Ilustración: Capitalist Camo, por Klee Benally, @eelk



Nota.— El presente artículo del periodista y escritor español Pascual Serrano fue originalmente publicado en Globalter, a fines de mayo del corriente año. Se trata de una crítica demoledora, bien informada y convincentemente argumentada, a uno de los sofismas más insidiosos y peligrosos de este “Siglo de la Gran Prueba”, como gusta llamar Jorge Riechmann a nuestra época de grave crisis y alerta ecológicas. Hablamos del “capitalismo verde”, oxímoron biempensante si los hay. Un lobo burgués con piel de cordero progresista. Un canto de sirena que nos puede llevar a la perdición. El colofón de Serrano es claro: no resulta posible domesticar el monstruo capitalista, o ya no queda tiempo.
Para mayor información acerca del autor valenciano y su prolífica obra, puede leerse la entrada biográfica que ofrece la enciclopedia online Wikipedia, como así también echarle un vistazo a su sitio web, muy completa y actualizada. En esta sección de ecología, intitulada Krakatoa, nuestros lectores y lectoras hallarán otros artículos de interés sobre la problemática ambiental de estos tiempos, como el muy reciente “Concurso de ideas para el poscapitalismo”, de Manuel Casal Lodeiro; o “¿Qué hacer ante la crisis climática y energética?”, de Ariel Petruccelli. Y en el primer número de Corsario Rojo, sección Al Abordaje, podrán leer la entrevista que le hicimos a Riechmann, que no tiene desperdicio. Añádase otra sugerencia de lectura: la extensa reseña de La naturaleza contra el capital –el esclarecedor libro del intelectual japonés Kohei Saito– que nuestro compañero uruguayo Alexis Capobianco Vieyto escribió para CR2, hacia finales del verano austral. Hablando de reseñas y ecología, no dejen de leer también “¿Colapso?”, el estimulante texto que Facundo Nahuel Martín le ha dedicado a El otoño de la civilización –el mentado libro de Juan Bordera y Antonio Turiel– en nuestra sección de recensiones Parley.


El fenómeno del calentamiento global y todo lo que ello supone para el futuro de nuestro planeta ha generado un movimiento de inquietud, preocupación y reformas a nivel global. El discurso simplificado es sencillo: el futuro de la humanidad peligra por la actividad del ser humano y debemos tomar medidas para afrontar este deterioro.

Ahora bien, surgen muchos matices. ¿De verdad somos todos igual de responsables? ¿Tiene sentido pedir acciones y sacrificios voluntarios que pueden tener una incidencia muy limitada, si los gobiernos y los ciudadanos de los países más poderosos no toman medidas? ¿Estamos seguros de que algunas de las medidas propuestas son eficaces? ¿No habrá algunos y algunas empresas que aprovechen todo esto para enriquecerse presentando como acciones salvadoras del planeta lo que solo es su negocio?


Los que más contaminan

Para empezar, no todos somos igual de responsables. La profesora estadounidense Jessica F. Green revela en su último libro Rethinking Private Authority que cien empresas son las responsables del 70% de las emisiones mundiales.

En cuanto a los ciudadanos, el panorama es similar. Según un estudio de la revista Nature, casi la mitad de las emisiones mundiales de gases de efecto invernadero en 2019 fueron responsabilidad del 10% más rico de la población. De hecho, el 1% más rico emitió lo mismo que el 50% más pobre.

Medios, líderes y ciudadanos se empeñan en poner en la picota (con razón) a los descerebrados que niegan el cambio climático, aunque no señalan a quienes no niegan el calentamiento global pero siguen viviendo a todo tren. Un claro ejemplo: nadie negará la posición proteccionista del planeta del expresidente Barack Obama y su esposa. Sin embargo, ahí los tienes viajando en su jet privado a Barcelona al concierto de Bruce Springsteen, al igual que hizo el cantante. Igualmente, la organización ATTAC en Francia informó que el futbolista Leo Messi, ahora en el equipo Paris Saint-Germain [recuérdese que este artículo data de mayo, antes de que Messi migrara al Inter Miami], emitió el pasado verano en su avión privado 1.502 toneladas de CO₂, tanto como un francés de media en 150 años de vida. Mientras tanto, el entrenador del equipo y el jugador Kylian Mbappé se burlaban de la pregunta de un periodista que les planteó por qué el equipo había volado para un trayecto de menos de dos horas en vez de ir en ferrocarril de alta velocidad.


Los contaminadores que nunca citan

De hecho, es curioso cómo hay determinados sectores que, aunque muy contaminantes, apenas los percibimos así. Ya se encargan de que no afecte a su imagen.

Por ejemplo, desde 2001, el Departamento de Defensa de Estados Unidos ha consumido de forma continuada casi el 80% de todo el consumo de energía del gobierno. Si sumamos las emisiones de CO₂ de las actividades del Defensa (59 millones de toneladas de CO₂eq), más las asociadas a la producción de armamento (153 millones de toneladas de CO2₂eq), obtenemos que la actividad militar de EE.UU. fue la responsable de la emisión de 212 millones de toneladas de CO₂eq durante el año 2017, según ha investigado el Centro Delàs de Estudios por la Paz. Otros estudios muestran que, desde el comienzo de la “guerra global contra el terrorismo” en 2001, las fuerzas armadas han producido más de 1.200 millones de toneladas métricas de gases de efecto invernadero. Es probable que los datos estén incompletos, pero incluso con los datos disponibles, el Ejército de EE.UU. emite más que países enteros como Suecia, Portugal o Dinamarca. El Departamento de Defensa representa casi el 80% del consumo de combustible del gobierno federal.

En el caso de la UE, la huella de carbono de todo el sector militar en los 27 países del bloque fue de más de 24 millones de toneladas de CO₂eq (2019), que equivalen a las emisiones de CO₂ de 14 millones de coches. O bien a las emisiones anuales de países como Croacia, Eslovenia o Lituania.

Veamos otros sectores que nos parecen modernos e inocuos. Porque mientras nos abroncan por comer carne de vacuno, tan contaminante ella, un estudio publicado en la revista Scientific Reports mostraba que la minería de criptomonedas tiene un impacto ambiental comparable con algunas de las actividades más contaminantes del planeta. Según apunta, la minería de bitcoin tiene una huella ecológica similar o incluso superior a la extracción de petróleo o la producción de carne de vacuno. El análisis evalúa la huella ecológica de la minería de bitcoin –el proceso de generar y almacenar estas criptomonedas– entre enero de 2016 y diciembre de 2021. Solo en 2020, el bitcoin utilizó una media de 75,4 teravatios la hora de electricidad; más de lo que consumen países como Austria (69,9) o Portugal (48,4). Ese año, además, se estima que por cada dólar que generó en el mercado esta criptomoneda se generaron el equivalente a 1,50 dólares en daños climáticos globales.

Si buscamos en Google las palabras «Netflix» y «medioambiente», nos aparecerán varias propuestas de documentales medioambientales en esa plataforma, pero no encontraremos la información de que las descargas de videos durante 2018 generaron más de 300 millones de toneladas de CO, lo que equivale al total de emisiones de España. Lo reveló un informe de la organización francesa The Shift Project. Media hora de una película vista en Internet emitiría, según este informe, 1,6 kilogramos de CO, lo que equivale a conducir 6,3 kilómetros en un coche.

Y seguimos con las modernidades contaminantes. En la provincia española de Toledo, una de las que más sufre la sequía, Meta –la empresa de Facebook, Instagram y WhatsApp– tiene previsto construir un centro de datos que gastará un total de 660 millones de litros de agua al año. Por supuesto, las autoridades lo han aprobado de forma prioritaria como “proyecto de singular interés”.


El negocio de algunos

Luego está el negocio que el discurso medioambiental está suponiendo para algunos. En la carta anual del año 2021 a sus consejeros, Larry Fink, presidente del fondo de inversión BlackRock (principal inversor en las ocho mayores empresas petroleras, el cual controla acciones en compañías fósiles por un valor de 87.300 millones de dólares), afirmaba que la transición climática es una oportunidad de inversión histórica. Los mismos que se han enriquecido destruyendo el planeta ahora descubren el negocio de enriquecerse supuestamente salvándolo.

BlackRock ya trabaja en esa opción con los Climate Finance Partnership, una forma de “colaboración público-privada” ligada a la inversión de infraestructuras de energía renovable en Asia, América Latina y África. Se trata de estrategias que facilitan el beneficio privado a través del endeudamiento público impulsadas por la agenda del Banco Mundial y las directrices del G20 para convertir las infraestructuras en activos financieros. Como señala Rubén Martínez en Critic, “no son una rareza, sino que forman parte del paradigma dominante en la financiación del desarrollo para facilitar que el capital privado explote al Sur global. El mayor accionista en compañías fósiles se postula como comisario y mediador financiero de la transición a renovables. Es el mismo que financia la guerra y se ofrece para reconstruir Ucrania. Al capital le da igual uno o lo contrario mientras suene a beneficio”.

El politólogo francés Édouard Morena, en su libro La Découverte, explica cómo los ultrarricos se han convertido en influyentes actores de la política climática desde principios de la década de 2000:

“Hay filántropos multimillonarios como Michael Bloomberg e incluso, en cierto modo, Jeff Bezos, fundador de Amazon y del Bezos Earth Fund. Pienso también en personalidades del mundo científico como el sueco Johan Rockström, famosos como Leonardo DiCaprio, o incluso figuras de la comunidad climática como Christiana Figueres, ex secretaria ejecutiva de la Comisión de Cambio Climático de la ONU, o el ex vicepresidente estadounidense Al Gore. La famosa consultora McKinsey gravita mucho en torno a este «jet-set climático» y contribuye a normalizar el discurso del capitalismo verde. Son personas a las que siempre se ve en las cumbres sobre el clima o en el Foro Económico Mundial de Davos. Estos grandes encuentros refuerzan el sentimiento de pertenencia a una misma comunidad de «héroes del clima» y contribuyen a legitimar a esos actores”.

Édouard Morena describe cómo los multimillonarios han estructurado redes de fundaciones filantrópicas, ONGs y consultorías que han impuesto la idea de que las empresas y los inversores privados son los únicos partidarios legítimos de la transición frente al caos climático. Un proyecto que pretende perpetuar un capitalismo en crisis y acallar cualquier idea de transición ecológica socialmente justa.

Es por ello que Morena plantea un interesante dilema: “¿quién debe pilotar la transición ecológica? ¿Actores públicos y organizaciones sociales, o los ricos de las grandes tecnológicas?”.


Mientras, los humildes

La cuestión es que tenemos unos ricos reconociendo el problema climático pero viviendo a todo tren, unos ricos presentándose cómo los héroes de la salvación del planeta y unos ricos haciendo negocios con la transición ecológica. ¿Y qué pasa entonces con la gente sencilla y humilde?

A esos se les ha convencido de que, con su ritmo de vida, son los responsables de la destrucción del planeta y de que deben de asumir ahora los sacrificios. De ahí que tenemos a la gente de los países empobrecidos, que malamente puede conseguir tres comidas al día, hablándoles de decrecimiento. Y a las clases populares de nuestros países ricos, que deben pagar más impuestos por el diésel para que los ricos reciban subvenciones para pasarse al coche eléctrico. Todo por el bien del planeta.

Incluso el Banco de España, una institución no muy caracterizada por desvelarse por los humildes, advertía que “el impacto de los riesgos físicos y de transición podría ser muy dispar entre individuos”. Según su informe La economía española ante el reto climático, “el previsible incremento en el precio de los bienes y servicios más contaminantes que tendrá lugar en los próximos años probablemente incida de manera más acusada sobre los hogares con menor nivel de renta, aquellos cuya cabeza de familia tiene entre 35 y 45 años, los que residen en zonas rurales, los que tienen un menor nivel educativo o los que presentan un mayor número de miembros”. Incluso sugieren que “sería conveniente que las políticas públicas articularan mecanismos para compensar, con carácter temporal, a los hogares más vulnerables dentro de cada uno de estos colectivos”.

No lo podía expresar más claro la escritora Najat El Hachmi: “La gran estafa del ecologismo mainstream, la peligrosa trampa, es habernos convencido de que los hábitos individuales lo son todo. No lo son porque el problema es absolutamente político y la política está siendo cobarde ante las grandes corporaciones y sus intereses. Cobarde o cínica. Y tremendamente hipócrita”.

En conclusión, una vez más el capitalismo se reinventa. Del mismo modo que, tras la crisis financiera de 2008, Nicolas Sarkozy dijo que había que “refundar el capitalismo”, es decir, poner en marcha el gatopardismo de que algo cambie para que todo siga igual, incluso que algunos se enriquezcan, ahora la crisis ambiental vuelve otra vez con la misma jugada. Aparentar que algo cambia para que el modelo siga igual y, además, para que algunos –los de siempre– hagan su negocio.

La cuestión ahora es casi más insultante: nos señalan a todos como culpables para hacernos pagar su capitalismo verde, del mismo modo que ya pagamos su crisis financiera. La jugada puede resultar peligrosa, pues no faltan las voces ultraderechistas y populistas que están pescando en el río revuelto de una población indignada con que se le haga pagar por un daño al planeta que no está provocando. Por eso es fundamental denunciar las dos opciones tramposas que nos acechan.

Pascual Serrano