Oh niñez, paraíso perdido, aurea aetas de la imaginación libérrima y fecunda, «edad de oro» donde revoloteaban y florecían las ilusiones más inocentes y las fantasías más apasionadas, sin las limitaciones realistas o escépticas de la razón madura, sin los condicionamientos de la sensatez y la mesura asociadas a la adultez. ¿Qué hacemos con nuestra infancia cuando cronológicamente se termina, cuando llegamos a la mayoría de edad? ¿La perpetuamos desesperadamente, bobaliconamente, fingiendo que nada ha cambiado en el fondo y que todo debe seguir más o menos igual, en una actitud negacionista cerril? ¿O nos apresuramos a firmar con desprecio –o vergüenza– su acta de defunción, y la enterramos tan abajo como seamos capaces de hacerlo, para olvidarla totalmente o recordarla lo menos posible? ¿Seremos como Don Fulgencio, aquel popular personaje de la historieta argentina creado por Lino Palacio, apodado “el hombre que no tuvo infancia” porque no había podido –o querido– evitar que su «niño interior» se apoderara de su adulto exterior? ¿O seremos como el papá de Lizzy en la película animada de Disney Tinker Bell: hadas al rescate, un científico que adolecía de un exceso patológico de «adultismo racionalista» en su psiquis?
La disyuntiva es tan vieja como falsa (o, cuando menos, carente de matices que den cuenta de su complejidad). Ya Nietzsche, por ejemplo, nos advertía que “la madurez del hombre adulto” –se trata de un aforismo muy célebre de Más allá del bien y del mal– “significa haber reencontrado la seriedad que de niño tenía al jugar”. Por su parte, el psicólogo, crítico literario y pensador español Rafael Llopis, en un pregnante ensayo injustamente ignorado u olvidado que escribiera como prólogo a un libro de relatos de terror de Howard Philips Lovecraft traducidos al castellano (y que rescatamos para la sección Kamal de Kalewche hace tiempo)1, decía:
“Piscológicamente, el paraíso perdido es un arquetipo o, mejor dicho, […] un arquetipo arquetipante o modalidad vivencial arcaica. Como todas las estructuras psíquicas primitivas, tales imágenes acaso no sean tan hereditarias como reaprendidas por cada individuo en su primera infancia. Sea como fuere, en ella ha quedado acuñada una estructura ideo-afectiva primitiva que corresponde a nuestro modo infantil, emocional y antropocéntrico de percibir el mundo.
Cuando éramos niños tampoco conocíamos diferencia entre lo subjetivo y lo objetivo. La fantasía –amable o terrible– teñía toda la realidad. La realidad era toda fantástica. El Yo –inconsciente– también se hallaba desparramado por el mundo. El mundo era Yo. Más tarde aprendimos a separar –nos enseñaron a separar, haciéndonos recorrer en pocos años el camino evolutivo de la humanidad– y sentimos el dolor del desgarro. Las estructuras neurológicas arquetipantes y las estructuras ideo-afectivas arquetipadas quedaron reprimidas a nivel individual. Se convirtieron en objeto de nostalgia. Su vago recuerdo se mitificó: ya no somos todopoderosos, pero lo fuimos entonces. El milagro, la experiencia directa de lo numinoso, ya no existen en la vida, pero entonces existieron. Ya no tenemos acceso a planos místicos ni a dimensiones paralelas, pero entonces lo tuvimos.
Nunca queda claro dónde se sitúa este entonces, y el mundo numinoso primitivo se mezcla así inextricablemente con el de nuestra propia infancia individual.
Para Lovecraft todo es lo mismo: ¿infancia?, ¿paraíso?, ¿infierno? ¡Qué más da el nombre! Hasta el infierno es paraíso, pues el retorno a los terrores de su infancia supone para él, ante todo, un retorno a su infancia. Y sabido es que Lovecraft fue siempre un niño-hombre que vivía de sueños, y que estos sueños, en el fondo, le remitían siempre a la edad dorada en que su pensamiento era todopoderoso, y él se hallaba cómodamente acogido en el mundo cóncavo y cálido de la madre”.
La niñez como edad de oro, la infancia como paraíso perdido. Nostalgia por aquel tiempo lejano y primigenio donde la imaginación y la inocencia eran todavía omnipotentes, donde las pasiones y fantasías no habían sido aún disciplinadas por el temperado raciocinio del homo adultus. No se trata de idealizar o romantizar la niñez, sino de comprender y asumir que el tránsito a la adultez sin duda conlleva beneficios (desarrollo intelectual y afectivo, básicamente), pero también perjuicios no menores. Ganamos y perdemos a la vez, en distintas facetas. La realidad es compleja y paradojal. En nuestras vidas humanas, la infancia y la madurez son como una frazada corta en invierno: si nos tapamos hasta el pecho, dejamos al descubierto los pies; y si nos abrigamos bien los pies, dejamos expuesto el pecho al aire frío de la noche. Difícil equilibrio, pero no imposible.
Llopis supo encontrarlo, al menos en la esfera de la teoría, donde siempre es más sencillo –en cierto modo– defender ideas claras y distintas. Entre los extremos del “irracionalismo primitivo” y el “racionalismo mecanicista”, planteó un término medio conciliador y superador: el “racionalismo maduro”. La persona adulta, en medio de la inclemente y angustiosa orfandad onto-antropológica de la separateness o «separatidad» –en palabras de Erich Fromm–, en medio de la tempestad escéptico-realista del Entzauberung der Welt o «desencantamiento del mundo» –al decir de Max Weber–, se aferra con uñas y dientes al arte, a la experiencia estética, a la ficción en general y a la fantasía en particular, a la willing suspension of disbelief o «suspensión voluntaria de la incredulidad» (imposible no citar a Samuel Taylor Coleridge), como única tabla de salvación que nos permite conservar lo numinoso-infantil, el consuelo o alivio del mito y la magia, sin consumar una traición en toda regla a la racionalidad moderna, sin incurrir en una regresión absoluta al atavismo primordial. La euporía a la aporía de la condición humana, al absurdo de nuestra existencia desgarrada entre la razón sedienta de sentido y el sinsentido ínsito del universo, ya no puede ser la fe del teólogo, ni mucho menos la fe del carbonero (Camus lo explicó muy bien en El mito de Sísifo). Pero sí puede serlo el arte. Algo así como un retorno al paraíso numinoso de la niñez, pero por la vía estética, no por la vía religiosa. La vía estética es el largo y arduo camino del humanismo radical; la vía religiosa, un falso atajo de alienación, tal como lo entendían Feuerbach y Marx.
No sé si el artífice de Edad Media soñada, el libro que aquí reseñamos con tanto placer, estaría de acuerdo conmigo en estas disquisiciones filosóficas, ni si le parecerían sensatas, pertinentes u oportunas. Empero, desde mi punto de vista, creo firmemente que su obra podría ser invocada, con toda legitimidad, como un magnífico ejemplo de racionalismo maduro, por razones que habremos de examinar en breve.
* * *
Hablemos antes del autor, el español José Miguel García de Fórmica-Corsi. Nuestro público ya lo conoce. Publicamos varios textos suyos en Kalewche y Corsario Rojo: dos artículos sobre Salgari2 y una crítica cinematográfica del Napoleón de Ridley Scott3.
En la pestaña Autores de nuestra página web, hay una breve noticia biográfica acerca de él, que redactamos con su ayuda. Dice así: “Nació en Málaga, Andalucía, en 1969. Es licenciado en Geografía e Historia, en la hoy desaparecida especialidad de Historia Medieval, por la Universidad de Málaga. Trabaja como profesor de Historia en el IES Jacaranda de Churriana, sito en su ciudad natal. Ha publicado estudios sobre literatura y cine fantásticos en la revista especializada Delirio, y colabora habitualmente en las revistas digitales Homonosapiens y Café Montaigne, así como en el blog literario Recuerda que has leído. Es autor del blog La mano del extranjero, dedicado a la reflexión y difusión de la ficción en la literatura, el cine y el tebeo, sin desdeñar el arte o la filosofía, puesto que considera que la creación humana no debe ser contenida por estrechos límites o reductores catálogos. En dicho blog, por tanto, reivindica que las obras que nos hacen gozar pueden pertenecer a cualquier medio, género o autor sin necesidad de etiquetas, de Dostoyevski a Julio Verne, de la literatura existencialista al cómic de superhéroes, de los poemas artúricos al cine japonés”.
En la nota de presentación a “Napoleón, de Ridley Scott. Una crítica cinematográfica”, artículo que vio la luz en diciembre del año pasado, compartimos algunas apreciaciones que consideramos conveniente recuperar aquí:
“José Miguel es un comentarista singularmente erudito, perspicaz y prolífico, dotado de una pluma elegante pero sobria, sin floreos ni circunloquios. Su claridad y amenidad expositivas son envidiables, y en ellas se hace evidente su vocación y experiencia como profesor: es muy didáctico, en el buen sentido de la palabra (sin didactismo). Su blog, La mano del extranjero,4 es una mina de oro. Acaso se trate del mayor reservorio que existe en lengua castellana –por la calidad, cantidad y variedad de publicaciones– en el rubro de la crítica literaria, cinematográfica e historietística.
Hay otros aspectos notables en la producción intelectual de nuestro autor. Primero, su ensayística está en las antípodas del academicismo posmoderno: es profundamente exotérica, sanamente divulgativa (¡nada de experticia y jerga abstrusas para la secta de colegas!). Segundo, es polímata, generalista, en las antípodas de esa estulticia beocia que Ortega y Gasset llamó ‘barbarie del especialismo’. Tercero, no se conforma con la descripción: contextualiza, explica, relaciona, compara, opina, juzga. Cuarto, es original y libérrima, sin taras o ataduras de estandarización, en lo que hace al modo de escribir. Quinto, nada a contracorriente de toda la cháchara teórico-especulativa del posmodernismo, cultivando una racionalidad analítica y reflexiva siempre rigurosa, con los pies sobre la tierra, abundante en datos, sólida en argumentos. Y sexto, logra un balance perfecto –dificilísimo y rarísimo– entre lo culto y lo popular, sin caer ni en el elitismo intelectualista ni en la vulgaridad demagógica. Ninguna ficción de la literatura, el cine y el cómic le resulta ajena, y todas las comenta tomándoselas muy en serio, sin condenas lapidarias ni sermones arrogantes de buen gusto o paternalismo político. Todas, sí: desde las cumbres olímpicas de un Joyce, un Borges o un Kafka, hasta los llanos más pasatistas –o menos pretenciosos– de la cultura de masas.”
En aquella oportunidad, también habíamos anticipado: “El año próximo, a la vuelta de las vacaciones del verano austral, reseñaremos para Kalewche su libro Edad Media soñada: la imagen del Medievo en la ficción (Málaga, Algorfa, 2020)”. Lo prometido es deuda. Con alguna demora, eso sí, pues nuestro plan original era tener lista la recensión para la primera quincena de febrero. Pero nunca es tarde para difundir un buen libro, para incitar a su lectura. Sepan disculparnos, autor y lectores, por la tardanza.
* * *
Si la Antigüedad clásica había sido la aurea aetas del Renacimiento y la Ilustración, la Edad Media fue la edad dorada del Romanticismo. ¡Qué duda cabe! Movilizados por su proverbial sensibilidad pasional, por su nostálgica vocación de anticuarios, por su regodeo etimológico y filológico con la lengua y la literatura ancestrales, por su fascinación –entre decadentista y erudita– con las ruinas abandonadas y los pergaminos perdidos, por su febril amor patriótico o localista hacia el folclore, por su hambre insaciable de leyendas y tradiciones inmemoriales en las que creían descubrir –cual cabalistas o alquimistas de la cultura– la fórmula secreta o quintaesencia del Volksgeist, los escritores y artistas románticos se lanzaron a la búsqueda del Medioevo. Su búsqueda tuvo mucho de invención, quizás más de recreación subjetiva que de reconstrucción objetiva, pero no sacrificaron totalmente la veracidad, como a veces se les reprocha con ligereza. Querían, necesitaban, un pasado histórico más «dionisíaco» y menos «apolíneo» que el de la civilización grecorromana. Un pasado con más misterios atávicos y menos luminarias racionales, aunque hubo de todo en ambas edades (permítaseme simplificar un poco a Nietzsche, sin falsearlo).
Los románticos idealizaron, pues, los tiempos medievales: los reinos románico-germánicos nacidos de las invasiones bárbaras, la ruralidad feudal del vasallaje y los señoríos, la sociedad de los tres órdenes, la Cristiandad celta, las abadías y las catedrales góticas, el Camino de Santiago, los caballeros con armaduras y los castillos con almenas, las justas y los torneos, el amor cortés, los trovadores y juglares, el emperador Carlomagno y la dinastía de los Otones, el cataclismo de las invasiones vikingas y mongolas, las conquistas árabes y la expansión meteórica del Islam por el Mediterráneo, las Cruzadas a Tierra Santa, el esplendor cultural de Al-Ándalus, la herejía cátara, el rey taumaturgo San Luis, la epopeya y tragedia de Juana de Arco, la Reconquista española, el campesinado preindustrial, los mercaderes y artesanos de los burgos, las comunas italianas… Todo eso acompañado, por supuesto, del folclore medieval: leyendas, romances, cantares de gesta, etc. Sigfrido, Rolando, el rey Arturo, el Cid Campeador, Robin Hood, Federico Barbarroja…
Este retorno comunitario a la Edad Media que impulsó el romanticismo guarda un paralelismo evidente con el retorno individual a la infancia, y encierra las mismas potencialidades sanadoras y los mismos riesgos patológicos. En efecto, el irracionalismo del Sturm und Drang fue una reacción al racionalismo de las Luces, al racionalismo iluminista. Tanto el irracionalismo romántico decimonónico (brotó en las postrimerías del siglo XVIII, pero floreció en el XIX), como el racionalismo ilustrado dieciochesco, cayeron en excesos, se pasaron de rosca en lo que afirmaban y en lo que negaban. Pero también tuvieron ambos expresiones más equilibradas.
Del mismo modo, el medievalismo que nos propone García de Fórmica-Corsi en su libro Edad Media soñada es un medievalismo perfectamente equilibrado, sabiamente moderado. Lo es porque logra amalgamar, en su exacta y justa medida, la pasión romántica del «niño interior» con la razón crítica del «adulto exterior». Allí radica, a nuestro entender, la clave secreta de su grandeza. La ficción medievalista es rescatada, comentada, desmenuzada, experimentada, disfrutada, divulgada, homenajeada, celebrada, sentipensada… pero con criticidad. No se trata de un libro superficial y complaciente para el fandom medievalista. Se trata de un libro erudito, sesudo y riguroso, escrito para un público mucho más amplio que una subcultura o una tribu urbana de la sociedad de masas. Nada más y nada menos que un libro de crítica literaria y artística, en el sentido estricto del término: analizar y juzgar obras de arte, tanto en el campo de las letras como de otras esferas de la creación estética. Hablamos, por supuesto, de la crítica que hace el crítico –es decir, la crítica fundada y razonada–, no de la «crítica» –maledicencia o vituperación– que hace el criticón.
* * *
Esta reseña de Edad Media soñada no finaliza aquí. Queda mucho, muchísimo, por decir. De hecho, apenas ha comenzado; y todavía no merece, por cierto, el rótulo convencional de reseña bibliográfica de…, pues ha consistido, más bien, en un ensayo sobre el libro…, que no es mismo. Ni siquiera hemos llegado a la parte troncal de la recensión, aquella donde se pasa revista –como es usanza en el género– a cada uno de los capítulos de la obra –y antes al prólogo del autor, que éste llama “Presentación”– con sus distintos apartados. La reseña continuará, pues. Mas no en Kalewche, sino en el próximo número –el sexto– de nuestra revista Corsario Rojo, que saldrá entre abril y mayo. Publicaremos el texto completo, desde luego, integrando todo lo nuevo con lo que hemos adelantado hoy.
Entretanto, compartimos el índice de la obra (véase abajo, al final del artículo), y también un extracto más de la recensión que estamos terminando de escribir para CR6, y que llevará por título “Catálogo de ficciones medievales, o lo nostálgico no quita lo lúcido. Acerca del libro Edad Media soñada, de José M. García de Fórmica-Corsi”.
* * *
El último parágrafo del capítulo 3 versa sobre una de las criaturas fabulosas más características y recurrentes que hallamos en los bestiarios de la Edad Media, con toda certeza el monstruo más famoso del imaginario medieval. “Aunque el dragón ya ha paseado por estas páginas –señala Fórmica-Corsi–, creo incompleto un libro sobre la Edad Media soñada sin dedicarle al menos un apartado en exclusividad”. Escoge para ello “tres visiones sobre el dragón”, todas cinematográficas (que en realidad terminan siendo cuatro, pues el autor se tienta de añadir una, a modo de piccolo preludio, que no es de ambientación medieval: la fantasía de dibujos animados El vuelo de los dragones). Las películas en cuestión son Beowulf (2007), de Robert Zemeckis, una recreación del célebre poema anglosajón, en animación con captura de movimiento; Verdugo de dragones (1981), de Matthew Robbins, en live action convencional; y La Bella Durmiente (1959), el clásico animado de Disney. Y hablando de tentación, este reseñista no puede resistirse a citar in extenso el pasaje donde el autor analiza y juzga el último título de su selección filmográfica. Le parece que es uno de los puntos más altos del libro por su combinación exquisita de sagacidad, beldad y emotividad; o, en todo caso, el más entrañable para él como lector, por sus potentes reminiscencias subjetivas (nada menos que un viaje en el tiempo a la propia niñez, que desata un torrente incontenible de nostalgia y deleite, una avalancha de rememoración y delectación por la pendiente melancólica del ubi sunt).
“…mi dragón por antonomasia, como engendro de pavorosa apariencia y poderes extraordinarios, y por ende símbolo del mal absoluto, es el que figura en la parte final de La Bella Durmiente (1959), una de las varias películas que pueden reclamar el puesto de obra maestra del estudio Disney en toda su historia. Como bien conocen todos aquellos que han visto esta película en su niñez (y que espero que nunca sea olvidada en beneficio del espanto producido y protagonizado en beneficio propio por Angelina Jolie, reblandeciendo el personaje de modo intolerable), el dragón que aparece en la conclusión de la película es la misma bruja de la película, Maléfica, transformada en su último intento de impedir que el Bien triunfe.
Maléfica es un personaje inventado para la película, que nada tiene que ver con la bruja que lanza la maldición en todas las versiones del cuento (Basile, Perrault, los hermanos Grimm…). Si ya su mismo nombre es un acierto genial, esta villana –la más fascinante de una galería que contiene a malas tan gloriosas como la madrastra de Blancanieves o Cruella de Vil, pasando por la Reina Roja de Alicia en el País de las Maravillas– fue objeto de un inolvidable diseño por parte de los animadores del estudio: una majestuosa capa que combina el negro y el morado, un tocado coronado por dos diabólicos cuernos y una lívida faz de color verde en la que destaca el intenso carmín de los labios. Ahora bien, pese a su siniestra aparición, la hechicera en absoluto es un ser horrendo sino, bien al contrario, altamente seductor, con su muy estilizada figura, cuyo maligno desparpajo es hipnótico.
Durante los dos primeros tercios de película, además, Maléfica aparece contadas ocasiones (incitando siempre el deseo de que vuelva a aparecer) para convertirse en la gran protagonista en toda la parte final. Después de conseguir que la princesa pinche el huso envenenado y la maldición se cumpla (Aurora cae en su sueño de cien años, que las hadas que la han cuidado desde pequeña extienden a todos los habitantes del castillo), la bruja encierra al príncipe Felipe en las mazmorras de su tenebroso cubil en la Montaña Prohibida y se dispone a saborear su triunfo. Ahora bien, las mismas y diminutas hadas (las entrañables Flora, Fauna y Primavera) liberan al muchacho y, además, le proporcionan dos armas de gran poder, la Espada de la Justicia y el Escudo de la Verdad.
Si toda la película se sitúa en el atemporal escenario medievalizante de los cuentos de hadas clásicos, esa parte final ya deriva definitivamente hacia lo gótico. El castillo de Maléfica es una fortaleza medio derruida en lo alto de una colosal escarpa, custodiada por unos engendros de pequeña estatura que bien podrían parecer los orcos de Tolkien. El increíble detallismo de los animadores de Disney crea un espacio verdaderamente sobrenatural, cuyas paredes, enmohecidas, porosas, resultan inquietantemente realistas. De allí escapará el príncipe, dirigiéndose al castillo de Aurora para darle el beso liberador. Desde lo alto del más alto torreón, Maléfica sigue su cabalgata y cuando su último hechizo, el bosque de espinos con que intenta hacer impenetrable el castillo de la bella durmiente, fracasa ante la espada mágica del príncipe, ella misma, invocando los poderes de Lucifer, se planta en el camino del jinete y se transforma de modo fabuloso en el dragón, aumentando su altura de modo inconcebible hasta traspasar las nubes mientras su tocado córneo adquiere la forma de una monstruosa cabeza de saurio. Acorralado contra el precipicio, con el dragón cerniéndose sobre su figura y el fondo del cielo en llamas –el plano es fabuloso–, el príncipe lanza en el último momento su Espada de la Verdad y la clava en el corazón del monstruo.
Perece así el más fascinante dragón del cine, reducido a una mancha negra y morada en el fondo del abismo, mientras la vida vuelve a renacer tan pronto el príncipe da su beso de amor. Una vez más, desde la aparente sencillez con que Disney sabía envolver sus muy elaborados productos, el estudio del ratón consiguió crear una fantasía irrepetible, capaz de alimentar la imaginación de varias generaciones y, además, reproducir la médula de un ensueño, en este caso el medieval.”
* * *
Esta reseña continuará, no se olviden, como tantas de las historias (ciclos mitológicos y legendarios, cantos de poesía épica, novelas e historietas por entregas, sagas cinematográficas y televisivas) que Fórmica-Corsi examina en su Edad Media soñada, que sentimos nuestra también. ¡Hasta pronto! ¡Hasta el próximo número de Corsario Rojo!
Federico Mare
REFERENCIAS
1 Rafael Llopis, “En busca del paraíso perdido”, prólogo al libro de Howard P. Lovecraft Viajes al Otro Mundo. Ciclo de aventuras oníricas de Randolph Carter (Madrid, Alianza, 1971), en Kalewche, 25 de septiembre de 2022, disponible en http://kalewche.com/en-busca-del-paraiso-perdido.
2 José M. García de Fórmica-Corsi, “Emilio Salgari: escritor pulp antes del pulp”, en AA.VV., “Dossier sobre Emilio Salgari. Vida, obra, muerte, legado”, Corsario Rojo, nro. 1, primavera austral 2022, pp. 127-129, disponible en http://kalewche.com/cr1; y también, “Novelar la terribilità en folletín. El personaje y los libros de Sandokán”, en CR, nro. 5, primavera austral 2023, pp. 68-88, disponible en http://kalewche.com/cr5.
3 García de Fórmica-Corsi, “Napoleón, de Ridley Scott. Una crítica cinematográfica”, en Kalewche, 3 de diciembre de 2023, disponible en http://kalewche.com/el-nuevo-napoleon-de-celuloide-una-critica-a-la-biopic-de-ridley-scott.
4 https://lamanodelextranjero.com.