Ilustración: The Void of Ignorance (2020), de Konna Fi. Fuente: www.artmajeur.com



Nota.— En el artículo que publicamos a continuación, el intelectual argentino Roberto Follari (UNCuyo) expone sintéticamente algunos de los dilemas que atraviesan al campo de la epistemología en estos tiempos convulsos. Su perspectiva general, que compartimos, apunta a la necesidad de defender una práctica científica rigurosa frente a los actuales embates irracionalistas y románticos de diferente signo, como el posmodernismo y el giro decolonial.
Debemos manifestar, sin embargo, nuestra distancia respecto de algunas de sus afirmaciones iniciales –coyunturales, más que estrictamente epistemológicas– referidas a la pandemia de covid-19. Lejos de ver en lo actuado una manifestación de la ciencia crítica, pensamos que la respuesta dominante se basó en una asunción cuasi religiosa de la ciencia, implantando medidas que no gozaban del respaldo científico que reclamaban sus propugnadores. Dos miembros del Colectivo Kalewche han publicado un libro que se titula, precisamente, Una pandemia sin ciencia ni ética (véase nuestra reseña), y hemos dedicado numerosos textos –principalmente en nuestra sección Escorbuto– a analizar críticamente lo actuado por las autoridades durante la crisis.
Pero al margen de esta diferencia puntual con la perspectiva de Follari, hallamos sugerente su escrito y acordamos fuertemente con sus planteos más específicamente epistemológicos. También compartimos sus preocupaciones más netamente políticas respecto a la deriva identitarista y «desmaterializante» en la agenda progresista y de izquierda; deriva responsable, en gran medida, del éxito popular y electoral de las nuevas derechas, no solo en Argentina sino a nivel mundial.
Nuestra profunda gratitud con Roberto, por su valiosa contribución a nuestra sección de teoría Kamal, que esperamos sea solo la primera. Para más precisiones sobre su trayectoria académica, léase la noticia biográfica en la sección Autores.



Algunos universitarios participamos en los años noventa de la discusión sobre lo posmoderno: y cualquiera fuera la posición que se ocupó en aquel debate, sin dudas que hoy aquello de que se hablaba un poco confusamente, se ha plasmado en las “nuevas formas de la subjetividad”. En parte por el establecimiento de las nuevas tecnologías de la comunicación (primero TV satelital, luego Internet, finalmente los smartphones, todo ello hoy conjuntado), y en parte por el agotamiento de las promesas de la modernidad (un mundo conciliado, el progreso permanente o la revolución socialista), estamos en modos renovados de concebir la relación con el tiempo, el espacio, la política, las ciencias y las ideologías.

Tamaño proceso, por supuesto, no puede ser abarcado en este solo artículo, ni en varios. Se requeriría varios anaqueles de una biblioteca. Pero lo que no puede negarse es que estamos muy lejos de aquel tiempo en que el progreso de la ciencia era tomado por obvio, y el de la razón, en general, también. Creencia que, en algunos casos, iba unida a la promesa de la revolución social. Esta última tiene su propio periplo y nunca deja de ser una posibilidad, aunque hoy no cercana. Pero también la ciencia ha perdido pregnancia; una actividad sobre la cual solía haber una especie de acuerdo a priori, una cierta aceptación universal.

¿Cuáles son las causas de esta caída? Una, es la imposibilidad de un mundo conciliado, sin guerras, hambrunas, calamidades climáticas. Ello no puede acaecer, pero formó parte del imaginario colectivo durante muchos siglos (primero con la religión, luego con la Ilustración): una especie de armonía preestablecida entre los sujetos personales y la sociedad, y entre esta última y la Naturaleza. Pero el proyecto antropocéntrico propio de la modernidad –del cual la ciencia fue núcleo decisivo– pensaba al planeta todo como un recurso a mano de la intencionalidad humana, como «puesto al servicio» de los seres humanos. Hemos crecido y vivido dentro de esa concepción ya naturalizada: muchos de nosotros comemos carne proveniente de la muerte de vacunos, de porcinos o de aves, y lo hacemos sin ninguna hesitación en torno del origen vivo de eso que se transformó en «producto». Si un niño pregunta de pronto si hubo que matar al animal para que se lo pueda estar comiendo –tal como fui testigo hace poco– nos deja en estado confusional: hay que decirles que sí y –ya desnaturalizada la situación– advertir que el infante se sorprende no sólo de nuestra decisión alimentaria, sino también de la tranquilidad con la cual la asumimos.

La crisis ambiental del planeta –expresada últimamente en toda clase de inusuales problemas originados en el clima como incendios, inundaciones, sequías– ha traído como consecuencia cierta desconfianza en la ciencia que, junto a la técnica que le está fuertemente asociada, han resultado centrales para la construcción de la Naturaleza como puro instrumento en manos de los seres humanos, con las consecuencias que hoy se hacen patentes, y que tienden a agravarse.

Aunque también es cierto que la pandemia dio ocasión para que la ciencia mostrara su mejor cara, al servicio de la humanidad: la producción pronta de vacunas, que pudieron probarse sólo mínimamente antes de empezar a ser inoculadas de manera masiva, es lo que impidió una devastación generalizada a nivel mundial. Murieron alrededor de 6,3 millones de personas por el contagio, pero resultó un número que –sabiendo el dolor imposible de resarcir para quienes amaron a cada una de estas personas, de las que casi todos hemos conocido a alguna/s– pudo haber sido enormemente mayor. La ciencia nos salvó de una desolación aún mucho más generalizada. Y, sin embargo, no sólo no ha habido buen resultado para los gobiernos que hicieron gestión eficaz de los cuidados casi en ninguna parte, sino que también hay una especie de amnesia compensatoria que a todos nos ha llevado a olvidar lo peor del sufrimiento, el tiempo en que aún no había vacunas y no sabíamos bien qué es lo que nos podía contagiar.

Este olvido de la pandemia ha sido también olvido de lo que la ciencia aportó para atenuarla y superarla. Y, por el contrario, han quedado presentes los grupos que se opusieron a las vacunas, con objeciones fundadas o absurdas: que no tienen garantías, que puede crecernos una joroba, que las de Rusia traen el chip del comunismo. Lo cierto es que vimos allí la punta del iceberg de las nuevas derechas, hoy muy vigentes en Argentina, a través de la quema de barbijos en el Obelisco y el aborrecimiento de la cuarentena. De la cuarentena argentina llegó a decirse que fue la más larga del mundo; e incluso se obtuvo favor político en ignorarla, para hacer concurrir los niños a las escuelas con el peligro correspondiente.

De tal manera, el prestigio de la ciencia ha sido en parte horadado por las nuevas condiciones históricas y políticas. Ello, sin dudas, se expresa también en el plano de la filosofía de la ciencia, y en el de la epistemología (que puede usarse como sinónimo de esa filosofía, pero hoy suele plantearse con un sentido más difuso y general).

Así y todo, la desconfianza en la ciencia es lo que prevalece. Y como consecuencia, hay un debilitamiento de los debates epistemológicos. Si el conocimiento, objeto de análisis de la epistemología, ha sido puesto en sospecha o en rechazo, la sistematización epistemológica –que surgió inicialmente como una especie de normativa respecto de ese conocimiento para garantizar su objetividad– también ha disminuido, no sólo en su llegada e interés, sino también en su producción y asignación de importancia.

Lo dicho debe entenderse como tendencial, no como absoluto: de ninguna manera la epistemología ha desaparecido de la discusión académica. Pero es cierto que ha perdido peso relativo, en virtud del tecnocratismo creciente, por una parte (que descree de la ciencia, excepto en cuanto a su aplicación pragmática); y, por otra, en virtud del eclipse de la razón, que empezó a insinuarse hace cuatro décadas, y que hoy se expresa con mayor evidencia.

Ello no significa que dejen de existir debates. Pero es un rasgo muy elocuente que ahora ya no hay autores clave, como los hubo hasta medio siglo atrás. Todavía hoy, se sigue discutiendo sobre la obra de Carnap, Popper, Kuhn, Feyerabend, Piaget o Lakatos. En cambio, no existen hoy nuevas figuras que tengan ese fuste, quizá porque la noción de «prueba» científica, que tanto se discutió en los inicios, está ya obsoleta –al menos en sus pretensiones más duras–; y porque la inducción ya ha sido abandonada, y nadie discute ahora que la ciencia es básicamente deductiva, o en todo caso, jamás carente de supuestos.

Por ello, un núcleo de temáticas actuales surge de establecer una relación entre autores diferentes, que pudieran –por ejemplo– compartir algún tipo de estilo epistemológico. Paralelos entre las obras de Popper y Bachelard, o entre este último y Kuhn, donde puedan advertirse aspectos en común. Por ejemplo, el racionalismo y la noción de «conocimiento objetivo» en los dos primeros, el neokantismo y el conocimiento como constructo colectivo en Kuhn y Bachelard. Sin dudas que hay todavía mucho por trabajar sobre el legado de estas figuras del «momento de oro» de la filosofía de la ciencia.

También han aparecido controversias prolongadas sobre cuestiones de difícil resolución, y, a la vez, pertinentes para muchos campos, como es la de inconmensurabilidad en Kuhn. Estas pueden servir para pensar la discusión inter-ideológica, así como las formas de convencer o persuadir a quien piensa diferente: acápite que, por supuesto, es siempre de primera importancia en la política, la religión, la publicidad, etc.

Otro punto es el de los conceptos que atañen a las perspectivas simbólico-culturales de una sociedad en su conjunto, y su relación con acuerdos colectivos menos universales. Los primeros fueron pensados por Foucault como epistemes sucesivas de la historia occidental. Autores que trabajan hoy con la obra de Piaget hablan de “marco epistémico” para una noción de parecida generalidad, pero, en su caso, especialmente referida a la orientación del pensamiento científico; y la relacionan con la noción más acotada de “paradigma” en Kuhn, que se limita al marco de conceptos que se dan en una sola disciplina, durante un período histórico determinado.

He mostrado algunos de los temas que se abordan hoy desde la filosofía respecto al conocimiento científico en general. También están aquellos que remiten a las disciplinas sobre lo social. Al respecto, sin dudas, es central la cuestión de la inercia del pensamiento (el de la izquierda y el progresismo resulta destacable, por ejemplo, frente a la emergencia de las nuevas derechas). El problema del cambio en el esquema de referencia es, sin dudas, fundamental: la resistencia que conlleva la ideología a la hora de asumir nuevos repertorios conduce a repetir viejas soluciones para nuevos problemas.

También se advierte –en todas las disciplinas, no solo en las sociales– cierta «historización» de espacios que se supo tomar por naturales o universales, como la lógica. La postura «antiexcepcionalista» entiende que esta es una ciencia más, y que –por tanto– hay allí teorías diversas y alternativas, a menudo sucesivas. Hace poco ha reaccionado Kripke –a quien por su objetivismo se lo ha calificado de “esencialista”– señalando que hay problemas para la adopción de esa teoría que está implicada en la posición referida. Y que, por tanto, los antiexcepcionalistas estarían descaminados. Como se ve, incluso la lógica quedaría hoy sometida a un fuerte pluralismo de posiciones, esa condición muy propia de esta época.

Pero sin dudas, a lo que asistimos más intensamente ahora, es a una devaluación de la epistemología, dado el uso cada vez más generalizado, confuso y variado que se hace de dicha nominación.

Estamos en épocas en que lo identitario se ha impuesto por sobre lo material, a la hora de las reivindicaciones que se plantean desde el progresismo hegemónico. Siguiendo a Jameson –pero con palabras que no son suyas–, podría hablarse de una especie de economía política del olvido de lo material. La abstracción en el pensamiento, decía Sohn Rethel, es fruto de la abstracción en lo real/económico (la mercancía): y lo decía cuando sólo existía el dinero como representación de valor, y la composición del capital se ligaba fuertemente a lo industrial. Hoy, con el capital centrado en lo financiero, la materialidad cede a la hora de su matematización abstracta como valorización dineraria: el dinero hace más dinero que la producción material. Esto lleva la abstracción –mediada para cada sujeto, ahora, por tarjetas de crédito, letras, bonos, etc.– bastante más lejos en el terreno de la indeterminación y la vaguedad. Desde allí, y con esa predominancia de lo simbólico por sobre lo material, es fácil entender la prelación de las reivindicaciones étnicas y de género por sobre las laborales que vemos en los últimos tiempos, con la consiguiente pérdida de arraigo popular de los progresismos, muy evidente en algunas elecciones recientes en nuestra región y nuestro país.

Lo cierto es que este «auge de la diversidad» (étnica, de género) ha dado lugar a un progresivo reemplazo del marxismo en el análisis de lo social, con el consiguiente abandono de las nociones ligadas a alguna forma de conocimiento objetivo, o propia de algún gran bloque social, como es el de clases. Se establecen diversos modos del perspectivismo: el conocimiento vale según el sujeto subordinado que lo plantea, ya sean mujeres, homosexuales, indígenas, negros, etc.

Esto conlleva no pocos problemas desde el punto de vista político. No por casualidad ha aparecido una rara avis del pensamiento como es Diego Fusaro, autor italiano que se asume marxista y gramsciano, a la vez que conservador en temas culturales contra el progresismo vigente: es nacionalista contra el cosmopolitismo, defensor de la familia y las sexualidades «tradicionales» frente a los planteos de los feminismos y las diversidades, recusa la defensa de minorías al entenderla como impropia de una posición a favor de lo popular. Sin dudas que queda atrapado en un juego de oposiciones con ese progresismo de las identidades, pero lleva a pensar que algo está fallando en las derivas identitarias de las izquierdas de las últimas décadas.

Lo cierto es que ahora se plantea, aunque con cierta desaprensión por la precisión, que hay toda clase de presuntas epistemologías alternativas. Hay epistemologías feministas, epistemologías que reordenan la visión del mundo según la de grupos étnicos como los indígenas, y así siguiendo. La proliferación es extrema, y la falta de precisión en el uso del término, llamativa.

Lo epistemológico es un discurso trans-teórico, de segundo nivel respecto al conocimiento. Implica un conocer sobre el conocer. Lo cual es muy propio de Occidente, y quizás, en términos nietzscheanos, un síntoma del resentimiento de los académicos. Pero por eso mismo, por lo «retorcido» del gesto de pensar sobre el pensamiento y conocer sobre el conocimiento, es que no cualquier modo del saber es una epistemología. Pero suele afirmarse que, si se piensa desde una postura de género, estaríamos ante una “epistemología de género”, aunque pudiera tratarse más bien de un saber de género, o un conocimiento de género. El cual podrá remitir a algún supuesto epistemológico, pero no a una epistemología en sentido estricto, a una serie de desarrollos sistemáticos sobre las características de ese conocimiento.

Más flagrante es el caso de las pretendidas epistemologías otras, difundidas por los exitosos autores decoloniales. Allí se supone que los indígenas hablan por la voz de los autores, y que ellos detentaban epistemologías diferentes de la occidental. Y, sin dudas, su concepción era otra: y constituía una episteme, pero no una epistemología. Atribuir al pensamiento indígena un metaconocimiento acerca de su propia concepción del mundo, es pretender que ellos pensaban en términos similares a los que Occidente desarrolló desde los tiempos de Descartes.

En todo caso, si hay quienes entienden que en esos casos hay epistemologías, asumamos que ni remotamente alcanzan el peso, la envergadura y el detalle de la epistemología por lejos más desarrollada, que es la desplegada en la filosofía de la ciencia. Y también, advirtamos que no se miden con la misma: simplemente la dan por eludida, o por superada.

Nociones como la de interseccionalidad (Hill Collins) desagregan el sujeto femenil según clase social y raza. Y si bien pueden así hacer más fecunda la idea de defensa del género como defensa de derechos vulnerados, seccionan a la vez el sujeto de la mirada, cuyo perspectivismo anti-objetividad se rompe como espejo en múltiples fragmentos sociales diferenciales, cada uno de los cuales dará lugar a una subjetividad –y una consiguiente mirada– diversa.

En fin: vivimos en la época de las mil epistemologías, y de casi ninguna que merezca el nombre de tal. La concepción del mundo de los incas fue eso, una concepción, una cosmovisión, no una epistemología. Los saberes prácticos de los sujetos son saberes, no epistemologías. Existen diversos desarrollos de teoría, pero no de teoría sobre la teoría: y ellos no son una epistemología que pueda dar razón de las condiciones de validez de los enunciados (sin limitarlos a su valor exclusivamente ético o político).

Es hora de recuperar la importancia de la ciencia: no para fetichizarla, pero sí para advertir que los ataques a ella provienen principalmente de las nuevas derechas portadoras de un irracionalismo militante. Estas se asientan en la lucha contra los progresismos vigentes, con fuerte acento contra los feminismos, los cuales pueden dar lugar a posiciones polémicas, pero de ningún modo oscurantistas. De tal modo, la razón exige de nuevo ser reivindicada, y la ciencia es uno de los logros más preciados de esa razón. Así, el embate contra la modernidad no debiera arrasar con aquello que nos permite entender de mejor modo el universo, y combatir contra el prejuicio anticientífico que acompaña a varias de las postulaciones de las nuevas derechas.

Roberto Follari