Imagen: detalle de una pintura mural protogótica sobre el cascarón del ábside de la Iglesia de la Asunción en Alaitza (Álava, País Vasco, mediados del siglo XIV). Fotografía tomada por J. M. Travieso. Fuente: https://domuspucelae.blogspot.com
El presente texto de Russell Jacoby –uno de nuestros intelectuales marxistas de cabecera– fue originalmente publicado en la revista neoyorquina Tablet, el 19 de diciembre de 2022, dentro de la sección Arts & Letters, con el título de “The Takeover” (“La toma”) y un copete que reza: “Profesores moralistas han engendrado estudiantes moralistas, y los han soltado en la plaza pública”. La traducción del inglés es nuestra, igual que todas las aclaraciones entre corchetes.
Hemos publicado varias prosas de y sobre –o con– este lúcido ensayista norteamericano: en Kalewche, su artículo “¿Diversidad para qué?” y la semblanza de Ariel Petruccelli “Acerca de Russell Jacoby y la miopía intelectual de nuestro tiempo”; en Corsario Rojo, sección Al Abordaje, dos entrevistas para los números quinto y sexto, a la primera de las cuales le anexamos la traducción del ensayo “The Myth of Multiculturalism”. Recomendamos la lectura de todo este material.
En 1987 publiqué The Last Intellectuals: American Culture in the Age of Academe [no hay versión castellana. La traducción del título sería Los últimos intelectuales: la cultura norteamericana en la era de la academia], que suscitó acaloradas respuestas. Ahora veo que me equivoqué en algo, al igual que mis críticos. Algunos se opusieron al término que introduje, “intelectual público”, por redundante y engañoso. Otros rechazaron el argumento principal. Propuse una explicación generacional de los intelectuales estadounidenses. Para los primeros intelectuales estadounidenses, la universidad seguía siendo periférica porque era pequeña, carecía de fondos suficientes y estaba alejada de la vida cultural. Desde los Edmund Wilson y Lewis Mumford de principios del siglo XX hasta las Jane Jacobs y Betty Friedan de más tarde, se veían a sí mismos como escritores y periodistas, no como profesores. Pero me perdí algo: la incipiente toma de la esfera pública por los habitantes del campus y su jerga.
Lo que llamé una generación de transición, los intelectuales neoyorquinos (en su mayoría judíos) acabaron más tarde sus carreras como profesores, pero normalmente carecían de formación de posgrado. Cuando Daniel Bell fue nombrado profesor de la Universidad de Columbia en 1960, los funcionarios descubrieron que no tenía un doctorado, y se lo concedieron por su colección de ensayos (The End of Ideology). Este incidente indica algo del compromiso de estos hombres, y eran hombres; escribían ensayos para un público, no monografías o trabajos de investigación para colegas. Esta orientación era igualmente cierta para un colega de Bell, como Irving Howe, que también acabó como profesor sin formación de posgrado. Observó que, al igual que él, Bell no quería escribir tratados farragosos, ni especializarse o encasillarse. O como Bell dijo para todos ellos: “Me especializo en generalizaciones”.
Pero la historia cambia para la siguiente generación: mi generación de los 60. En la pose éramos mucho más radicales que los anteriores intelectuales estadounidenses. Éramos los izquierdistas, maoístas, marxistas, tercermundistas, anarquistas y manifestantes que cerraban regularmente la universidad en nombre de la guerra de Vietnam, la libertad de expresión o la igualdad racial. Sin embargo, a pesar de todos nuestros ataques a la universidad, a diferencia de los intelectuales anteriores, nunca abandonamos el campus. Nos instalamos. Nos convertimos en estudiantes de posgrado, profesores ayudantes y, finalmente (algunos de nosotros), en figuras destacadas de las disciplinas académicas.
Sin duda, no se trataba simplemente de una serie de elecciones individuales. Las condiciones que llevaron a la generación de transición a los campus fueron difíciles de resistir. La vida del intelectual independiente, siempre precaria, se había vuelto prácticamente imposible. Vivir en las ciudades resultaba cada vez más caro a medida que disminuían las posibilidades de escribir. Cuando Edmund Wilson escribía para The New Republic en los años 20, los ingresos de un artículo podían pagar el alojamiento y la comida durante varios meses. Sesenta años más tarde, el pago podía financiar unas pocas comidas. Al mismo tiempo, en los años cincuenta y sesenta, los estudiantes inundaban los campus y las facultades se ampliaban. Para los jóvenes intelectuales, todas las señales apuntaban en una dirección: una carrera académica. Los primeros intelectuales estadounidenses imaginaban mudarse a Nueva York, Chicago o San Francisco para unirse a una bohemia urbana; mi generación imaginaba mudarse a villas universitarias como Ann Arbor, Berkeley o Austin para unirse al grupo de los conferenciantes.
En treinta años, la madera y el tono de las facultades se remodelaron. En la década del 50, el número de izquierdistas públicos que enseñaban en las universidades estadounidenses se podía contar con las dos manos. En la década del 80, llenaban aviones y salas de conferencias de hoteles. En los ochenta apareció un estudio en tres volúmenes de la nueva erudición marxista (The Left Academy: Marxist Scholarship on American Campuses, vol. 1-3). Aparecieron un sinfín de nuevas revistas, cada una con sus propios seguidores, como Studies on the Left, Radical Teacher, Radical America, Insurgent Sociologist, Radical Economists. En los años siguientes, los líderes de las principales organizaciones académicas, como la Modern Language Association o la American Sociological Association, eligieron a izquierdistas confesos.
Aquí se enreda la historia. En una serie de libros superventas (Tenured Radicals, Illiberal Education, The Closing of the American Mind), los conservadores dieron la voz de alarma: los radicales se estaban apoderando de la universidad y destruyendo Norteamérica, si no la civilización occidental. En The Last Intellectuals yo difería. Los nuevos académicos radicales estaban demostrando ser colegas y profesionales serviciales. ¿La prueba? Redactaban artículos y libros ilegibles para sus colegas. Eran menos subversivos que sumisos. Los anteriores intelectuales estadounidenses escribían para un público; los nuevos radicales, no. No eran intelectuales públicos, sino académicos estrechos.
El «famoso» profesor de literatura marxista sólo era famoso para los estudiantes de literatura. Desde Homi K. Bhabha en Harvard hasta Gayatri Spivak en Columbia, Fredric Jameson en Duke y Judith Butler en Berkeley, no se podía dudar de la política izquierdista de estos académicos. Pero ¿cuál era su impacto, habida cuenta que no sabían escribir? Un concurso medio en serio de mala escritura premió a la profesora Butler por esta frase:
“El paso de un relato estructuralista en el que se entiende que el capital estructura las relaciones sociales de maneras relativamente homólogas a una visión de la hegemonía en la que las relaciones de poder están sujetas a la repetición, la convergencia y la rearticulación introdujo la cuestión de la temporalidad en el pensamiento de la estructura, y marcó un cambio de una forma de teoría althusseriana que toma las totalidades estructurales como objetos teóricos a otra en la que las ideas sobre la posibilidad contingente de la estructura inauguran una concepción renovada de la hegemonía como ligada a los lugares y estrategias contingentes de la rearticulación del poder.”
Yo sostenía que los conservadores debían despertar de su pesadilla de académicos radicales que destruían Norteamérica y relajarse; los revolucionarios académicos se preocupaban de sus carreras y prebendas. Si hacían olas, quedaban confinados en la piscina del campus. En mis momentos más paranoicos, me preguntaba si se había puesto en marcha un astuto plan: los conservadores fingían estar indignados con los radicales en el campus, pero ante una generación de estudiantes subversivos, juzgaban que sería mejor mantenerlos encerrados en la universidad, lo que limitaría los daños. El apéndice secreto de La estrategia conservadora para el siglo XXI declaraba: “Demos a los radicales Literatura Inglesa y Comparada, estudios de género, sociología, historia, antropología y cualquier otro departamento y centro disparatado que quieran en los campus, mientras nosotros nos apoderamos del resto de Estados Unidos”. El plan funcionó en gran medida. Escribí en su momento que, si se diera la oportunidad, valdría la pena cambiar todos los malditos departamentos de inglés de izquierdas por una Corte Suprema. Todavía valdría la pena.
Mis críticos me acusaban de sufrir nostalgia de unos viejos tipos blancos. La vida intelectual había mejorado y se había diversificado notablemente. Además, generalicé demasiado; presentaron nombres de media docena de independientes incondicionales o profesores conocidos. Este argumento continúa.
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Pero tanto mis críticos como yo pasamos por alto algo que quizá no fuera obvio hace treinta años. A finales de los noventa, la rápida expansión de las universidades se detuvo, especialmente en el campo de las humanidades. Las contrataciones de profesorado se ralentizaron o se detuvieron en muchas áreas. Las matrículas de posgrado se redujeron. En mi propio departamento, en diez años pasamos de aceptar a más de cien estudiantes de posgrado a menos de veinte, por una sencilla razón: no podíamos colocar a nuestros estudiantes. Las hordas que siguieron cursos de pedagogía crítica, sociología insurgente, estudios de género, antropología radical, teoría marxista del cine y posmodernismo ya no podían aspirar a carreras universitarias.
¿Qué fue de ellos? No hay una respuesta única. Se incorporaron al mundo laboral. Algunos se convirtieron en baristas, técnicos, empleados de Amazon y agentes inmobiliarios. Otros con ambiciones intelectuales encontraron puestos en los diarios que quedaban y en publicaciones periódicas online, pero lo más frecuente es que consiguieran trabajo como escritores o investigadores en agencias gubernamentales liberales, fundaciones u ONG. En todos estos puestos, llevaron consigo las sensibilidades y la jerga que aprendieron en el campus.
Es el éxodo de las universidades lo que explica lo que está ocurriendo en la cultura en general. Los izquierdistas que se habrían esfumado como profesores asistentes en conferencias sobre narratología y fluidez de género, o desaparecido como profesores de Derecho con ensayos ilegibles sobre la hegemonía misógina y la interseccionalidad, han sido expulsados a la cultura en general. Son el personal de los crecientes comisariados de diversidad e inclusión que nos asaltan con declaraciones insulsas y programas inanes redactados en el lenguaje que aprendieron en la escuela. Somos testigos de la invasión de la plaza pública por el campus, una intrusión de términos y sensibilidades académicas que ha saltado los muros cubiertos de hiedra con la ayuda de las redes sociales. Las palabras de moda del campus –diversidad, inclusión, microagresión, diferencia de poder, privilegio blanco, seguridad de grupo– se han convertido en las palabras de moda de la vida pública. Ya confusas en el campus, se vuelven nocivas fuera de él. “La desidia de nuestro lenguaje”, declaró Orwell en su clásico ensayo de 1946, La política y la lengua inglesa, nos hace “tener pensamientos insensatos más fácilmente”.
Orwell se centró en el lenguaje que defendía “lo indefendible”, como el dominio británico de la India, las purgas soviéticas y el bombardeo de Hiroshima. Ofreció ejemplos de lenguaje corrupto. “La prensa soviética es la más libre del mundo”. El uso de eufemismos o mentiras para defender lo indefendible apenas ha desaparecido: Putin calificó la invasión de Ucrania de “Operación Militar Especial”, y cualquiera que la llame “guerra” o “invasión” ha sido detenido.
Pero hoy, a diferencia de 1946, el lenguaje político de los progresistas occidentales no defiende tanto lo indefendible como lo defendible. Esto hace que la cuestión sea más delicada que cuando Orwell la abordó. Las disculpas por los actos criminales del Estado se denuncian a sí mismas. Las justificaciones de los desiderata liberales, sin embargo, casi se inmunizan a sí mismas frente a las objeciones. Si cuestionas la manía de la diversidad, apoyas el imperialismo occidental. ¿Se pregunta por el significado de microagresión? Usted es un microagresor. ¿Tienes dudas sobre una supremacía blanca eterna y omnicomprensiva? Usted se beneficia del privilegio blanco. ¿Eres escéptico sobre los nuevos pronombres? ¿Promueves el suicidio de adolescentes frágiles.
La «diversidad» es la prueba n° 1 de la invasión universitaria de la plaza pública.
A todo el mundo le encanta la diversidad. ¿Por qué no? Como cualidad humana es mejor que lo contrario, la homogeneidad. Sin embargo, la diversidad ejemplifica la turbia jerga que defiende lo defendible. ¿Qué implica la diversidad? ¿Más representación de todos los grupos? Me parece justo, pero ¿es esto diversidad si cada individuo debe encarnar al grupo, una noción que es casi la antítesis de la diversidad individual? Además, la diversidad se centra en los marcadores de grupo visibles (género, raza, etnia), lo que deja de lado la diversidad de ideas, política y religiosa, así como la clase económica, que son menos fáciles de rastrear. Si todos están de acuerdo, pero pertenecen a grupos diferentes, ¿dónde está la diversidad?
¿Significa la diversidad que cada sector de la sociedad debe reflejar demográficamente la composición del país en su conjunto? Parece que sí, pero ¿se consigue así un mundo más diverso? Un nuevo estudio sobre la diversidad en Hollywood, dirigido por la UCLA y patrocinado por grandes empresas, utiliza la demografía de género, raza y etnia como patrón evidente para medir la diversidad. El estudio de Hollywood informa que “las personas de color representaban el 38,9 por ciento de los protagonistas de las principales películas para 2021… Con el 42,7% de la población de EE.UU. en 2021, las personas de color volvían a quedarse cortas en cuanto a representación proporcional entre los protagonistas de las películas”. La diferencia de 3,8 puntos porcentuales inquieta a los expertos en diversidad. ¡Queda trabajo por hacer, camaradas!
Pero, ¿adónde lleva o dónde se detiene la diversidad definida como representación proporcional? Los indígenas americanos están sobrerrepresentados entre los propietarios de moteles. ¿Qué hacer? Etadounidenses de origen vietnamita trabajan sobre todo en salones de manicura. Un problema. Demasiados abogados judíos y muy pocos jugadores de baloncesto judíos en la NBA. De hecho, ¡ninguno! ¿Ha abordado la NBA su crisis de diversidad? Además, la diversidad como representación proporcional ha funcionado históricamente para discriminar, por ejemplo, en una Harvard asustada por el exceso de solicitantes judíos. El creciente número de estudiantes judíos alarmó al presidente de Harvard, A. Lawrence Lowell. Los judíos, con un 3% de la población, superaban el 20% del alumnado de Harvard en la década del veinte. ¡Caramba! Lowell, en correspondencia con sus homólogos de Princeton y Yale, trabajó para limitar el número de judíos en el campus al 5%. ¿Las cuotas antisemitas fomentaron la diversidad en Harvard, Princeton y Yale?
Comparadas con la diversidad, las demás exportaciones del campus son poca cosa, pero su importancia va en aumento. Por ejemplo, la libertad de expresión. Los nuevos argumentos que cuestionan la libertad de expresión proceden de izquierdistas académicos togados, una ironía que a veces se nota. El Movimiento por la Libertad de Expresión de la Universidad de Berkeley prácticamente inauguró las protestas estudiantiles de los años sesenta. Históricamente, dentro y fuera del campus, los izquierdistas luchaban contra la censura y defendían la libertad de expresión. Ya no es así.
Ahora los profesores de Derecho, que a menudo se autodenominan feministas antipornografía y teóricos críticos de la raza, proponen ideas para restringir la libertad de expresión. En sus tortuosos escritos, se encuentran todos los términos que recogieron de los marxistas posmodernos o de los posmarxistas: hegemonía, discurso, poder, invención. A esto añaden misoginia, supremacía blanca y una pizca de paranoia. A pesar de toda su sofisticación, estos profesores eruditos no dejan de sorprenderse ante los hechos más elementales de la sociedad. La sociedad está jerarquizada. Los ricos tienen más influencia que los pobres. Los poderosos dominan a los débiles. Repiten sin cesar estas observaciones, como si acabaran de descubrirlas. Por lo visto, acaban de hacerlo.
La primera frase de un artículo de Catharine A. MacKinnon, catedrática de las facultades de Derecho de la Universidad de Michigan y Harvard, que es la principal feminista contra la pornografía, dice así: “En los últimos cien años, la Primera Enmienda se ha convertido principalmente en un arma de los poderosos”. Precisa: “La apelación a la Primera Enmienda se utiliza a menudo para apoyar el estatus y el poder dominantes, respaldando la supremacía blanca y los ataques misóginos masculinistas”. Es un medio para que “los grupos dominantes impongan y exploten su hegemonía”. Nótense todas las palabras de moda: poder dominante, supremacía blanca, hegemonía. Esta postura supone un cambio radical con respecto a los libertarios civiles tradicionales, que valoraban la libertad de expresión como protección de los disidentes. Estos libertarios civiles son ahora tachados de absolutistas equivocados de la Primera Enmienda o, peor aún, de derechistas, incluso de espectadores de Fox.
El marxismo a medias de los profesores de Derecho y sus estudiantes, que trabajan y tuitean en la tierra de las ONG, plantea un problema. Marx declaró que las ideas de la clase dominante son las ideas dominantes, pero matizó que existen dos clivajes en la clase dominante y que una nueva clase revolucionaria desafía las ideas dominantes. Quizá se equivocó, pero al menos planteó el movimiento y el conflicto. También podría señalarse que el término «hegemonía», uno de los favoritos de los izquierdistas universitarios, deriva de la obra del marxista italiano Antonio Gramsci. A pesar de todas sus sutilezas e incoherencias, el encarcelado Gramsci consideraba que los antagonismos sociales estaban siempre presentes. Como ha dicho un comentarista, “el concepto de hegemonía de Gramsci” proporciona la base para que una élite intelectual emprenda una “guerra de posiciones” que prepare el camino “para derrocar el orden existente”.
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¿Guerra de posiciones? Nada más lejos de la mente de estos profesores, que presentan el poder como omnipresente y estático. Que la Primera Enmienda es una herramienta de los poderosos, la visión pionera de la profesora MacKinnon, sale directamente del marxismo trillado; podría decirse con igual verdad sobre cualquier sector de la sociedad. “La vivienda es un arma de los poderosos”. “Los medios de comunicación son un arma de los poderosos”. “La educación es un arma de los poderosos”. Para el caso, la profesora MacKinnon, que da clases a los más privilegiados en las facultades más elitistas, es un arma de los poderosos.
En el clásico caso estadounidense de 1919, el juez Oliver Wendell Holmes Jr. estableció el criterio de “un peligro claro y presente” para el Estado como razón para frenar la libertad de expresión. Holmes escribió la opinión en la que se arrestaba a dos socialistas que habían distribuido panfletos donde se incitaba a la resistencia pacífica al servicio militar obligatorio. Los folletos proponían, entre otras cosas, que los reclutas “hicieran valer sus derechos”. En 1919, ese tipo de discurso constituía “un peligro claro y presente” para el gobierno. Fueron condenados y encarcelados.
Holmes, en casos posteriores, se retractó de esa norma por considerarla demasiado laxa o peligrosa; es decir, que da al gobierno demasiada libertad para censurar. En general, los libertarios civiles siempre han defendido que las restricciones a la libertad de expresión deben ser escasas y limitarse a las amenazas directas a instituciones o personas. Esto ya lo encontramos en Sobre la libertad de John Stuart Mill. “Una opinión de que los vendedores de maíz son hambreadores de los pobres, o que la propiedad privada es un robo, no debe ser molestada cuando simplemente circula por la prensa, pero puede incurrir en un justo castigo cuando se transmite oralmente a una turba excitada reunida ante la casa de un vendedor de maíz”.
Los nuevos restriccionistas de la libertad de expresión hacen saltar por los aires la categoría de perjuicio y sustituyen el perjuicio individual por el perjuicio colectivo. “No hemos escuchado a las verdaderas víctimas”, declara Charles R. Lawrence III, uno de los principales exponentes de la teoría crítica de la raza. Hemos mostrado “poca empatía o comprensión por su perjuicio”. Para Lawrence “las palabras insultantes” son “experimentadas por todos los miembros de un grupo racial que se ven obligados a oír o ver estas palabras.”
Laura Kipnis, profesora de cine en la Universidad del Noroeste, ha escrito sobre su terrible experiencia cuando alteró la tranquilidad del campus. ¿Su ofensa? Escribió un artículo en The Chronicle of Higher Education que cuestionaba lo que ella llamaba la paranoia sexual en los campus. Repito: un artículo en un periódico especializado molestó a los estudiantes, que se sintieron amenazados e inseguros por su artículo. Los estudiantes marcharon por el campus, arrastrando un colchón. “Nosotros, los abajo firmantes, pedimos por tanto una condena rápida y oficial de los sentimientos expresados por la profesora Kipnis en su incendiario artículo”. Uno de los directores se quejó de que el artículo «perjudicaba» a los estudiantes. La universidad no tardó en abrir una investigación que se prolongó durante meses.
El New York Times publicó un artículo de opinión del senador Tom Cotton en el que pedía la intervención de la Guardia Nacional para frenar los saqueos tras los disturbios de George Floyd. Los empleados del Times protestaron y denunciaron que el artículo ponía a los empleados negros “en peligro”. De nuevo, se trataba de un artículo en la sección editorial del periódico, pág. 14. En la adaptación norteamericana de los juicios-espectáculo estalinistas, el editor de la sección de opinión confesó: lamentaba “el dolor” que había causado. Dimitió.
Una revista progresista incondicional, The Nation, se disculpó por un breve poema que publicó. Un poeta blanco asumía la voz de una indigente negra. La revista adjunta ahora al poema una disculpa –más larga que el poema– donde lamenta que el poema contenga “un lenguaje despectivo y capacitista que ha ofendido y causado daño a miembros de varias comunidades”. Los editores de poesía “lamentan el dolor que hemos causado a las numerosas comunidades afectadas por este poema”. El poeta se disculpó “por el dolor que he causado”. Fue enviado a un campo de reeducación.
A principios de 2015, dos musulmanes franceses entraron por la fuerza en la revista satírica francesa Charlie Hebdo, que publicaba caricaturas de Mahoma. Dispararon a quemarropa a doce personas: escritores, caricaturistas y demás. En la primavera de ese año, la rama estadounidense de PEN, la asociación internacional de escritores, quiso conceder a la revista su “premio a la libertad de expresión”. Parecería algo sencillo: escritores y dibujantes asesinados a sangre fría por su trabajo satírico. Pero no. Algunos de los escritores más célebres de Estados Unidos protestaron por el premio a Charlie Hebdo. No apoyaron precisamente los asesinatos. “Una expresión de opiniones, por desagradable que sea, ciertamente no debe ser respondida con violencia o asesinato”, opinaron. El «ciertamente» es un bonito detalle, como si surgiera la duda. Pero el «poder» existe y las «desigualdades» entre quienes escriben y sobre quienes se escribe “no pueden, ni deben, ignorarse”.
Los escritores, que fueron asesinados, tenían poder. Los asesinos, no tanto. “A la parte de la población francesa que ya está marginada, asediada y victimizada, una población moldeada por el legado de las diversas empresas coloniales de Francia, y que contiene un gran porcentaje de musulmanes devotos, las caricaturas del Profeta de Charlie Hebdo deben considerarse como destinadas a causar más humillación y sufrimiento”, sermoneaba la carta del PEN. Varios cientos de escritores muy honrados, entre ellos Teju Cole, Deborah Eisenberg, Michael Ondaatje, Joyce Carol Oates y Francine Prose, estamparon sus firmas. En la medida que los escritores poseen poder, en comparación con los no escritores (o los no caricaturistas) –como se indica en la carta de protesta del PEN–, las desigualdades podrían bloquear toda escritura, excepto sobre uno mismo, una tentación que muchos escritores ya encuentran irresistible.
Con la marginalidad como límite para la libertad de expresión, ¿cómo habrán visto los nuevos árbitros a Voltaire y sus hermanos de la Francia del siglo XVIII? Los philosophes eran una élite que atacaba a los católicos ignorantes, que probablemente se sentían heridos y poco respetados. El poder de la Iglesia se desmoronaba rápidamente –pronto perdería su estatus oficial en la Revolución Francesa– y los buenos católicos eran a menudo rurales y pobres. ¿No estaban marginados?
En 2004, Theodoor van Gogh, actor y productor de cine holandés, fue asesinado en las calles de Ámsterdam –en su bicicleta– por un extremista musulmán. Había rodado una provocadora película de diez minutos con Ayaan Hirsi Ali, feminista nacida en una familia musulmana somalí, que denunciaba el trato que reciben las mujeres en las sociedades islámicas. El asesino clavó una nota con un cuchillo en el cuerpo de Van Gogh en la que amenazaba a Hirsi Ali. En su libro Murder in Amsterdam, Ian Buruma considera los hechos y sus principales responsables, pero, al igual que los escépticos actuales de la libertad de expresión, observa que Hirsi Ali atacó a una comunidad marginada, “una minoría dentro de una minoría asediada”. En ese sentido, comenta, Hirsi Ali no es Voltaire.
Cuando los empleados protestan porque se sienten inseguros, ya que su empresa publica un artículo o un libro ofensivos, sabemos qué cursos universitarios han seguido. Cuando la ACLU [Unión Estadounidense por las Libertades Civiles, por sus siglas en inglés] elimina cualquier mención a la Primera Enmienda de sus informes anuales; cuando uno de sus directores declara: “Las protecciones de la Primera Enmienda las disfrutan de forma desproporcionada las personas con poder y privilegios”; y cuando aconseja a sus propios abogados que equilibren la libertad de expresión y la “ofensa a los grupos marginados”, sabemos que estudiaron teoría crítica de la raza. Cuando se elimina a las mujeres de la literatura de Parentalidad Planificada con la explicación: “Es hora de retirar los términos ‘atención sanitaria a la mujer’ y ‘derecho de la mujer a elegir’… estas frases borran a las personas trans y no binarias que abortan”. O cuando NARAL (Asociación Nacional para la Derogación de las Leyes sobre Aborto) anuncia que va a sustituir la expresión “mujeres embarazadas” por “personas gestantes” y declara: “Utilizamos un lenguaje neutro en cuanto al género al hablar del embarazo, porque no sólo las mujeres del género cis se quedan embarazadas”; sabemos que los autores de estos cambios se especializaron en estudios de género y cotorreo crítico.
Lo sabemos, pero tenemos que sufrir las consecuencias. Los profesores santurrones han engendrado estudiantes santurrones que se infiltran en la plaza pública. Los primeros prosperaron en sus enclaves universitarios a base de desplumar la brillantez de los demás, pero nos dejaron en paz al resto. Los segundos, sus alumnos, sin embargo, constituyen un desastre sin paliativos, intelectual y políticamente, cuando se incorporan al mundo laboral. Podrían ser la versión estadounidense de los antiguos apparatchiks soviéticos, funcionarios que llevan a cabo las políticas del partido. Intelectualmente, fetichizan las palabras de moda (diversidad, marginalidad, diferencia de poder, privilegio blanco, seguridad de grupo, hegemonía, fluidez de género y demás) que propagan por todas partes.
Políticamente, marcan una autoinmolación de los progresistas; hacen alarde de su exquisita sensibilidad y apertura, y hacen gala de un exquisito narcisismo e insularidad. Hubo un tiempo en que los izquierdistas trataban de ampliar su electorado acercándose a los no iniciados. Esto caracterizó a una izquierda durante su fase más destacada de política frentepopulista. Ya no. Con un credo de seguridad grupal, la nueva generación de izquierdistas no tiende la mano al exterior, sino al interior. Funciona más como un club exclusivo que como una política para todos.
Russell Jacoby