Ilustración: Astrónomo a la luz de la vela, de Gerrit Gou. Óleo sobre lienzo, c. 1665, Museo J. Paul Getty, Los Ángeles.
Nota preliminar.— Por segunda vez difundimos en nuestra sección de letras Naglfar –antaño Lobodon– una breve prosa de no ficción del escritor hispano-paraguayo Rafael Barrett (1876-1910), una de las mejores plumas que han prodigado el ensayismo en lengua castellana, la tradición libertaria de izquierdas y la literatura paraguaya. Allá por noviembre de 2022, habíamos publicado “El esfuerzo”, texto al que le añadimos una nota biográfica y valorativa que sugerimos leer o repasar. En esta ocasión, compartimos “La torre de marfil”, prosa punzante donde la parresía y la concisión no menoscaban en lo más mínimo la elocuencia. Barrett publicó originalmente este escrito el 10 de enero de 1908 en El Diario de Asunción del Paraguay, y tiempo después lo recopiló en su libro Ideas y críticas (Montevideo, O. M. Bertani, 1912), aunque no es de dichas fuentes de donde lo hemos extraído, sino de las póstumas Obras completas de Rafael Barrett (Bs. As., Americalee, 1943, págs. 652-654).
La metáfora de la torre de marfil es tan añeja como célebre. Sus orígenes se remontan a la religiosidad judeocristiana de la Antigüedad, a la poesía hebrea del Viejo Testamento (Cantar de los Cantares, VII) y la devoción por la Virgen María, donde el tropo tenía un sentido más sencillo y positivo, sin la compleja criticidad que habría de adquirir en la modernidad, durante el siglo XIX. No se trataba, primigeniamente, de un cuestionamiento a la arrogancia o evasión puristas del academicismo, del intelectualismo, del esteticismo, sino de una exaltación erótica –por parte del legendario Rey Salomón– del cuello femenino de una bella princesa egipcia (tradición bíblica judía) y una evocación litúrgica o mística de la noble pureza de la “Madre de Dios” (teología cristiana). El sentido contemporáneo de la metáfora de la torre de marfil emergió, al parecer, hacia 1837, con el poema “Pensées d’Août, à M. Villemain”, de Charles Augustin Sainte-Beuve, donde este crítico literario francés contrapuso a Victor Hugo con Alfred de Vigny, haciendo notar que el primero tenía un fuerte compromiso social, no así el segundo, recluido en una “tour d’ivoire”. Tal sentido se propagó rápidamente en el campo intelectual, literario y artístico. La última novela de Henry James, que empezó a escribir en 1914 y dejó inacabada al morir en 1916, se llama sugerentemente The Ivory Tower.
Lástima es que se metan a escribir los que no saben, y mayor lástima que abandonen la pluma los que podrían con fruto manejarla. El inepto, a fuerza de trabajar, se hace menos inepto. A fuerza de caminar, aunque sea a ciegas, algo alcanza. Los tropezones le guían; los fracasos le enseñan, y en todo caso, resta el recurso de no leerle y de negarle la circulación y el aliento. Pero el talento ocioso disminuye, y no hay defensa contra los daños que causa su esterilidad. El necio charlatán nos fastidia; el sabio que calla, nos roba.
Estos avaros de su inteligencia, estos traidores a su fama, se dividen en dos clases. Los unos pretextan que el oficio de las letras es criadero de pobres, y prefieren lucrar en un rincón. Con tal de cenar, renunciarían a concluir el Quijote. Los otros, enredados en su pureza, dicen que se preparan, que aún no es tiempo, y que de no producir cosas notables, mejor es no producir cosa alguna.
La defección de los primeros no es tan calamitosa como la de los segundos. Debemos desconfiar de los que no estiman bastante su carrera. Entre escribir y ser ricos, eligieron ser ricos. Demostraron que no merecían ser escritores. Nacieron verdaderamente para picar pleitos o para vender porotos o, lo que es peor, para mandar. No lloremos demasiado la fuga de los infieles al arte que se acomodan con el destino de un Rotschild, y llamemos a la torre de marfil donde se encierran los indecisos:
—¡Salid! Perfumemos los pies en el rocío de los campos. Descubramos lo que el monte oculta. Viajemos.
—Nuestra torre es muy bella.
—No hay cárcel bella.
—Estamos cerca del cielo.
—¿De qué os servirá lanzar al cielo vuestra simiente, si no cae a tierra? Sólo la humilde tierra es fecunda.
—El polvo nos asfixia. El pataleo de la plebe nos da asco. El sudor de la soldadesca hiede. La realidad mancha y aflige: es fea.
—Porque no sois bastante agudos para penetrar su hermosura. El mundo os abruma, porque no sois bastante fuertes para transformarlo. Os parece oscuro y triste, porque sois antorchas apagadas.
—En cambio, nos entregamos al maravilloso resplandor de nuestros sueños.
—¿Qué valen vuestros sueños, si no los comunicáis? Hacedlos universales y los haréis verídicos. Mientras los guardéis para vosotros, los tendremos por falsos.
—Nuestras ideas solitarias baten sus alas en el silencio.
—Ideas de plomo, incapaces de marchar diez pasos. Alas de gallina. De los muros de vuestra torre de marfil, nada se desprende, nada parte. Decoráis vuestro egoísmo: bostezáis con elegancia. Complicáis vuestra inutilidad. Prisioneros del humo de vuestra pipa, confundís la filosofía con la toilette, el genio con la pulcritud. Tomáis la timidez por el buen gusto; envejecéis satisfechos de vuestros modales. Alejados de la ciudad, nadie os busca, porque nadie os necesita. Sois muy distinguidos: os distingue vuestra debilidad. Desdeñáis, pero ya se os ha olvidado.
—El presente nos rechaza tal vez, por no doblegarnos a sus exigentes miserias. Nos refugiamos en el pasado. Somos los eruditos de la tumba. En nuestras salas, vagan los tintes tenues de los venerables tapices. La claridad discreta de las lámparas de bronce arranca un noble relámpago sombrío a las armaduras milanesas, y en la paz nocturna sólo se oye el pasar de las rígidas hojas de pergamino bajo nuestros dedos pálidos, donde brilla un sobrio y denso sello antiguo.
—Os refugiáis en el pasado, como muertos que sois. Si estuvierais vivos, os refugiaríais en el porvenir. Desenterrad en buena hora, mas no cadáveres. Resucitad a los difuntos o dejadlos tranquilos. ¿Para qué traer su podre al sol? Ya que tanto afán tenéis de frecuentarlos, id vosotros a ellos: huid a la región de eterna sombra. Mas si os decidís a vivir con nosotros, vivid de veras, no en simulacro; vivid en vida y no en muerte. Respirad el aire de combate común y empezad vuestra propia obra.
—La queremos perfecta. La perfección a que aspiramos nos paraliza. Apenas trazamos una línea, nos detenemos, porque la reputamos indigna de nuestro ideal. Lo perfecto o nada.
—¡Suicidas! Lo primero y lo último y lo perfecto es vivir. Esa perfección es una forma del egoísmo. Ansiáis lo perfecto, es decir, lo acabado, lo intangible, aquello en que nadie colabora ya, aquello a que nadie llega, lo que aparte y humilla, lo que os eleva y aísla, el mármol impecable y frío, la torre de marfil. Por aparecer perfectos según vuestros patrones del minuto, os inutilizáis y mentís. Atentáis a la secreta armonía de vuestro ser, destruís en vosotros y alrededor de vosotros, la misteriosa, exquisita, salvaje belleza de la vida.
Sobre lo perfecto está lo imperfecto. Sobre la augusta serenidad de las estatuas, hay que poner nuestros espasmos y nuestros sollozos y nuestras muecas de criaturas efímeras. Lavad vuestra alma, encontradla y dadla toda entera, con sus grandezas y con sus bajezas, con sus fulgores sublimes y con sus tinieblas opacas, con sus cobardías y hasta con sus monstruosidades. Libertaos de vosotros mismos y os salvaréis y nos salvaréis a nosotros. Habréis aumentado la sinceridad y la luz del universo. Abrid la mano del todo, ¡oh sembradores! Que no quede en ella un solo germen.
Rafael Barrett
Nota final.— En su artículo “Centauromaquia. Reflexiones sobre el ensayo y la ensayística”, nuestro compañero Federico Mare ha citado en extenso y comentado “La torre de marfil” de Barrett. Véase nuestra revista Corsario Rojo, número 1, sección Mar de los Sargazos.