Smartphone Addiction, de Delphine Lee

A finales de los años 80, polemizando con el Partido Socialista Italiano (PSI) y con el todavía vivo Partido Comunista Italiano (PCI), Norberto Bobbio escribió: “Sé que ahora me arriesgo a parecer más comunista que los comunistas […] ¿Pero están realmente seguros el PSI y el PCI de que el gran fracaso histórico del socialismo y la circunstancia de que hoy vivamos en sociedades donde el capitalismo ha triunfado, significa que efectivamente se hace necesario renunciar a la idea de superar al individualismo de la sociedad liberal?”. Bobbio tenía sus buenas dudas. El PSI y el PCI casi ninguna, y ambas organizaciones –como la mayor parte de la izquierda de entonces– marcharon con velas desplegadas a postrarse ante un individualismo recién descubierto, haciendo las paces con la propiedad privada y con el mercado. Los comunistas se disolvieron, autodestruyéndose. Los socialistas, como el resto de la socialdemocracia mundial, devinieron una suerte de social-liberales incapaces incluso de defender al estado benefactor y a las políticas keynesianas que, en el pasado, ellos mismos tanto hicieron por introducir. Pero la mirada de Bobbio resultó profética cuando en el mismo sitio afirmó: “Es verdad que finalmente el hombre nuevo jamás apareció, pero también es cierto que el capitalismo agresivo de hoy pone en crisis la misma idea de hombre”1. En su tiempo, estas palabras a mucha gente le parecieron exageradas. Hoy, con la espada de Damocles de la crisis ecológica sobre nuestras cabezas y con el auge a todo vapor del poshumanismo y transhumanismo, debemos reconocer la agudeza de su visión. Por desgracia, pocos oídos estaban prestos a escucharle.

La prueba de la hegemonía del neoliberalismo, afirmaría Perry Anderson años después, reside precisamente en que incluso quienes se consideran anti-neoliberales aceptan sus premisas más profundas. Cuando lo dijo, hacia el año 2000, mucho se le criticó. El movimiento alterglobalizador estaba en marcha, y buena parte de las izquierdas cifraba allí sus esperanzas. Las políticas neoliberales generaban descontento. Las revueltas eran inminentes. Poco después se iniciaría en América Latina el llamado «ciclo progresista». Sin embargo, las bases y la dinámica de un capitalismo crecientemente desregulado, furibundamente individualista, individualizador y privatista (eso que con alguna imprecisión podríamos llamar neoliberalismo) no solo no se desmontarían, sino que se profundizarían. Al mismo tiempo que desde la cúspide de algunos estados, supuestos gobiernos progresistas introducían pequeñas reformas que tenían mucho más de reparación simbólica que de redistribución material, desde las profundidades del sistema procesos moleculares modelaban y remodelaban la vida personal para hacerla cada vez más compatible con el capitalismo tardío. Mientras con bastante ingenuidad la izquierda se reconciliaba con el «individualismo» (pero, ¿con cuál?), el desarrollo capitalista generaba un hiper-individualismo emocional y consumista que poco a poco arrasaba con todas las dinámicas colectivas mínimamente autónomas de las clases populares: de los partidos a los sindicatos, de los clubes sociales a las bibliotecas populares. Con la masificación de internet y la aparición de las redes sociales el proceso alcanzó su paroxismo. Si en los orígenes heroicos de la sociedad burguesa el individualismo había servido de base para desarrollar el pensamiento crítico, científico y racional, sacudir al conformismo y desafiar a la autoridad eclesiástica; el hiper-individualismo posmoderno ha abandonado a la razón en beneficio de la emocionalidad, ha suplantado la autonomía del pensamiento individual por el acomodamiento emocional a grupos identitarios (casi siempre esencialistas), ha entronizado un neoconformismo (no hay conformismo mayor con la lógica del capitalismo posmoderno que la defensa acrítica del propio grupo y la pulsión hacia los cambios permanentes bajo la presunción que todo lo nuevo es mejor), y ha convertido a la ciencia en una nueva religión, a la que se debe «seguir» sin criticar, como quedó clarísimamente evidenciado durante la pandemia de covid-19. Sin embargo, lejos de resistir esta perversa dinámica económico-cultural, buena parte de la izquierda vio en ella una engañosa «ventana de oportunidad». Abandonando alegremente la teoría por la retórica y disfrutando los placeres de la performatividad, bebió los elíxires del individualismo subjetivista que le ofrecía el capital.

Se profundizaba así la larga marcha de la izquierda hacia el individualismo, iniciada tímidamente por el sesentayochismo europeo y acelerada tras la debacle del «comunismo». O mejor dicho: hacia el individualismo narcisista y subjetivista propio del capitalismo contemporáneo (hay otros individualismos, ¡cómo no!, enteramente reivindicables; algunos de ellos, además, muy conscientes de las condiciones históricas y sociales que los hacen posibles, y por ello, lejos de ser anticolectivistas, como asume el libertarianismo, son defensores del tipo de comunidad colectiva que les permite florecer). De la gran ceguera hacia las libertades individuales que tanto daño hiciera en el pasado, se pasaba sin transiciones a la adopción de un individualismo mercantilizado y alienado como si fuera el último grito de la libertad. En paralelo, se abandonaba la fe irrestricta en las fuerzas de la razón y del progreso histórico (que siempre fue problemática, desde luego), para abrazar sin reparos, ni matices, nuevos y viejos irracionalismos; y para adoptar una visión crecientemente pesimista y catastrofista sobre el futuro. Cierta dosis, incluso importante, de pesimismo puede ser una mirada muy realista, a condición de no asumirla, como suele ser el caso, como cuestión de fe que no requiere mayor justificación empírica.

Mientras las izquierdas clásicas se autodestruían o languidecían en los márgenes de la vida política, una nueva izquierda posmoderna crecía jovial y despreocupada, festejando y disfrutando de las infinitas oportunidades ofrecidas por la sociedad hiper-mercantil. Se empezaba a gestar lo que ya es una realidad patente: el abandonado por una parte significativa de la izquierda de su compromiso con la verdad, con el materialismo, con la objetividad, con el universalismo, con los ideales de la Ilustración. Y también, desde luego, con el proletariado (tanto en su definición amplia como restringida). La izquierda, sobre todo en sus mayorías autopercibidas como «progresistas», es hoy en día fuertemente subjetivista, identitaria, esencialista, proclive al pensamiento mágico. Incluso muchas fuerzas de filiación marxista poco a poco parecen caer por esta pendiente. Cualquier doctrina religiosa o cualquier vinculación mágica puede ser aceptada sin críticas: basta con que provenga de una etnia oprimida. Cualquier dato empírico, indesmentible más allá de toda duda razonable, puede ser rechazado: alcanza con que sea subjetivamente incómodo. Afirmaciones absurdas o lisa y llanamente falsas pueden ser defendidas: es suficiente con que sean políticamente correctas. La lógica puede ser ignorada o pisoteada: ¿por qué respetar ese «invento occidental»? De la razonable y liberadora perspectiva de «lo personal es político» (con la que se procuraba mostrar los componentes históricos y sociales de la vida privada), se pasó a su contraparte paródica: «lo político es personal», con la que se ocluye toda dimensión histórica. La política deja de ser construcción colectiva para devenir pose personal y, de paso, se da rienda suelta a la cultura de la cancelación y al punitivismo (en nombre de buenas causas, eso sí; pero, ¿qué autoritarismo se privó de invocar alguna buena causa?).

Si la Ilustración significaba, en las célebres palabras de Kant, volvernos adultos, el auge del subjetivismo identitario entraña en buena medida un proceso de infantilización. Ya se han escrito libros enteros, de hecho, sobre la infantilización de las universidades: justamente el sitio en el que debería habitar la adultez y la razón. Por otra parte, la infantilización de los adultos ningún bien les hace a los niños. Pocos acontecimientos han mostrado una respuesta más adultocéntrica que la política dominante adoptada ante la pandemia, cuando los encerramos por semanas enteras, les inoculamos miedo, les dijimos que podían matar a sus abuelos, les prohibimos salir a jugar y los dejamos sin escuela y casi sin espacios de socialización entre pares, como muy bien mostraron Isabel Canales y Manuela Contreras en “Pandemia: Herodes al mando”, que publicamos recientemente en Kalewche.

En todo caso, que el mercado capitalista genere sujetos ensimismados, narcisistas, temerosos, eternamente insatisfechos, convencidos de que cada quien es súper especial y que es una ofensa analizar críticamente las emociones personales, resulta completamente lógico: un capitalismo desarrollado debe crear las subjetividades apropiadas para mantener la maquinaria en expansión. Lo que ya no es lógico es que quienes se consideran de izquierda celebren esas subjetividades.

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Al igual que nacionalismo no es lo mismo que identidad nacional, identitarismo no es lo mismo que identidad. El identitarismo es una concepción exacerbada de un fenómeno humano universal: tener una o varias identidades. El identitarismo consiste en colocar una identidad muy claramente por encima de las restantes (propias y ajenas), y erigirla en el centro de la vida personal y política. Cuando vemos una publicidad (da lo mismo que sea de un cosmético, de un vino o de una candidatura presidencial), lo primero que se nota es que la misma vende más identidad que otra cosa. No importan las cualidades intrínsecas del producto (casi nunca se mencionan): la clave es que ese perfume, ese vino o esa candidatura «sean como vos»: especiales como vos, solidarias como vos, inteligentes como vos… lo que sea, como vos. La industria de la publicidad de masas creó las condiciones históricas para la emergencia de la identidad como política y la política de la identidad. El capitalismo digital o de vigilancia llevó hasta extremos inauditos el culto a la individualidad y el identitarismo fragmentario y tribal. Al respecto cabría recordar lo que ya hace muchos años apuntara Eric Hobsbawm: que hasta los años 60 no había ningún uso político de la identidad (un término empleado en el campo de la psicología o de la lógica, no en el de la sociología o la política).2 Por supuesto: antes de eso la gente poseía identidad. La diferencia estriba en la importancia que se les da, y en cómo se las vive y piensa. No todo nacionalismo, por ejemplo, debe ser identitario. Y aunque se podría detectar componentes identitarios en el movimiento obrero y socialista clásico, ellos no eran los centrales: el objetivo último era la abolición de las clases, no su afirmación; sus anhelos eran universalistas, no particularistas; y los objetivos programáticos contaban mucho más que cualquier identidad.

Había, es cierto, atisbos de cierto identitarismo en las minorías o alteridades oprimidas que reaccionaban contra la injusta y humillante discriminación que sufrían, cuando afirmaban orgullosamente su identidad, esa identidad que las mayorías o los sectores hegemónicos condenaban o estigmatizaban en nombre de la moral, la religión, la patria, la tradición, la biología o la psiquiatría. Luego de mucho tiempo de haber internalizado la discriminación en forma de sentimientos de vergüenza y culpa, resultaba liberador y sanador dejar atrás todo complejo de inferioridad. Ya no se renegaba de lo que se era. Se asumía la propia identidad con pasión y convicción. Pero lo central de esta autoafirmación no era el autobombo cultural subjetivista-esencialista, sino la lucha política por la libertad e igualdad de tener y cultivar formas minoritarias o disidentes de pensar y sentir, de hacer y ser (étnicas, religiosas, racializadas, etarias, sexuales o de género, etc.), independientemente de cuál fuera su contenido específico concreto, algo que se consideraba secundario. Más que la identidad en sí, lo que se reclamaba y ponía en valor era el derecho a la identidad: el derecho a gozarla, a que los otros la respeten. Esto es muy claro, por ejemplo, en el movimiento afroamericano de Martin Luther King contra la segregación racial en los Estados Unidos de los años 50 y 60. El eje cardinal eran los derechos civiles (de ahí precisamente el nombre del movimiento, civil rights movement), no la negritud o identidad negra per se. Por supuesto que tanto Martin Luther King como sus seguidores se enorgullecían de ser Afroamericans descendientes de esclavos negros, muchos de los cuales habían militado en el abolicionismo, combatido por Lincoln y la Unión en la guerra de Secesión, y preservado buena parte de su cultura africana ancestral (a través de la tradición oral, la música, etc.). Pero ese orgullo no iba de la mano con ningún nacionalismo étnico, con ningún esencialismo. Estaban los Black Muslims, desde luego. Pero era un movimiento minoritario, y Malcolm X terminó rompiendo con él por considerar su credo una forma de racismo invertido, al descubrir en su peregrinación a La Meca que había muchos musulmanes que no eran negros: musulmanes árabes, turcos, europeos… ¿El Partido Pantera Negra? Había en su doctrina del Black Power y del Black Pride un componente identitarista, pero su radicalismo de izquierda –marxismo– lo mantuvo a raya. Hoy las cosas son diferentes: el capitalismo posmoderno ha destruido totalmente, a través del consumismo y la publicidad, los diques que contenían las tendencias identitaristas de las minorías oprimidas, en un contexto donde el auge del multiculturalismo y la caída del muro de Berlín anegaron el horizonte universalista alternativo del socialismo. Como muy bien lo vio Russell Jacoby, hay un vínculo estrecho entre la babélica proliferación multicultural de las últimas cuatro o cinco décadas –que tiene lugar, dicho sea de paso, sobre la base de prácticas económicas crecientemente uniformes e inequívocamente capitalistas– y el eclipse de la utopía.

Que buena parte de la izquierda se haya refugiado en las políticas de la identidad es comprensible. Pero que sea comprensible no quiere decir que sea justificable o defendible. Es comprensible porque el descalabro del socialismo real y la docilidad de los proletariados industriales obligaban a repensar muchas cosas. Ante un capitalismo que se había tornado definitivamente total, era seductor oponer infinitos particularismos. Y las justas causas de muchos otros colectivos oprimidos merecían dedicación (una dedicación que en el pasado había sido a veces, no siempre, escasa). Pero de la asunción de los problemas del socialismo no se deducía necesariamente su abandono; reconocer los límites de la razón no supone lógicamente abrazar irracionalismos; observar las tensiones de la Ilustración no entraña obligadamente echarse en manos de un romanticismo reaccionario; reconocer la importancia histórica de ciertas problemáticas no nos dice demasiado sobre la manera específica de abordarlas. Si con mayor o menor grado, con más o menos entusiasmo, casi todas las causas en las que la izquierda ha estado involucrada en los últimos años han terminado dominadas por alguna variante identitaria, ello es algo que tiene mucho más que ver con cierto «espíritu de los tiempos» que con alguna inteligencia colectiva. Un «espíritu de los tiempos», por lo demás, que puede ser perfectamente explicado por razones materiales. Digámoslo con cierta crudeza: el identitarismo es la subjetividad que mejor encaja con –y que deliberadamente genera– el capitalismo actual. Un capitalismo que ha convertido a la cultura en principalísimo target de consumo o nicho comercial. No hay nada de paradójico en ello: el capitalismo devenido en totalidad real (ya casi no quedan en pie ni resabios precapitalistas ni alternativas no capitalistas creíbles para las grandes masas) impulsa identidades particularistas y esencialmente emotivas, aunque no por casualidad solo superficialmente emocionales: son las más proclives a dejarse atrapar por un consumo histérico con el que se canalizan ansiedades sociales y se fomentan nichos de mercado. Hay un pequeño precio a pagar: una creciente polarización política. Pero se trata de una polarización completamente inofensiva para el sistema del capital. Se parece mucho más a las luchas regularmente violentas entre verdes y azules –dos equipos de carreras de carros que dominaron por siglos la vida política en Bizancio– que a las batallas entre alternativas en términos económicos, sociales y políticos radicalmente diferentes que conocimos en el siglo XX.

Sobre este suelo cultural, la izquierda autopercibida puede, con suerte, obtener efímeros éxitos electorales, sin mayor sustento para intentar ningún asalto a cualquiera de las fortalezas del sistema. Y el costo es altísimo: acentuar las bases culturales y las subjetividades que más favorecen al capital a largo plazo. Pensar en las derivas más probables de estas subjetividades cuando la crisis energética y ecológica se profundice es entre preocupante y desolador.

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En los últimos años, parece que estamos viviendo la repetición, en forma de farsa, de un viejo drama histórico. En los orígenes del moderno sistema mundial, los creadores de la izquierda política y el proletariado como fuerza social lucharon junto a la burguesía contra el absolutismo feudal. A veces con mayor autonomía, en ocasiones como furgón de cola. En todo caso, esos eran los tiempos del capitalismo naciente y, al menos desde una perspectiva marxista, cabía la esperanza de que, sobre las bases económico-tecnológicas (el mercado mundial y la gran industria) y sociopolíticas (el proletariado moderno y el movimiento obrero organizado) creadas por la propia burguesía, luchando contra ella se pudiera erigir una sociedad sin explotación, opresión ni alienación. Hoy, cuando vemos tantas energías izquierdistas derrochadas en la lucha contra la derecha conservadora (para lo cual se suele cerrar filas en todo tipo de coyunturas con la derecha progresista o liberal), cabría recordar, primero, que ya no hay ningún feudalismo: el desarrollo del capitalismo no viene a derrocar ningún antiguo sistema perimido. Segundo, que toda la puja actual entre derechas supuestas e izquierdas autopercibidas son pujas sin un horizonte más allá del capital. De hecho, ¿alguien que no esté ganado por alguna forma de subjetivismo identitario puede creer que el Partido Demócrata en EE.UU., el PSOE en España o el kirchnerismo en Argentina son de izquierda en algún sentido clásico o al menos significativo? Y tercero, que el desarrollo del capitalismo se ha vuelto ecológicamente desmesurado y demencial; lo cual obliga a frenar su desarrollo. Eso entraña, por un lado, que parece muy razonable una revolución anticapitalista; pero, por el otro, también implica que hay que atender a algunas críticas conservadoras. Si el progreso capitalista es catastrófico, entonces una parte del conservadurismo puede que no sea tan mala, en tanto que no todo es oro en el reluciente progresismo. Terry Eagleton lo vio muy bien cuando postuló que el socialismo debía ser considerado como un refugio ante los vendavales generados por el capital.

Pero, para poder pensar todas estas cosas; o mejor, para poder pensar, a secas, es imprescindible parar la pelota. Apartarse de la vorágine virtual. Tener disposición a salir de los tramposos maniqueísmos: tanto criticar binarismos de todo tipo, para recaer en groseras simplificaciones maniqueas, ¡ay! Quitarnos de encima la intelectualmente opresiva losa de lo «políticamente correcto». Considerar en serio que no todo es lo que parece, y que el enemigo bien podría estar asaltándonos por la espalda, e incluso desde dentro.

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Un venerable ideal filosófico –retomado, mas no creado por la Ilustración y por las izquierdas clásicas– es el de plenitud. Una vida plena. El capitalismo nos ofrece lo contrario, pero nos genera una perenne ilusión de plenitud. Y el capitalismo digital potencia esto en varios órdenes de magnitud. La sociedad que ha erigido a la felicidad en objetivo ineludible genera en realidad las personas más ansiosas, estresadas, infelices de las que tengamos registro antropológico. Rodeados de tecnologías majestuosas, somos crecientemente superficiales. Los razonamientos del promedio humano actual son tan planos como las pantallas de sus móviles. Sus sentimientos parecen estar a flor de piel. Pero carecen también de profundidad y densidad. Se alimentan de likes y emoticones.

Lo que nos ofrece el capitalismo contemporáneo es planitud, no plenitud.

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Una izquierda que ha resistido poco y mal la planitud imperante mal podría cambiar el mundo, al menos para mejor. La situación es dramática. Pero, por mucho que la cultura subjetivista e individualista nos haga creer que todo empieza y termina con nosotros, un poco de perspectiva histórica puede ofrecernos algo de tranquilidad existencial y un poco de orientación intelectual y política.

Hoy, cuando tantos y tantas abandonan toda criticidad y mesura analítica combatiendo contra un fascismo imaginario, conviene repasar, leer y releer, las palabras de Bobbio –quien combatió al fascismo real– que citaré a continuación. Sin un compromiso profundo con el marxismo tras la Liberación, escribió:

“Habríamos buscado un puerto de refugio en la vida interior o bien nos habríamos colocado al servicio de los amos. Pero, entre quienes nos salvamos de estos dos destinos, sólo unos pocos conservamos una pequeña bolsa en la que, antes de lanzarnos al mar, guardamos, para preservarlos, los frutos más saludables de la tradición intelectual europea, el valor de la investigación, el fermento de la duda, la disposición al diálogo, espíritu de crítica, moderación en el juicio, rigor filológico, sentido de la complejidad de las cosas. Muchos, demasiados, se privaron de este bagaje: lo abandonaron, por considerarlo un peso inútil, o bien jamás contaron con él, pues se lanzaron al agua antes de haberlo adquirido. No se los reprocho, pero prefiero otras compañías. De hecho, sospecho que estas compañías se hallan destinadas a crecer a medida que los años aporten sabiduría y los acontecimientos arrojen nueva luz sobre las cosas”.3

En esta última previsión, Norberto Bobbio se equivocó. El pensamiento crítico se halla en pésimo estado, no importa cuántas veces se invoque en vano a la Diosa Crítica. En lo que no se equivocó, ni un poquito, es en la necesidad de llevar en nuestras mochilas, y plantar doquiera, esos “frutos saludables”. Que –cabría aclarar– no son sólo de la tradición europea, aunque de ella lo sean también.

Ariel Petruccelli



NOTAS

1 Carta de Norberto Bobbio a Perry Anderson, 15 de marzo de 1989, reproducida en Perry Anderson; Norberto Bobbio y Umberto Cerroni, Socialismo, liberalismo, socialismo liberal. Caracas, Nueva Sociedad, 1993, p. 97.

2 Eric Hobsbawm, “La izquierda y la política de la identidad”. En New Left Review, edición en castellano, n° 0, 2000.

3 Norberto Bobbio, Politica e cultura. Turín, G. Einaudi, 1955, pp. 281-282. Cit. por Perry Anderson, Campos de batalla. Barcelona, Anagrama, 1998, p. 142.