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Nota.— La argentina Herminia Brumana (1897-1954) es una de las figuras intelectuales y literarias más destacadas que ha tenido el feminismo rioplatense de izquierdas en la llamada Primera Ola. Infatigable maestra y directora de escuela, prolífica periodista y escritora, su militancia por los derechos y la emancipación de las mujeres, las libertades democráticas, los derechos humanos, la educación pública, la protección de la infancia y la justicia social en general estuvo siempre estrechamente vinculada a la tradición socialista, especialmente al movimiento anarquista (como ilustra, por ejemplo, su activismo en pro de la liberación de los presos de Bragado).
Herminia Catalina Brumana nació en Pigüé, una pequeña localidad de la pampa austral bonaerense situada 135 kilómetros al norte de Bahía Blanca. Su familia era de origen inmigrante, italiano. Al terminar la primaria en su pueblo, continuó sus estudios en el Normal de Olavarría, en la región central de la provincia de Buenos Aires. Cuando se graduó de maestra en 1916, retornó a su terruño, donde habría de trabajar como docente, fundar la revista Pigüé, publicar su ópera prima (Palabritas, 1918, libro de lecturas infantiles que le acarreó un conflicto con el Consejo Escolar) y casarse con el dirigente socialista Juan Antonio Solari. Principiando la década del 20, se mudó a la ciudad de Buenos Aires con su marido, y allí seguiría desempeñándose como educadora en diversas escuelas de Capital Federal y la zona sur del Conurbano. En 1923 publicó su segundo libro: Cabezas de mujeres, una compilación de relatos cortos donde afloran vigorosamente sus ideas y sensibilidad feministas, socialistas y libertarias, con una fuerte influencia estética e ideológica del literato ácrata hispano-paraguayo Rafael Barrett, algo que ella misma solía señalar (se reconocía como su discípula). Brumana escribiría varios libros más hasta el final de sus días, mayormente en un registro de narrativa breve de no ficción, mixturado con cuentos, cartas, ensayos y poesías: Mosaico (1929), La grúa (1931), Tizas de colores (1932)… En el ámbito periodístico, colaboró como columnista para diversos diarios y revistas, tanto de la prensa mainstream (Caras y Caretas, Mundo Argentino, El Hogar, La Nación, Nosotros) como de la prensa militante o contracultural (La Protesta, La Vanguardia, Insurrexit, Nuestra Tribuna, Reconstruir, Vida Femenina). Asimismo, incursionó en la dramaturgia. Redactó más de diez obras de teatro, algunas de las cuales fueron estrenadas, como La protagonista olvidada (que además llegó a la imprenta, en 1933). Su último libro, A Buenos Aires le falta una calle, data de 1953. Falleció al año siguiente en la urbe porteña. Era bastante joven todavía –tenía 56– y seguía trabajando de maestra –daba clases en una escuela nocturna para personas adultas–.
Póstumamente, la Sociedad Amigos de Herminia Brumana editó sus Obras completas (Bs. As., 1958) en 800 páginas, con prólogo y recopilación de José Rodríguez Tarditi. Ni estas, ni la gran mayoría de sus libros o escritos, han conocido una reedición desde entonces, y ya han transcurrido más de 60 años… Sirva esta publicación en Naglfar –la sección literaria de Kalewche– como un modesto acto de homenaje, rescate y reparación.
De las Obras completas de Brumana, hemos seleccionado tres prosas (págs. 340-349) que nos gustaron especialmente, a modo de botón de muestra. Se trata de tres de sus célebres Cartas a las mujeres argentinas (Santiago de Chile, Ercilla, 1936): “Viajando por el Norte”, “Y son hermanas nuestras” y “También amor y canciones”. Son consecutivas y están hilvanadas, formando un tríptico epistolar. En ellas, la autora nos habla de la población rural ancestral de la Puna argentina, en las provincias norteñas de Salta y Jujuy: su modo de vida montañés y pastoril, su cultura material y simbólica, su identidad indígena o mestiza, sus costumbres y tradiciones, sus mujeres, etc. Pero no todo es descripción etnográfica en el relato de Brumana. También nos habla de la extrema pobreza y postergación de aquella gente, y nos explica el origen histórico y la causa estructural de dicha injusticia: el despojo de tierras manu militari (conquista y colonización españolas) y la explotación económica (arriendos leoninos) a manos de grandes hacendados absentistas de la ciudad o el llano.
Permítasenos una digresión: en 1946, un decenio después de que Brumana escribiera las cartas, y a poco de iniciarse el primer gobierno de Perón, el descontento con esa situación habría de desembocar en el Malón de la Paz, una larga marcha a pie y mula –2.000 km y 80 días– de campesinos kollas desde la Puna jujeña y salteña hasta el centro de la Capital Federal, para reclamar pacíficamente a las autoridades nacionales la restitución de la propiedad comunitaria ancestral sobre las tierras que alquilaban, habitaban y trabajaban. La movilización indígena solo conseguiría aviesos halagos y falsas promesas, y luego una dura represión seguida de deportación.
No obstante sus críticas o denuncias contra el latifundismo parasitario y la opresión clasista de la oligarquía criolla, y no obstante su sincera empatía y solidaridad indigenistas con el campesinado puneño, Brumana, como casi todos los hombres y mujeres progresistas o de izquierda en aquellos años (liberales, socialistas, comunistas y anarquistas), no logra escapar del todo –ni siquiera mucho, por momentos– a ciertos preconceptos deterministas y esencialistas de orden racial o telúrico, a ciertos prejuicios eurocéntricos y evolucionistas, a ciertos esquemas de paternalismo «modernizante» o «civilizador». Todo ello asociado, sin sorpresas, a la herencia del positivismo decimonónico, la moda del Folklore (léase: antropología cultural en clave romántico-populista), los ideologemas sarmientinos/normalistas de la «maestra ciruela» y la docencia como «apostolado», el vanguardismo «pequebú» y citadino de una intelligentsia que se cree iluminada…
Pero nada de eso, huelga aclarar, justificaría una «cancelación» retrospectiva, esa forma vergonzante de censura que, en esta posmodernidad tan beocia, y cada día más oscurantista, propician los cancerberos decoloniales de la «corrección política». Discernir, disentir, contradecir, debatir, rebatir, elegir; pero nunca, jamás, prohibir o suprimir. Con luces y sombras, los escritos de Herminia Brumana merecen ser leídos y difundidos, no solo por su valor literario e intelectual intrínsecos, sino también como documentos históricos, es decir, como testimonios del pensar y sentir de otra época que debemos esforzarnos en conocer y comprender, independientemente de cuán positivas o negativas sean nuestras opiniones políticas o morales al respecto. No existe la literatura sin claroscuros. Verdad de Perogrullo que muchos parecen haber olvidado.




VIAJANDO POR EL NORTE

Apreciable señora:

¿Así que usted está horrorizada desde que leyó, a raíz de mi reciente gira por Santiago del Estero, Tucumán, Salta y Jujuy, en un diario del Norte, unas declaraciones mías, que atribuye a error del repórter que me entrevistó? Pues, mi estimada señora, ha leído usted bien y lo que allí se escribió lo dije yo de viva voz y lo repito: a mí la Naturaleza me tiene sin cuidado. A la más magnífica puesta de sol prefiero el espectáculo de un niño que ríe, y los cerros de más variados colores los cambio yo por la presencia soberbia de una manifestación de obreros que gritan sus derechos.

El elemento humano es para mí tan fundamentalmente importante que todo lo demás disminuye en su presencia. Eso es lo que yo digo, y que tanto escandalizó a usted, que ha puesto el grito en el cielo por mi insensibilidad. No hay tanto, desde luego; también sentí la impresión de lo bello ante esa magnífica quebrada cuyos cerros coloreados como arco iris atraían mi mirada, lo mismo que los innumerables vallecitos de ese verde único que por allá ostentan. Lo que yo he querido significar es que no haría un viaje exclusivamente por ver estas cosas, y en cambio me iría hasta el fin del mundo si supiera que ahí encontraba hombres y mujeres a cuya alma me asomaría, ávida de sorprender ambiciones, ensueños, esperanzas o angustias.

Y, en esta tarea gratísima que me he impuesto de escribir a las mujeres argentinas, es natural que me interesen ellas, especialmente empeñada, como estoy, en estudiar la materia prima que formará la sustancia racial de esta mi América, a la que veo cada vez más nítidos los contornos.

A usted le asombró también que, siempre en esa crónica, clasificara a las mujeres en las tres escalas sociales: aristócratas, clase media y baja. Pero de alguna manera debo agruparlas, pues no podría generalizar diciendo que las provincias del Norte son frívolas, estudiosas o indiferentes, sin decir una inexactitud. En cambio, así divididas las puedo observar y describir mejor, y establecer, por ejemplo, que la clase media –en la que agrupo a las maestras, catedráticas, profesionales, escritoras, estudiosas– sea superior, en cuanto a preparación cultural, a la idéntica capa social porteña. He encontrado, a este respecto, una cantidad considerable de provincianas cuyo espíritu inquieto las lleva a investigar y estudiar constantemente y que, por consiguiente, están al tanto de todo movimiento cultural que se desarrolla en el mundo. Son también las que suelen llegar –en su carácter de miembros de asociaciones culturales– al pueblo, proporcionando a éste motivos de elevación espiritual cuando auspician la creación de bibliotecas públicas, salones de exposición, conferencias o actos de concierto.

En realidad, esta tarea de capacitar a las clases inferiores debería ser hecha por la clase superior o aristocrática.

Pero en las capitales de provincia también la llamada clase alta sólo se preocupa –salvo contadas excepciones– de aislarse en absoluto del pueblo, rodeándose de una barrera que resulta infranqueable a todo… menos al dinero.

De esa manera permanecen alejadas en absoluto de la parte vital de esas regiones, o sea la masa, más que en parte alguna, en esos lugares merecedora de atención por parte de los favorecidos por la suerte.

El elemento humano de la clase baja está constituido ahí en su mayoría por el tipo aborigen. Los coyas argentinos y los bolivianos se confunden en una misma familia, separados como están por una imaginaria línea limítrofe que nada dice al espíritu de estas gentes, ajenas, por lo general, a estos asuntos internacionales.

La cruza de los españoles con las distintas tribus que poblaban estas regiones (indios atacamas, omaguacas, chichas, uros, etc.), dio origen a muchas familias que aún habitan en los valles y ciudades de las provincias norteñas. En cambio, en las alturas, especialmente los llamados puneños, o sea los habitantes de la Puna de Atacama, permanecen, a través del tiempo, tal como debieron ser cuando llegaron los primeros españoles o conquistadores. Respecto de estos hay varias versiones. Existen historiadores que creen que españoles salidos del fuerte de Santi Spíritu fueron los primeros en hollar suelo jujeño y siguieron hasta Perú, regresando de ahí para encontrarse con el fuerte incendiado. Otros afirman que recién después de la conquista de Perú por Pizarro, plantas blancas, siguiendo los caminos ya trazados por los incas, bajaron hacia Tucumán atravesando Salta y Jujuy.

Lo cierto es que, cuando uno llega actualmente, en medio de todas las comodidades de la época, después de dos días de tren a Jujuy, y luego de diez horas más a La Quiaca, uno empieza a pensar seriamente en lo temeraria que fue la conquista de esta parte de América, tan lejana de todo puerto, tan hostil, con sus cerros enhiestos, tan fatigosa en algunas de sus travesías.

Y sin embargo, llegaron. Y lo que no hizo la ambición de «los encomenderos», que venían sólo en busca de metales preciosos, pretendieron hacerlo los misioneros: asimilar a la civilización europea a estos indios. Y digo pretendieron, porque no lo consiguieron. En vano a los sacerdotes encargados de adoctrinar a los nativos, se les exigía que supieran el quichua, la lengua general usada en el Cuzco. Así lo hacían, y casi todos los misioneros, antes de venir a estas regiones, sabían ese idioma; y esta exigencia era tan severa, que consta en un informe del año 1622, el hecho censurado “del padre Antonio Velásquez el cual no sabe la lengua de los naturales y, cuando la supiera, está ocupado en sus haciendas y no quiere ser doctrinante”.

Mas el alma de este pueblo que vivía feliz en su tierra y de pronto se vio esclavizado, maltratado y explotado, permaneció para siempre inexpugnable. Hosco, huraño en época de la conquista; hosco y huraño ahora. Cerrado al invasor y a sus descendientes, el puneño no se deja atisbar el alma.

¿Sueña, sufre, goza, espera acaso, detrás de su mirada impenetrable, esta gente de bronce? Yo no podría decirlo. En vano he intentado acercarme a las mujeres, que es a quienes creía llegar más fácilmente. He visto sus rostros, sus vestidos, sus viviendas, sus comidas, sus costumbres, sus fiestas, sus muertos, pero todo desde afuera, a través de una muralla espesa que en vano mi cordialidad trató de franquear.

Ni siquiera las maestras logran acercárseles. En el tren viajé con una maestrita cuya escuela –una de tantas– estaba situada en un cerro a casi 5.000 metros de altura. Para llegar a ella, desde el más próximo pueblo con ferrocarril, se necesitan dos días de viaje en burritos.

No es para todos trepar a esas alturas. El aire enrarecido produce el mal de montaña o puna, que ataca, no sólo a las personas, sino a las bestias que no están aclimatadas, cuya molestia más leve es un fuerte mareo, náuseas, dolor de cabeza y hemorragia nasal. El comprimido de ajo o, en su defecto, el ajo natural, es el preventivo más indicado.

Bien; me contaba esta maestra las dificultades con que se tropieza para enseñar a estos alumnos, criaturas que bajan de lo alto, a veces haciendo varios kilómetros, por los senderitos que las llamas, cabras y vicuñas han formado en las peñas. No podría decirse que no hablan castellano, pues se hacen entender; pero la mayoría de los términos que sirven para denotar objetos de uso común, los dicen en quichua, y cuesta mucho enseñarles su equivalente en idioma nacional, pues la obra de la escuela es insignificante en sus cuatro horas de clase frente a las veinte de hogar y a los siglos de raza.

Vidas heroicas las de estas maestritas flamantes que, recién salidas de la Normal, con tantas ilusiones y tanta teoría de escuela nueva y activa, se ven precisadas a enterrarse en esos lugares, sin más aliciente que el respeto de la propia conciencia.

—¿Podría decirme algo con respecto a las madres? –inquiríale yo.

—Tampoco. Un año escolar y otro, y pasarán muchos. Los chicos aprenden a leer, a cantar, a reír… Las madres siguen inmutables con su changuito a la espalda, la cabeza altiva, la mirada lejana, como si esperaran algo que no ha llegado.

Buenos Aires ignora todo lo que pueda producir una sombra; por eso ignora la campaña lejana las campesinas que sufren, los cerros huraños, los serranos adustos, las gentes que viven como animales, las enfermedades de la miseria y el vicio, la injusticia que reina en lugares argentinos y la vergüenza que sentimos, a veces, los que todo lo miramos, por ciertas cosas que no deberíamos ver en esta tierra, tanto más querida cuanto más se la conoce y más se ve, de presencia magnífica, la feracidad y la belleza del suelo.

Las mujeres argentinas deben saber todo lo que se relacione con el país, desde su historia hasta su porvenir. Por eso yo quiero decirles que en Salta y Jujuy hay muchos miles de mujeres –hermanas nuestras, a pesar de todo– que no viven como nosotras.

Conociéndolas, nos acercamos a ellas y acaso les ayudemos a vivir, rompiendo en sus corazones esa barrera de desconfianza que creó, quién sabe para cuánto tiempo, la incomprensión y el apresuramiento de los explotadores.

Por eso necesito hacer una ligera crónica de estas familias y la dejaremos para una próxima carta, y, como no ha de ser todo tristeza y miseria, trataré de transcribir, para matizar un poco y ahondar más en el espíritu de esas gentes, parte de las canciones regionales. Algunas logré anotar, pero ya don Juan Alfonso Carrizo las ha recopilado en un volumen titulado Cancionero popular de Jujuy, interesante trabajo donde se ha logrado reunir cinco mil cantares de esa región.


Y SON HERMANAS NUESTRAS

Estimada señora:

Como le anunciaba en mi anterior, voy a hablarle de estas gentes que, en las provincias del Norte –Salta y Jujuy– llevan una vida muy distinta a la nuestra. Gentes a las que ignoramos casi totalmente, preocupados siempre por ver lo que nos llega de fuera, desentendiéndonos de lo de casa.

Les llamaremos, como ellos mismos se designan, puneños o serranos, porque viven generalmente en los cerros.

La casa es un rancho, mejor dicho, una choza de ramas, paja y tierra, larga y angosta, reducida a una sola habitación, a la que se penetra por una puerta diminuta, donde sólo se puede pasar casi de rodillas.

Dentro, sólo se contempla miseria. Ni una cama, ni un mueble. Duermen en el suelo, sobre cueros de oveja o de llama. A lo sumo colocan estos cueros sobre unos poyos de barro y piedra que sobresalen de las paredes.

Del techo cuelgan mil cosas: tiras de cuero, patas de cabra secas, hilos para teñir, madejas de lana, pedazos de correa, sogas, etcétera.

Todos estos ranchos tienen un nicho en la pared con un santo o imagen cubierto con un tul de colores y adornado con figuras de diarios y revistas.

A veces, la casa tiene cocina, un lugar pequeño, pero sin techo, cuyo fogón lo constituye un círculo de piedras paradas, llamadas conchanas. Ollas de barro, platos de madera, cucharas de palo o de cuerno. Generalmente, en la cocina duerme el perro, a quien llaman el cashi.

Los alimentos son simples y a base de maíz, especialmente maíz blanco. El pan es poco usado y para algunos totalmente desconocido, reemplazándolo por maíz tostado en forma de lo que nosotros llamamos rositas de maíz.

Para desayunarse lo hacen con chilcán, o sea harina de maíz tostado que disuelven en agua caliente. A esta pasta no le ponen azúcar porque resulta muy cara, se echa sal en cantidad –abunda, pues ellos mismos se la procuran yendo con sus burritos a las salinas–, unos trozos de cebo endurecido y chalona, que es carne de oveja secada al aire. No es precisamente charqui, pues se hace con carne solamente, mientras que la chalona es la carne con los huesos. A este tulpo le echan abundante ají picante.

¿Le interesa conocer cómo viste esta gente?

Pues empiece por saber que casi todo lo que llevan encima es obra de sus manos. Las mujeres hilan la lana de las llamas, vicuñas y ovejas, animales que constituyen toda su riqueza, ya que estas familias viven exclusivamente del pastoreo.

Generalmente los hombres tejen: hacen géneros bastante lindos, de pura lana, y con dibujos y tonos muy semejantes a las telas inglesas un poco ásperas que usan las mujeres chic para sacos de sport o de viaje. A esta tela la llaman barracanes. El picote es otro género, de un tejido más delgado y, por general, blanco, y que, a pesar de ser sumamente áspero, lo usan para camisa, que es, entre paréntesis, la única ropa interior que se lleva. Sobre ésta va la bata bien ceñida y un montón de faldas, una sobre otra, a veces hasta llegar al número de siete y ocho. Las polleras llegan hasta el tobillo. Se calzan con ojotas, o sea una suela de cuero sujeta al pie por correas.

Todas las mujeres llevan una manta sobre los hombros y es la que les sirve para sujetar al guagua, es decir, el hijo, a la espalda. No he visto ninguna mujer de éstas con el chico en los brazos; todas lo llevan dentro de su manta bien sujeto y tan calladito siempre que asombra. Se diría que estos guaguas no saben llorar.

Hasta las chicas llevan manta, y en vez de la criatura, las que van a la escuela atan a su espalda sus cuadernos y libros, tal vez haciéndose ilusión de que llevan un hijito.

Los hombres usan poncho en toda época del año, y antes les faltaría el pantalón que dicha prenda.

El lujo del vestido, donde ponen arte para lucir, es la faja bordada y tejida con hermosísimos colores, y también la bolsita donde llevan la coca –hojas que introducen de Bolivia o de regiones cálidas– y que es la debilidad de los puneños. La debilidad y la fortaleza, pues coquiando –o sea mascando un puñado de coca– tienen fuerza para ascender a los cerros y hasta para pasar largas horas sin comer ni beber.

Voy a remitirme al libro de Juan Alfonso Carrizo –que ya mencioné anteriormente–, para que sepa usted, señora, de fuente autorizada, lo miserablemente que viven estas familias, estas mujeres que son hermanas nuestras, a pesar de todo. Ellos, ovejeros o cabreros, como se dicen, viven del pastoreo de sus animalitos, y todavía con el producto de eso han de pagar su arriendo.

Lea usted:

“El pago del arriendo es el problema de los puneños. Ellos alegan que les pertenece dominio útil del campo que ocupan, pero argumentan en vano, porque ningún gobierno les reconoce tal derecho porque el suelo de la Puna es de propiedad privada. Habría que comprarles previamente sus derechos a los terratenientes para después vendérselos a los puneños”.

“La sujeción de los puneños a los terratenientes raya en lo inhumano. Durante la era colonial, los conquistadores españoles no se avinieron a vivir en estos desiertos; igual cosa pasó después de la Independencia; los dueños de estas tierras tampoco quisieron habitarlas, porque ninguno se animó a sufrir las intemperies que padecen los hijos de las punas; nadie quiere exponer su vida o sus capitales, porque sabe que el altiplano es estéril y hostil, pero, eso sí, ninguno renuncia a sacarles a estos pobres pastores el amargo fruto de sus trabajos. Yo he visto a estos pastores arrodillarse a suplicar la disminución del arriendo, pero fueron lágrimas caídas en la arena…”, etc.

Así es. Deben pagar dos veces por año: una para San Juan, y la otra para Navidad.

En la puna de Atacama no pagan arriendos, porque las tierras son fiscales y el gobierno presta el campo a los pastores que, felices por ello, hasta cantan una copla que dice así:

Para mí todo es lo mismo,
San Juan como Navidad,
Porque en la tierra que vivo
El suelo es comunidad.

Hablemos ahora de su religión.

Los misioneros españoles los hicieron católicos, pero, a pesar de ello, la religión de sus antepasados subsiste en algunas manifestaciones. El culto al sol, la luna, la tierra, está presente, como ciertas prácticas del culto a los muertos (poner una vasija con agua o comida junto a las tumbas) revelan que los siglos no han terminado su obra. Por ejemplo, una copla española que dice así:

Te quiero más que a mi vida
Y más que a mi corazón,
Y, si no fuera pecado,
Te querría más que a Dios.

Ellos la arreglaron para cantarla a su manera diciendo:

Te quiero más que a mi vida
Y más que a mi corazón,
Y, si no fuera pecado,
Más que “a la luna y el sol”.

En cuanto al culto de la tierra, la madre tierra o Pachamama, está aún tan latente, que por los caminos se encuentran, a menudo, unos montículos de piedra en forma de cono, que ellos llaman apachetas, y ante los cuales rezan y les arrojan, como ofrenda, la coca que están mascando, y si llevan alcohol también algunas gotas.

De la poesía quichua, ya desaparecida, sólo se conservan –y Carrizo las consigna en su libro– las relativas a la Pachamama.

Dice una:

Huyariguay Pachamama
Halpa sin miscuscaita!
Huyariguay Pachamama
Uray huichay puriscaita.
Ñanta picichanay!

que significa: ¡óyeme madre tierra, tierra y arena he comido (al viajar), por abajo y por arriba he andado, acórtame el camino!

Veo que el espacio del que dispongo llega a su fin. No he podido hablarle del amor –que lo hacen–, de las fiestas, de las virtudes y de los cantares. Voy a tener que disponer de una nueva y última página para todo ello, que es interesante. Yo creo que bien vale la pena destinarles unos minutos a estas pobres mujeres cuya existencia golpea el corazón de quien las conoce. Mujeres argentinas de cuyos hijos dispondríamos en un momento dado y a quienes no alcanzamos la mano para alzarlas hasta la condición de humanas siquiera…


TAMBIEN AMOR Y CANCIONES

Apreciada señora:          

¿Por qué no?

También el amor existe entre los habitantes de las alturas de Jujuy. ¿Cómo lo manifiestan? Verá usted.

Ya sabemos que la ocupación de estas gentes es el pastoreo de sus cabras, ovejas o llamas, que en poca cantidad, debido a la escasez de pasto, se crían en esas regiones. Quienes llevan ese ganado a pacer, a veces a muchos kilómetros distantes de la casa, son los jóvenes, muchachos y chicas que cuidan de esos animales como de su propia vida, atendiéndolos, sobre todo, para que no se mezclen con los de otros cabreros. De modo que al muchacho no le es posible acercarse a la chica pastora que, a regular distancia, hila incesantemente mientras vigila su hacienda.

El amor ha desarrollado aquí –como en todas partes– el ingenio humano, y la palabra «imposible» se desvanece en los labios de un muchachito empeñado en ser hombre.

Debe, pues, tratar de comunicarse con ella, la joven, a la cual no ha visto, y sólo ha adivinado en la huella que su pie –más pequeño y de talón más alargado que el del varón– ha dejado en el sendero que sube a los cerros, mezclada al rastro de cabras y ovejas.

Empieza por llamar la atención de la muchacha, valiéndose de un espejito, cuyos reflejos contra el sol llegan hasta aquélla.

Esta, si ha de corresponderle, sacará, a su vez, el espejito que lleva junto a la lana que hila y producirá ese mismo juego de luces que alegrará el corazón de su pretendiente.

No intentarán acercarse ni verse. Les bastan esas señales luminosas para considerarse tácitamente prometidos. Recién para las fiestas del santo o en Carnaval, cuando bajan al pueblo, se verán. Él le entrega a su novia un cordón de lana tejido por sus manos, que ella lo ceñirá a la cintura en señal de compromiso. Ningún otro se atreverá a cortejarla entonces.

Más tarde vivirán juntos formando su hogar, amañados, como ellos dicen, pues los casamientos son muy escasos.

A veces el Registro Civil los une legalmente y un cura los bendice después de haber estado juntos muchos años. Pero no es lo común.

Yo pregunté a algunas mujeres coyas, que llevaban verdura en su burrito para vender en el pueblo, por qué no se casaban, y me respondieron:

—Si nos casamos, el marido nos pega y nos hace trabajar más, porque sabe que no podemos irnos. Estando amañados solamente vivimos mejor.

Yo pensé que son más inteligentes de lo que parecen estas buenas mujeres.

En las fiestas del santo y, sobre todo, para Carnaval, se divierten bailando y cantando, previas libaciones abundantes de chicha y vino, que beben hasta caer dormidos.

Cuando bajan para una fiesta, se hace feria, en la que ellos venden los tejidos que han hecho, la sal que han juntado; algunos, las ollas y cacharros de barro que han fabricado, y con el producto de la venta compran alcohol y coca.

Sus bailes son sueltos, en parejas o grupos, con algo de cuecas, pero faltándoles la gracia que tienen los bailes regionales de otras partes. Se acompañan, en primer término, con la «caja», especie de tambor o parche que golpean incesantemente; la quena es poco usada ya, pero, en cambio, tocan en una caña larga, de casi un metro, la que toman horizontalmente y que llaman corneta.

Los cantores son paisanos que cantan acompañados de guitarra, pero nunca son profesionales.

No podrían serlo quienes no tienen ningún interés de lucro, pues la característica de estas gentes –aborígenes puros o mezclados– es que no tienen pasión por el dinero. Los cantores, pues, no cobran dinero, y así arreglaron esta copla gallega:

Esta miña gargantiña
non a fixo un carpinteiro,
si queredes que vos cante
habedes de dar diñeiro.

Convirtiéndola en esta otra, donde no se habla de dinero sino de chicha:

Mi garganta no es de palo
ni hechura de carpintero,
si quieren que yo les cante
demen chichita primero.

He observado también en estos norteños un orgullo de raza que ojalá nuestra civilización les deje intacto. Me refiero a que estos habitantes, a pesar de su evidente miseria, no piden limosna. En tantos días y por diversos sitios recorrido, ni una sola de estas criaturas se acercó a mi pidiéndome.

Y hasta para vender tienen dignidad. Jamás cargosean ofreciendo su mercadería. Al paso de los trenes van a la estación mujeres y chicos a vender empanadas, pasteles, locro, flores. Se limitan a pararse en el andén, con su cesto al brazo, esperando que los llamen para acercarse.

Si se les pregunta el precio, se limitan a darlo –eso sí, único precio, porque no rebajan–, y siguen su camino sin insistir. Algo de señores, algún resabio de dueños venidos a menos por ironía del destino, hay en estos seres que no quieren pedir, a pesar de todo.

Pero volvamos a las fiestas, donde, entre otros juegos, me llamó la atención el de los cuartos. Dos jóvenes, estimulados por un grupo de espectadores, tiran de los cuartos un cordero que van a asar, hasta que uno de los que forcejean logra quedarse con el pedazo más grande. Este juego se realiza al compás de música y gritos, confiriéndose al vencedor los aplausos del caso.

Naturalmente que estas fiestas terminan con la beodez completa de la mayoría de los concurrentes, pero… ¿podríamos nosotros, acordándonos de algunas fiestas que se realizan en clubs o casas de familia, arrojar la primera piedra?

Yo quería trascribirle, del libro de Juan Alfonso Carrizo, cantares de Jujuy, pero creo que ya le dije que tiene nada menos que cuatro mil sesenta versos. Magnífica labor de recopilación, que ha costado a su realizador largos y pacientes meses de estada en el territorio.

Voy a limitarme –¡este espacio tirano!– a copiar algunos que todavía se cantan en quichua y que, por su carácter amatorio y sentimientos delicados, le servirán para comprobar una vez más que el amor inspira hermosas palabras en todos los idiomas. Lástima que debo copiar sólo la traducción, que está tomada del espíritu del verso.

El cantar quichua consignado en el libro con el número 3.924 quiere decir: ¿Por esa peña, por ese cerro, ¿por dónde he de preguntar por ti? Si yo fuera ave de muchas alas, iría volando a darte de comer con el pico.

El 3.931: Como aquella nube que veo aparecer y se pierde, así mi amada me recuerda y me olvida.

El 3.952: Tal vez por donde vayas, encuentres a mi amada; como si de ti saliera, dile que yo lloro.

El 3.958: ¿Para qué me sirven las monedas de oro, si hace mucho tiempo que ella me olvidó?

El 3.981: Que me querías dijiste, ¿dónde está tu querer? ¿Con el frio lo has helado?, ¿con el viento lo has hecho volar?

El 4.002: Inclina tu cabeza, en tus trenzas me he de ahorcar, en tus brazos he de morir y en tu corazón me he de sepultar.

Y, lamentando de veras no poder copiarle otros, me despido de usted deseando que estas tres cartas mías donde le cuento algo de mi gira por el Norte le resulten amenas y que haga usted el mismo viaje, cuanto antes, para que recoja, junto a las magníficas bellezas naturales que contemplarán sus ojos, muchas impresiones del elemento humano tan interesante.

Herminia Brumana