Ilustración: The Guilty Are Afraid, de Speelman Mahlangu. Soweto Fine Arte Online


Nota.— El presente ensayo de Carlos Herrera de la Fuente es una versión ligeramente modificada de su artículo “El compromiso ideológico. Del hombre unidimensional al sujeto responsable”, publicado en marzo de 2020 dentro del núm. 1, vol. I, de la revista académica chilena ProPulsión. Interdisciplina en Ciencias Sociales y Humanidades. Abrevando en el manantial de la crítica sociocultural freudomarxista, amalgamando el materialismo histórico con el psicoanálisis, el texto analiza con perspicacia la deriva de la subjetividad burguesa contemporánea, desde los tiempos clásicos del capitalismo industrial decimonónico hasta los tiempos posmodernos del capitalismo tardío en que hoy vivimos, poniendo el foco, fundamentalmente, en las mutaciones y continuidades del mecanismo ideológico de la culpa, y en sus complejas dialécticas.
Carlos Herrera de la Fuente (México, 1978) es filósofo, novelista, ensayista y poeta. Licenciado en economía y maestro de filosofía por la UNAM; doctor en filosofía por la Universidad de Heidelberg, Alemania. Es autor de los poemarios Vislumbres de un sueño (2011), Presencia en fuga (2013) y Vox poética (2022), así como de los ensayos Ser y donación. Recuperación y crítica del pensamiento de Martin Heidegger (2015), El espacio ausente. La ruta de los desaparecidos (2017) y Consideraciones pandémicas (2022). En 2021 publicó la novela Fuga. Es profesor de la materia Teoría Crítica en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM y de Narrativa alemana del siglo XX en el Centro Cultural Casa Lamm. Ha colaborado en las secciones culturales de distintos periódicos y revistas de México.
En octubre del año pasado, le hicimos una entrevista acerca de la pandemia para nuestra sección A la Deriva, a la cual le adjuntamos una traducción del inglés –inédita– de su “Carta abierta al camarada Žižek”. Casi en paralelo, publicamos un ensayo crítico suyo sobre la moda intelectual de la «decolonialidad» en el primer número (primavera austral 2022) de Corsario Rojo, nuestra revista trimestral en formato PDF. Aprovechamos esta oportunidad para recomendarles ambas lecturas.


Una nueva figura ideológica ha terminado por imponerse en el imaginario colectivo de la sociedad contemporánea: la del sujeto comprometido. En contraste con la configuración subjetiva predominante del neoliberalismo finisecular, cuya dogmática reproducía, con toda la inercia propia de la industria cultural, la fábula idiota de la utilidad marginal y del máximo beneficio extraído a base de una afirmación desmedida del narcisismo más autista, la narración prototípica del compromiso mundano, asignado en su laboriosidad metódica a diversas formas de expresión económico-política, ratifica su aquiescencia con los poderes establecidos a partir de una aceptación explícita de los límites y fenómenos contraproducentes que el despliegue de estos mismos trae aparejados a sí de manera ineludible. Ya no la lógica del desgaste o del libertinaje (de la des o antieconomía), moderado o excesivo, incorporada al flujo inconsútil de la valorización valorizándose, como una ratificación evidente del éxito inconmensurable del capital y de la afirmación vital que éste podría proveer a los individuos en cuestión de ejecutarse fielmente una actividad frenética y constante en pos de la autoconstitución mercantil y la proyección egotística del sujeto, sino la retórica performativa del ser omiso que asume, como expiación purificadora, la responsabilidad de un acto violatorio de manifestación personal o colectiva, cuyo sentido, en última instancia, no puede comprender ni modificar del todo porque ni su origen ni su finalidad se hallan en él mismo.

A la anestesia sistémica con la que los poderes difuminados de la segunda posguerra asediaron con todos los medios posibles del consumo y la producción a sus festivos vasallos, generando así una complicidad espontánea en la que el acto de rebelión era inmediatamente traducido en una obcecada continuidad de estructuras jerárquicas (una especie de liberación, al principio incomprendida, pero finalmente prohijada por la misma autoridad anónima a la que supuestamente ponía en peligro), le siguió un creciente reconocimiento de las adversidades derivadas de esa misma praxis tendencialmente ilimitada, a tal grado que la acción, considerada por el liberalismo como un medio para el enriquecimiento y la afirmación personal, sin importar, en primera instancia, el efecto sobre terceros (más allá de una afectación directa) ni mucho menos sobre el medio ambiente o la colectividad, se terminó por tematizar como la causa primordial que, en su desenvolvimiento automatizado, erosionaba el mismo suelo donde el sujeto (llamado así, irónicamente, por la ficción potenciada de su autonomía) creía afirmar la libertad que le es negada del principio al fin de su existencia.

Una conciencia culposa, adherida en todo momento al espectro de la acumulación, ha merodeado desde siempre las ambiguas perspectivas de realización personal en la modernidad. En el imaginario de Weber, la figura del protocapitalista emergía ligada a la obsesiva búsqueda de una respuesta imposible en la que el individuo se asumía como culpable a priori de una falta que nunca había cometido, pero que era capaz de condenarlo eternamente a los sufrimientos inasibles del más allá. La derivación laboral de la angustia y su repetición obcecada era el resultado inevitable de una deuda (Schuld) que se sabía impagable, pero que fundaba el comportamiento ético en colusión con el principio de la fortuna mundana, como si la culpa sólo pudiera expiarse en la ratificación de un éxito que, independientemente de la coherencia del acto (calificado, sin embargo, como racional), afirmaba el sentido de vida al revelar el favoritismo selecto de un creador que permanecía siempre oculto. El «racionalismo» del acto, así, era producto de una escatología desesperada: mientras más escondida y camuflada permanecía la selección trascendental, más obsesivo se volvía el acto que pretendía patentizarla a como diera lugar. Esa es la dialéctica de la culpa, expuesta de forma insuperable en El proceso de Kafka: el grado de sentimiento de culpa es directamente proporcional a la ausencia de motivo que soporta la acusación punitiva. La acusación es ya la falta a la que el individuo sólo puede responder sometiéndose infinitamente. Esto es posible porque la sospecha de culpa es, inmediatamente, la presunción de una rebelión de alcances subversivos, que tiene que acallarse antes siquiera de que pueda ser enunciada.

En su descripción freudomarxista del capitalismo clásico, Marcuse veía en la culpa la añeja rebelión de los hijos contra el padre derivada en parricidio, y la posterior aparición del progenitor en la figura de la ley que se imponía en la conciencia filogenética de todos, atando de una manera más sofocante que la presencia directa el actuar obsecuente de una sociedad que pagaba por faltas heredadas de forma sistemática. Al mismo tiempo, la culpa era el fantasma de un deseo irresistible de liberación, que merodeaba la conciencia de cada uno, responsabilizándolo a priori de actos irrealizados.

La culpa es, así, la tentación invertida de un deseo al que se está subyugado de manera voraz. El yo nace de la escisión entre su inevitable desperdigamiento y la necesidad de autocontención unificadora (lo que Schelling nombraba Wille zur Offenbarung: voluntad de revelación). La culpa es la forma en la que el yo resuelve la paradoja de su propia imposibilidad. Por eso la culpa tiene un aspecto ambiguo: gira entre la reprensión del ser encerrado en sí mismo y la condena del devenir dilapidador. En la lógica económica del capital, descifrada con exactitud por Marx, esta contradicción irresoluble conduce de lleno a la dialéctica de la avaricia y la prodigalidad, representada magistralmente por Dante en la Divina Comedia, en el cuarto círculo del infierno. Allí chocan las rocas (del tamaño de Escila y Caribdis, apunta Dante) que impulsan, simultáneamente, avaros y pródigos entre reproches contrapuestos: «¿por qué acaparas?, ¿por qué derrochas?». Tan irresponsable es gastar como retener. La culpa está más allá de una decisión económica tangible. Por ello deambula como espectro en la mentalidad de todo «agente» de la producción y del consumo. Su ética es la de la moderación que, sin embargo, vive sometida a la duda del exceso represor o permisivo. No hay punto medio que pueda fijarse.

La verdadera dialéctica, que subsume a la del derroche y la avaricia, es la de la responsabilidad y la irresponsabilidad. En la mentalidad clásica del capitalismo industrial, propia del siglo XIX, a pesar de todos los excesos económicos que se permitió la burguesía a la hora de implantar su despótico régimen de ganancias, la ética puritana del trabajo y el mito americano del self-made man fungieron como paradigmas de la construcción simbólica del mundo civilizado. El mito de la civilización moderna es el de la autoproducción individual que se instituye como moralmente responsable, independientemente de las atrocidades que se vea «obligada» a cometer en pos de su autoconstitución. El individuo se narra (o, más bien, es narrado por) la historia de su elevación económica a base del sacrificio y la labor imparable que lo lleva a extraer del mundo los frutos representativos del éxito social y moral, mientras, a la par, da forma a una realidad en la que cree reencontrar, finalmente, el rostro de su propia actividad obsesiva. Esa narración, como ya se dijo, es solo un mito, pero da forma a la justificación moral del acto que termina por imponerse como imagen al propio sujeto que supuestamente lo fomenta. El burgués no es nunca, ni ante sus propios ojos ni ante los de la versión oficial de lo social, un explotador, sino un «patrón», un benefactor que da cabida a los desamparados y los «educa», los disciplina, los encauza, como en esas antiguas fábricas inglesas provistas de dormitorios y comedores, donde los obreros eran resguardados e instruidos en los pasajes más convenientes de la Biblia que les enseñaban a soportar estoicamente las jornadas extenuantes, pletóricas de plusvalor absoluto y relativo. Igualmente, el colonizador imperialista fundó la efigie de su intervención despótica en la promesa de una civilización que tenía la forma de una desquiciada purificación racial, social y moral, amparada por el lenguaje de las armas.

Si bien la ética utilitarista, que muy pronto fue acogida por el discurso liberal, promovió desde el comienzo el goce y la felicidad individual como finalidad única de la actividad humana, esta lo hizo todavía en el lenguaje del cálculo y la racionalidad cuantitativa. Lo importante era saber cómo maximizar la utilidad resultante de un acto, descontando de él la cantidad de dolor y sufrimiento invertido en su realización. El acto productor de felicidad era una cuestión de sumas y restas, que daban al agente la posibilidad de determinar el sentido exacto de la acción, así como adelantar los resultados morales que se podían derivar de ella. Para el utilitarismo, el acto moralmente responsable es aquel que resulta calculísticamente eficaz en el proceso de maximización de la utilidad individual.

Al siglo XX, sin embargo, heredero de una sociedad entregada plenamente a la lógica de la explotación y la afirmación egotística, aunque todavía avergonzada por ello, le tuvo que corresponder, como detectó adecuadamente Peter Sloterdijk, la emergencia de un tipo de composición psicológica que se atreviera a festejar el despotismo eco-tecno-político que le había sido legado. Las contradicciones de esta deriva histórica son múltiples, y resulta imposible resumirlas en una sola línea, pero lo evidente es que la afirmación del dominio total al que había dado oportunidad la conformación de la sociedad capitalista se hizo, en un comienzo, bajo figuras que, en apariencia, negaban las formas políticas (democracia) y éticas (utilitarismo, liberalismo) propias del mundo capitalista. El fascismo, el nazismo, el falangismo, etc., fueron expresiones perversas con las que el capital, aún emergente como principio de dominio multidimensional de la sociedad, trataba de autoconocerse en el proceso de establecimiento de su dominación. No se trató de un cambio de época económica a otra, si lo que se entiende por ello es la supuesta transformación de un capitalismo de libre competencia (que nunca existió) a uno monopólico o imperialista que condujo a la emergencia de sociedades totalitarias. El capitalismo es tan libre como monopólico desde un comienzo. Pero sí hubo una modificación histórica cuando se hizo evidente que el proceso de sometimiento global del orbe a la lógica del valor valorizándose había alcanzado dimensiones anteriormente inimaginables que dieron paso a una doble problemática: la del enfrentamiento cada vez más directo con los grupos oprimidos y explotados que sufrían las consecuencias de la imposición del nuevo tipo de sociedad (sobre todo a partir de la Comuna de París, en 1871), y la de la lucha por la hegemonía global que se disputaba de nuevo, en una escala técnica sin precedentes, las regiones conquistadas, colonizadas e incorporadas a la dinámica sistémica. La ética falaz del imperialismo civilizador, responsable de atrocidades inenarrables, tuvo que dar paso al despliegue de un despotismo abierto y descarado, al que no le preocupaba fundamentar su praxis en la revelación bruta de los intereses más deleznables.

De esa manera, la conciencia cínica, una de las grandes innovaciones ideológicas del siglo XX, se enfrentó directamente a la economía de la culpa y la responsabilidad que la mentalidad decimonónica había introducido para justificar el ascenso político-cultural de la burguesía y para reprimir brutalmente la conciencia crítica y rebelde de las clases oprimidas. Su lógica, para decirlo en términos utilitaristas, era la de disminuir la culpa para maximizar la afirmación despótica y violenta del acto. Pero esto sólo lo pudo hacer mediante la sujeción radical de la individualidad a la responsabilidad del cumplimiento ante el estado y sus objetivos imperialistas, lo que de nuevo ató al individuo a la dinámica estresante de la disciplina y la sumisión cosificadora. Al individuo le estaba permitido, teórica y prácticamente, dar rienda suelta a sus prejuicios y a sus frustraciones sistemáticas, pero si y sólo si se ponía al servicio de los intereses trascendentes del poder estatal. El resultado fue una catástrofe de dimensiones inconmensurables.

La configuración estable de la conciencia cínica sólo pudo encontrar su condición de posibilidad en la hegemonía cultural norteamericana de la segunda posguerra (reproducida dócilmente por los países de la Europa americanizada), que dio cabida a la desublimación cómoda del sujeto sin exigir de él una responsabilidad abrumadora de parte del poder político (otra vez un replanteamiento de la fórmula utilitarista: disminución del sentimiento de culpa y responsabilidad como método para maximizar el goce individualista). Al contrario, lo que se le exigió fue una despolitización creciente, un potenciamiento de la abstracción individual capaz de imaginarse plenamente libre en el mismo momento en el que cedía toda su autonomía al aparato estatal y a los monopolios industriales, que sólo funcionan eficazmente prescindiendo de la participación «ciudadana». La disminución del estrés y el establecimiento de una esclavitud apacible, disfrazada del máximo grado de libertad personal, fueron las claves para dar rienda suelta al idiotismo individualista y a sus intereses más mezquinos y antisociales, expresados de manera insuperable por el consumismo mercantilista. La crítica subversiva, por su parte, siguió jugando el rol del enemigo terrorífico que amenazaba el statu quo, sólo que ahora representada por otra ficción política que ayudó a corroborar el sentido de la amenaza «totalitaria» contra una sociedad totalitariamente apacible.

La caricatura del marxismo institucionalizado fue, junto con el desarrollo episódico de la conciencia cínica, la clave del dominio ideológico del siglo XX. Esa farsa ya se había bosquejado originalmente en la socialdemocracia alemana de finales del siglo XIX y principios del XX, pero sólo pudo adquirir su rostro verdadero en la erección del estado soviético de corte estalinista, que logró deconstruir, parte por parte, el sentido radical de la revolución bolchevique de octubre. El señuelo del terror «comunista», ya implementado en todas sus variantes contradictorias por el terrorismo nazi, fue repetido en la sociedad pseudoliberal para asustar al individuo cómodamente esclavizado de la inminente pérdida de su libertad. Más allá de la paradoja, la amenaza de un afuera demoníaco, siempre a punto de atacar, fue el soporte discursivo y psicológico que permitió la construcción del «consenso democrático» al interior de las sociedades occidentales.

Una paulatina disminución de los dispositivos represores, conjugada con una aceptación creciente de conductas anteriormente rechazadas, terminó por cerrar el círculo del dominio omnímodo en el seno del paraíso monopolista-liberal. La ficción de la libertad tuvo como sustento la incorporación de lo antaño prohibido dentro del circuito homogeneizador de la reproducción mercantil capitalista. Como si la experiencia de la liberación hubiera sido incluida dentro de la innovadora rama de la publicidad como el eslogan más convincente. Una invitación constante a la desinhibición cínica del deseo individual, siempre acotada serenamente por los canales de la circulación económica, que dio forma a la unidimensionalidad del supuesto-sujeto hechizado por los cantos de las sirenas consumistas.

El límite último del perfecto dominio liberal-totalitario fue, sin embargo, el choque inevitable entre la narración fictiva del aserto irrestricto del deseo individual, crecientemente desinhibido, y la realidad colectiva, social y medioambiental, que derivó en una multiplicidad de crisis incorporadas más tarde al imaginario colectivo de los ahora catastrofistas mass media. La crisis, resaltada especialmente en su deriva ecológica, comenzó lentamente a ocupar el lugar privilegiado del «terror comunista», como si se hubiera vuelto insuficiente la exaltación de un enemigo político externo (que, posteriormente, regresaría personificado en la figura del «terror fundamentalista islámico») y, para legitimar a plenitud el control absoluto del supuesto-sujeto, fuera ya necesario la revelación de un enemigo más poderoso y envolvente, de corte atmosférico y ecosistémico.

Una heurística del miedo (Hans Jonas), apologista del conservador «principio de responsabilidad», comenzó a hacer su aparición en medio de una sociedad entregada al consumismo más despótico y festivo. De manera irónica, por el añejo desprecio liberal a toda crítica de corte antisistémico, la cultura del miedo incorporó en la lógica del dominio hegemónico las poderosas imágenes catastrofistas del fin del mundo (y, por lo tanto, del sistema), como un resultado ineludible del funcionamiento del capitalismo en su variante desinhibida, cuyo núcleo aparente era siempre –y es– el mismo individuo –no los monopolios industriales– al que se le impulsaba –e impulsa– a una afirmación desmedida de sus «posibilidades» vitales (aunque adecuadamente dirigidas y manipuladas). Una especie de reclamo ideológico del sistema al personaje que él mismo había creado para sus propios fines totalitarios.

Lo verdaderamente curioso, empero, de esta exigencia de responsabilidad y de reconocimiento de culpa ecocida es que el propio dispositivo sistémico –necesariamente anónimo– comenzó a exigirle al sujeto, entregado espontáneamente a su funcionamiento, un reconocimiento autocrítico de su actividad promercantil por la vía del compromiso potenciado con el mismo sistema que lo impulsaba a disfrutar, desinhibidamente, de su poder infinito de consumo y desgaste de la naturaleza en todas sus formas, espontáneas o manufacturadas. Lejos de negar la crítica desbordada, al extremo del pensamiento apocalíptico, el dispositivo terminó incorporándola de manera esencial a su dinámica poscomunista. Para el siglo XXI, la crítica por excelencia es la crítica ecologista, con la única novedad de que esa crítica es impulsada y alabada por el sistema mercantil que se encarga de reproducirla cotidianamente de manera ampliada.*

El ecologismo, en su vertiente ideológica predominante, aunque también en muchas de sus manifestaciones «alternativas», significa el regreso triunfal de la conciencia culposa al seno de la consolidación potenciada del sistema. Su utilidad no es ya la del retén psicosocial que inhibía la acción liberadora bajo la amenaza brutal de la castración (puesto que la «liberación» es una cosa del pasado, algo que sucedió hace ya mucho tiempo), sino la del recuerdo punzante que obliga a reconocer un exceso del acto individual, obligado ahora a encontrar vías de expresión adecuadas a la continuidad de la «vida». El compromiso, más que con el dispositivo, es con «la especie humana» y «la naturaleza». Pero estas, irónicamente, solo pueden continuar si continúa el dispositivo. De esta manera, el sistema incorpora las versiones críticas de la realidad a su funcionamiento normalizado. Lo crítico no es lo amenazante desde el exterior (el maniqueo cómic comunista o anticapitalista de la guerra fría), sino lo socialmente responsable con la continuidad del mundo.

La culpa es del individuo (o, en sus versiones más radicales, del «ser humano»); y el efecto de su acción, sobre la totalidad del planeta. Su compromiso es, por ello, con la «vida» misma. Es el «ser humano» –ese poderoso mito– el que, desde el comienzo de las civilizaciones neolíticas, a causa de su sedentarocentrismo, ha ido desgastando a la naturaleza hasta agotar prácticamente todos los recursos no renovables sobre la Tierra. El individuo –otro gran mito– resurge como el responsable de la catástrofe contemporánea y por venir. Es la misma ficción liberal, sólo que ahora invertida: de ser el maximizador de la utilidad, deviene ahora maximizador de la culpa. Todo es su responsabilidad: las islas de basura plástica que crecen en el océano superando el tamaño de naciones enteras; el derretimiento de los polos y el agujero en la capa de ozono, provocado por el uso excesivo de automóviles y vehículos de combustión interna; la acelerada desaparición de especies vegetales y animales, que se extinguen al ritmo de la deforestación impulsada por la construcción de nuevas viviendas y zonas urbanas para la comodidad de ciudadanos de clase media; el calentamiento global y el incremento del nivel del mar y la contaminación atmosférica (que provoca decenas o cientos de miles de muertes al año) y las sequías generalizadas y la desertificación del planeta, etcétera, etcétera. Todo es culpa del individuo, que, siendo justos, es el ser más impotente de todos.

Cada vez que se menciona el efecto perverso de una industria o de una de sus mercancías sobre el medioambiente o sobre la salud de las personas, jamás se culpa a los productores, sino a los consumidores. Si los popotes (las pajillas de plástico) son un producto estúpido, de uso innecesario y fugaz, que daña de manera irreparable, permanente (las exageraciones nunca son suficientes cuando se trata de la ecología) a la naturaleza, lo último que se piensa es prohibir la producción de dicha mercancía, lo que atentaría contra el sacrosanto principio del libre mercado, sino de invitar al individuo (al supuesto-sujeto) a no consumirla, a ser él el que ponga fin, con su castigo, al consumo irracional que caracteriza al capitalismo, pero sin jamás violentar su funcionamiento. O el caso del cigarro, acusado de ser el causante de las peores enfermedades respiratorias del mundo, pero nunca prohibido, sino sólo señalado como perjudicial para que sea el individuo, con su «libertad ilimitada», el que ponga fin a su consumo. Pero el individuo es sólo la construcción de un sistema que crea personas para el consumo. El individuo es sólo un ser-para-el-consumo, jamás una entidad autónoma.

Así pues, la fábula contemporánea de la culpa ecocida está construida, puntualmente, para ratificar la ficción de la autonomía suprema del supuesto-sujeto y dejar intocados a los monopolios que gozan a sus anchas del «libre mercado». Si él es el núcleo de la sociedad asocial atomizada, entonces él debe ser el responsable de los problemas que se generan en ella y el único capaz de darles una solución radical. Esta palabra adquiere aquí todo el tono irónico del que es capaz el dispositivo: ser radical significa asumir una ética individual del compromiso ecológico con el mundo (o sea, con el dispositivo, que abarca y ordena la totalidad del orbe), y construir una praxis individual que sirva de ejemplo para los demás seres humanos. Si el ejemplo es seguido, el mundo está salvado para siempre. ¡Ésa es la radicalidad del compromiso!

No importa que las industrias vomiten diariamente billones de partículas contaminantes a la atmósfera: lo importante es no usar el automóvil, sino la bicicleta. No importa que el sistema produzca y requiera estructuralmente petróleo y plástico para su funcionamiento a escala global: lo importante es que no se consuman vasos de unicel ni productos no reutilizables. No importa que la dinámica de acumulación requiera de la deforestación masiva para crear nuevos espacios de inversión, producción y consumo: lo importante es plantar árboles y ayudar a reforestar el planeta. No importa que el agua potable sea utilizada y contaminada en forma desproporcionada por la industria minera y extractiva (el caso del fracking): lo importante es que cada uno aprenda a ahorrar el vital líquido. No importa que la globalización neoliberal genere migrantes y desempleados a montones: lo importante es donar un peso, un dólar o un euro a las fundaciones correspondientes para ayudar a «sacar a los niños de la pobreza».

El supuesto-sujeto acepta la ficción de su autonomía como el único medio para solucionar las crisis que provoca el sistema, pero con ello, paradójicamente, fortalece al sistema que convierte las crisis estructurales en una oportunidad para el impulso de negocios multimillonarios: el de la «energía limpia», el de los recursos y productos renovables, el de la basura reciclable, etc. De esta manera, creyendo que cambia el mundo con su ejemplo, el supuesto-sujeto queda, como siempre, integrado a la lógica de un mundo que sigue funcionando exactamente bajo los mismos parámetros que fundaron la crisis estructural del planeta.

En los casos extremos, el supuesto-sujeto convierte la ética del compromiso, guiada de cerca por la heurística del miedo, en un autocastigo ejemplar que condena la existencia en su conjunto y, sin acabar de tajo con ella, se condena a una vida ascética, despreciadora de la vida humana, con la finalidad de privilegiar a las especies maltratadas y sometidas a la furia «antropocéntrica». Este antropofobismo, pensado coherentemente, sólo podría conducir a un ataque directo contra la especie humana, pero en el fondo, en la complacencia que le permite su alianza inconsciente con el sistema, de lo que se trata es de hacer penar con el ejemplo, de culpabilizar infinitamente, con una voracidad ilimitada que, paradójicamente, en su desprecio de la carne y de la matanza de especies y animales, se torna un ansia caníbal indetenible. Ésta es la lógica que exhibe, de manera excelente, el film Voraz (Raw) de Julian Ducournau, en el cual una joven vegetariana e hija de una familia de vegetarianos descubre, experimentándolo, el secreto que hace posible que su familia lleve ese tipo de dieta: un canibalismo insuperable que se expresa con furia voraz e incontinente en determinados momentos.

El compromiso ideológico, fundado en la aceptación individual de una falta sin causación discernible, rehabilita la noción de culpa, pero otorgándole un giro peculiar que la distingue de sus formas anteriores de manifestación. De haber sido, en la construcción del capitalismo industrial clásico, el recurso estratégico con el que el fantasma de la ley asediaba en todo momento la conciencia individual para prevenir la menor desviación y disciplinar la conducta personal a través del remordimiento, se torna, irónicamente, en el auge del capitalismo en crisis perpetua, un reclamo explícito del supuesto-sujeto contra el propio sistema que le permitió excederse de manera ilegítima, de tal forma que se convierte él mismo la entidad que reclama su limitación, su castración. No es aquél que se permite soñar con la libertad afirmativa del acto en una forma sublimada, sometiéndose, sin embargo, al doloroso principio de la realidad que lo niega, sino el que fantasea con la autocastración como máximo galardón de su responsabilidad ética. Es el crítico del sistema convertido, al mismo tiempo, en su peor castigador.

La subsunción de la crítica antisistémica por el capital, su integración al circuito de la acumulación ampliada, fortalecen la hipótesis absurda y apologista del “fin de la historia” (Fukuyama) porque colaboran en la construcción tendencial de un supuesto-sujeto, cuya frustración e inconformidad sólo pueden resolverse por medio de una inmolación gozosa dentro del mismo dispositivo que las genera. Una retroalimentación de reclamos, culpas, proyecciones fatalistas, imágenes del apocalipsis y paraísos alternativos (en los que todos adoran a la «madre Tierra») se presenta históricamente como la forma irónica en la que el sistema «reconoce» su culpa, ofreciéndose a la par como la única solución plausible de todos los males que él provoca.

El «sujeto responsable» (el supuesto-sujeto en su versión sublime) es, por supuesto, sólo una tendencia, más o menos cumplida, en el mar de contradicciones que conforman la totalidad psicológica de un dispositivo desquiciado. El sistema mismo no podría ofrecerse sólo desde la oferta de un estresamiento potenciado de la existencia social. El goce debe prometerse siempre como la gratificación de un esfuerzo salvífico de alcances globales. La culpa, pues, debe poder ser pagada en cualquier forma: en el precio de un café que le repone el «valor justo» a los productores originales; en las incomodidades que acompañan al «turismo ecológico»; en la laboriosa separación de la basura, que, por si fuera poco, «genera empleos» y promueve la creación de empresas recicladoras; en el ahorro de agua, que cada día escasea más; etc. Pagada la culpa, el «sujeto responsable» puede entregarse de nuevo al gozo infinito de las «opciones» que le ofrece el consumo. Todo queda saldado, y el sistema puede reproducirse de nuevo sin contratiempos.

De esta manera, el «sujeto responsable» participa activamente de su propio sofocamiento. Es consciente, en parte, de las contradicciones que genera el sistema económico; y por ello ayuda, con agrado o sin él, en el proceso de su perfeccionamiento; acepta moderar su consumo tradicional para sustituirlo por otro que lo conduce siempre al mismo punto del exceso; modifica sus creencias con la finalidad de adaptarse a las novedosas condiciones de «escasez» en las que, sin embargo, las «opciones» que ofrece el mercado son múltiples y estimulantes; labora en la creación de un aparato más «justo» y proporcional, desconociendo de lleno el desequilibrio que recorre el dispositivo de principio a fin; remueve, separa y recicla los excedentes de su propio despilfarro, para olvidarse completamente de su procedencia y destino; paga las externalidades de su afirmación vital para desentenderse de los efectos perversos de una economía que sólo vive produciendo desechos humanos que emplea cuando los necesita; denuncia los excesos de un sistema que, por definición, funciona sobre la base de la expoliación y el dominio; colabora, en fin, de manera acuciosa y firme, con plena convicción y animosidad, en la consolidación de su esclavitud ilimitada.

Carlos Herrera de la Fuente


NOTA

* Baudrillard insistió, en su momento, sobre la forma en la que los mass media estadounidenses retomaron, descontextualizándola, la foto de un ave envuelta en petróleo (supuestamente producto de la quema de pozos por parte de Sadam Hussein, aunque en realidad resultado de un derrame acaecido años antes) como medio para convencer al público norteamericano de la necesidad de invadir Irak. Éste fue, tal vez, el primer uso exitoso de un arma ecopolítica de manipulación masiva.