población duramente golpeada por la inflación y por el hecho de que el propio Boric, sus ministros y ministras, se han desdicho de una cantidad impresionante de promesas o de afirmaciones electorales. Por ejemplo, durante el gobierno de Piñera, Boric y su gente apoyaron los retiros de fondos de AFP (administradoras de fondos de pensiones) como una manera de paliar los efectos de la crisis económica producida por la pandemia de covid-19, pero cuando llegaron al gobierno se opusieron drásticamente a esto, lo que le ha redundado también en una gran erosión de apoyo ciudadano. Y si bien es cierto que en algunos sectores se mantienen ilusiones, no cabe duda de que el desgaste es ostensible.
Por otro lado, las reivindicaciones femeninas han sido reducidas, en lo concreto e inmediato, a una sola cosa: la paridad en los órganos de representación política. A la cabeza de los ministerios de Boric hay más mujeres que hombres, pero eso, ¿a cuántas mujeres llega? Son beneficios para una élite, no para el común de las mujeres. Otras medidas adoptadas o programadas, al no ser acompañadas de transformaciones económicas y sociales profundas, se mantienen en el plano de «lo posible», como pequeños correctivos que no cambian ni pueden cambiar una desigualdad que se entiende como estructural.
Y así sucesivamente, en el plano que uno examine, podemos observar que todo se limita a gestos y declaraciones políticamente correctas, pero que chocan con la realidad socioeconómica, que es muy dura para la gran mayoría de la población. Para ser justos, es necesario precisar que habría pasado más o menos lo mismo cualquiera hubiese sido el presidente electo a fines de 2021, si al asumir no hubiera emprendido transformaciones de fondo: la situación objetiva en la que se encuentra el país es una limitante que excede las voluntades de los actores políticos (Kast, Boric o cualquier otro). Tenemos un panorama en el que discursivamente este gobierno aparece como muy progresista, sobre todo para el extranjero que se queda con los titulares de las noticias, pero no percibe las cuestiones prácticas o la letra chica de los anuncios. La dura realidad es que hasta ahora no se ha insinuado la menor ruptura con el orden neoliberal. No hay que ser demasiado clarividente para intuir que tampoco ocurrirá durante el resto de su mandato.
Desde finales de 2021, anticipar el inicio de un nuevo «ciclo progresista» latinoamericano, semejante al desarrollado en nuestra región durante la primera década y media de este siglo, se ha vuelto casi un ejercicio cotidiano en la prensa y diversos ámbitos académicos. Lejos de las perspectivas aliadas u opositoras a esa idea, usted elige la cautela y añade elementos de juicio crítico sobre ella. ¿Cuál es su perspectiva ante el surgimiento de tantos gobiernos de aparente signo progresista en América Latina? ¿Esto puede ser el inicio de un ciclo semejante al de principios de siglo?
No lo sé a ciencia cierta, pero me parece que, contrariamente a las apariencias, el marco para la acción de estos gobiernos progresistas que aparecen por doquier (Perú, Colombia, Chile, tal vez Brasil próximamente) es tan o más restrictivo que en el ciclo anterior. Esto, por razones relacionadas con la crisis de carácter mundial, que en parte está ligada a la epidemia de covid-19 con sus secuelas, en parte a la guerra entre Rusia y Ucrania, pero también a la crisis de la Unión Europea, a la propia crisis de los Estados Unidos, que es una potencia en franca decadencia, y a la ruda competencia que le oponen China –en particular– y Rusia, sin contar otros polos de contestación de la hegemonía norteamericana.
Por estos factores, la inestabilidad será aún mayor y los gobiernos «progresistas» serán sometidos rápidamente a prueba. Por ejemplo, en el plano estrictamente político –dejo de lado los gravísimos problemas sociales y económicos– el gobierno de Colombia, ¿cerrará las bases norteamericanas que están en su territorio? Los organismos norteamericanos como la DEA (Drug Enforcement Administration), ¿continuarán actuando en Colombia como en su casa? ¿Las fuerzas armadas de ese país van a seguir protegiendo, amparando o estando coludidas con los paramilitares de extrema derecha?
En el caso chileno, la continuidad de los atropellos policiales y la persistencia en las Fuerzas Armadas de la concepción del «enemigo interno», basada en la Doctrina de Seguridad Nacional –tal como lo revelan miles de correos electrónicos del Estado Mayor de la Defensa Nacional liberados por el grupo hacker Guacamaya–, entre muchos aspectos que habrá que analizar, queda en evidencia que los servicios de inteligencia de las instituciones armadas usan buena parte de sus recursos en el espionaje y seguimiento de las organizaciones sociales populares, incluso las más pacíficas, como ollas comunes y talleres literarios. Hacer frente a estos poderes fácticos que suelen actuar sobrepasando sus mandatos constitucionales y legales, son algunas de las pruebas que deben enfrentar estos progresismos.
Y a ello se podría sumar la tibieza en los discursos y en ciertas medidas tomadas por estos nuevos gobiernos, que no «atemorizan» a los mercados ni alarman a los sectores de derecha, pero tampoco satisfacen a sus propios seguidores. A tal punto que algunos analistas los han llamado “progresismos paliativos”…
Coincido con tu afirmación. Esto también nos habla de los límites del progresismo latinoamericano, aunque se trata de una generalización que debo hacer con cuidado, porque no soy especialista en la situación de otros países. Pero, evidentemente, hay factores en común en varios casos nacionales –no en todos– y es que, si bien algunos gobiernos «progresistas» anteriores lograron cierto nivel de redistribución de la riqueza, no produjeron alteraciones sistémicas mayores. Todos ellos, cual más, cual menos, se mantuvieron en los marcos de las políticas extractivistas, lo que representa un gran problema. En Ecuador eso lo vivieron, creo que de manera muy evidente, durante la presidencia de Rafael Correa: tengo entendido que la mantención del modelo extractivista fue uno de los puntos de choque entre ese gobierno y las comunidades indígenas. También lo fue, incluso, en el gobierno de Evo Morales en Bolivia, aun siendo Evo de origen aimara. Son problemas mayores, estructurales, que están señalando los límites del progresismo latinoamericano.