Fotografía de Patrice Normand para Reporterre.
Nota.— Tradujimos del francés una muy interesante entrevista que el periodista Hervé Kempf le hizo al escritor de ciencia-ficción y fantasía Alain Damasio, a propósito de su nuevo libro, Vallée du silicium (París, Albertine/Seuil, 2024), que está dando que hablar en el mundo francófono y más allá también. Lleva por título “Il faut battre le capitalisme sur le terrain du désir” (“Hay que vencer al capitalismo en el terreno del deseo”), y salió publicada en Reporterre el 19 de abril, tanto en versión sonora como escrita. Las aclaraciones entre corchetes son nuestras, no del entrevistador.
El escritor Alain Damasio ha publicado Vallée du silicium (Seuil), una serie de crónicas y nueva ciencia ficción inspiradas en su estancia en Silicon Valley (Estados Unidos). “La materialidad del mundo es ahora una melancolía”, reza el lema del libro [en la portada]
¿Qué visión del futuro tienen los tecnocapitalistas de Silicon Valley?
Un futuro en el que la innovación tecnológica seguirá siendo la norma, sea cual sea su impacto sobre nuestros recursos terrestres. Un futuro en el que lo deseable para los seres humanos es ser aumentados (cognitiva y físicamente) en el sentido del transhumanismo. Un futuro en el que la realización individual a través de la tecnología prima sobre los vínculos con los demás y con los vivos.
Su libro se presenta como un enfoque antropológico. ¿A qué se debe?
En un principio, no lo elaboré así intencionadamente, pero en cuanto te preguntas qué está haciendo la tecnología con el hombre, desarrollas necesariamente reflexiones sobre la especie humana y su evolución, sobre el modo en que la tecnología digital nos está transformando y Silicon Valley nos está moldeando. Un campo crucial sigue siendo el del cuerpo. Los transhumanistas tienen una palabra terrible para definirlo: meat [carne]. Es carne muerta, no irrigada. Sólo cuenta el sistema nervioso central. El resto, la carne trémula, los músculos, todas nuestras sensaciones, nuestra fina sensualidad, no les interesan, porque no transmiten información que pueda explotarse en el régimen de rastreo. Este cuerpo se mantiene en forma mediante el fitness o corriendo, con el único objetivo de permitir el funcionamiento del cerebro y del sistema de información.
El cuerpo se concibe y se vive como una máquina. La comida es energía. El deporte es higiene. El cerebro se optimiza. El bienestar es un algoritmo. Este cuerpo está desafectado, desinvertido. Es un cuerpo que ya no se siente, que ya no existe y que ya no te interpela porque se mantiene en un entorno climatizado, a menudo sentado, y en ausencia de movilización emocional y afectiva.
Esta visión maquinal del cuerpo puede vincularse a la del planeta. ¿Cómo ven los habitantes de Silicon Valley el planeta Tierra?
La forma en que tratan su cuerpo es un reflejo de la forma en que tratan el planeta. En ambos casos, se ven a sí mismos como dueños y señores de la naturaleza, de mi naturaleza en el caso del cuerpo. Me llamó la atención su escasa conciencia ecológica: la falta de tiendas ecológicas en comparación con Francia, por ejemplo. La alimentación sigue siendo para ellos un tema despolitizado. La conciencia de la cría de animales y de lo que cuesta producir comida basura parecía inexistente. Los californianos viven bajo un aire acondicionado constante, y no soportan que el cuerpo salga de una franja de 20 a 25°C, que también se está convirtiendo en la norma en Europa. Mantener el cuerpo humano a estas temperaturas todo el tiempo requiere un enorme gasto de energía. Para que el cuerpo no tenga que hacer el menor esfuerzo, se ha domesticado el clima. Igual que en Francia llevamos diez años de retraso en el uso cotidiano de la tecnología, en esta California techie, la conciencia ecológica me parece muy «atrasada».
En Homo Deus, Yuval Noah Harari habla de “superhombres” y “castas inferiores” en relación con la sociedad futura creada por el desarrollo de la tecnología. ¿Cree que esto describe la visión de los tecnocapitalistas?
Viven en un elitismo «natural». Los líderes tecnológicos no son tan ingenuos como para creer que las aportaciones transhumanistas pueden universalizarse. Ese no es su problema. Están estructurados en torno a la liberación individual, la necesidad evidente de liberarse de la regulación estatal y la desigualdad social como consecuencia inevitable de la acumulación de capital. Así que lo transhumano está diseñado para una pequeña élite. Y no importa que este aumento sea a menudo estrictamente cuantitativo, olvide cualquier inteligencia relacional o emocional y delate una visión sociopática.
¿Es el tecnocapitalismo militarizador? ¿Nos está haciendo la guerra?
No creo que esté haciendo la guerra en el sentido de que tenga la voluntad política de ejercer el poder sobre las personas. Es un sistema muy pragmático, basado en la acción y cuyo único objetivo es maximizar las ganancias. Esto implica, por supuesto, una amplia gama de manipulaciones del comportamiento para operar. Silicon Valley ejerce efectos de poder colosales, que son ante todo un poder sobre los usos y las prácticas, la relación concreta con el entorno y con los demás, un impacto inducido sobre los gestos y el cuerpo. Por supuesto, los poderes establecidos –gobiernos, medios de comunicación hegemónicos, ejércitos y fuerzas policiales– utilizan estas herramientas para sus propios fines y para reforzar su control, influencia y dominio sobre nuestras vidas. Pero en mi opinión, el impacto de la tecnología es ante todo antropológico y «blando», antes que militar o relacionado con la seguridad.
En su libro, destaca la tensión entre el miedo y la libertad. ¿Es ésta una de las tensiones más fuertes del mundo actual?
Sí. Hace veinte años, nos preguntábamos dónde nos situábamos en la línea divisoria entre libertad y seguridad, y hasta qué punto se favorecían las prácticas libres y emancipadoras frente a las prácticas basadas en la seguridad y la identidad. Esta tensión ha quedado enterrada en la medida en que ha prevalecido la lógica de la seguridad, lo que explica el grave desplazamiento del espectro político hacia la derecha, en Europa y en otros lugares. En mi opinión, este fenómeno también tiene un origen antropotécnico: la lógica inmunitaria higienista [que tanto terreno ganó en la pandemia de Covid-19 con los confinamientos, los barbijos, las vacunas, los pases sanitarios, etc.] aplicada al cuerpo conduce a la sensación de que todo se vuelve peligroso. Cuanto más protegido estás y más te proteges, más espeso se vuelve el technococon [«tecno-capullo» en francés, neologismo acuñado por el autor para referirse al aislamiento, distanciamiento y ensimismamiento que producen las nuevas tecnologías digitales, una «burbuja» segura y confortable que atomiza y aliena al individuo, algo así como una cárcel virtual de terciopelo]. Más filtras tus relaciones con los demás. De modo que la más mínima intrusión, agresión, acoso o confrontación con la alteridad te parece problemática y difícil. Y entonces vas a exigir aún más seguridad y protección. Este círculo vicioso tiende a algo llamado inmunidad. Pero inmunidad en todas partes, ¡humanidad en ninguna!
Y esta lógica del todo seguro conduce al repliegue sobre uno mismo…
Sí, mientras que para ser libre, tienes que aceptar que los vínculos que forjes con los demás te liberarán y no son ni cadenas, ni peligros, ni amenazas. Hay que superar el miedo al otro: enfrentarse a la alteridad significa inevitablemente enfrentarse a lo inesperado, a lo imprevisible, a lo que puede desestabilizarte. Mi principal crítica a nuestras tecnologías cotidianas es que niegan la alteridad. Están construidas para fabricar lo idéntico. Home [el hogar] es su biotopo: el hogar pequeño, familiar, acurrucado, cómodo, mimado. Salvo que esta visión, y las prácticas de rechazo que necesariamente la acompañan, son extremadamente violentas para las personas que no tienen la oportunidad de beneficiarse de este technococon egocéntrico.
En El Ministerio del Futuro [novela de ciencia-ficción], Kim Stanley Robinson describe la actual situación ecológica y de desigualdad, e imagina a los ecologistas matando o tomando de rehenes a multimillonarios, y haciendo estallar aviones. ¿Qué le parece?
Yo también creo que ésa es la solución. Soy partidario de la acción directa. Somos demasiado complacientes y blandos con los actos de violencia y agresión absolutas. Los tecnocapitalistas no se preguntan qué está haciendo su visión del mundo con nuestras vidas ordinarias. La acción directa –como el sabotaje, las interferencias, el pirateo de las cadenas de producción y el boicot de productos– me parece muy deseable. Cuando decimos esto, damos la impresión de ser radicales e histéricos, cuando en realidad estamos afirmando una lúcida banalidad. Lo que es radical es lo que hace Tech: no cuestionar el impacto de la producción de un coche eléctrico sobre el trabajo infantil en África, por ejemplo, o el saqueo de minerales. Hay que parar, invalidar e invertir esta violencia, darla vuelta. Y utilizar todos los medios a nuestro alcance: el hackeo, los bloqueos, las ocupaciones, la lucha del imaginario, el artivismo, las ZAD [zones à défendre o «zonas a defender», lugares de interés comunitario okupados por colectivos militantes y/o asociaciones vecinales para impedir su privatización capitalista, explotación mercantil y degradación ambiental], etc. Siempre hay resquicios y lagunas, y hay que aprovecharlos. Pero hoy en día, muy pocos activistas están dispuestos a correr riesgos porque…
Porque, por otro lado, la maquinaria de la represión es cada vez más elaborada y sofisticada…
Completamente. Es muy interesante repasar la historia del movimiento Action Directe en los años setenta y ochenta. Podían hacer diez o quince acciones antes de que la policía interviniera o los metieran en la cárcel. Hoy en día, las personas que grafitean una fábrica de Lafarge están sometidas a una vigilancia colosal, a penas de prisión desproporcionadas y a noventa y seis horas de detención policial. El sistema represivo es tanto más feroz cuanto que las acciones son raras y modestas, paradoja que refleja el corte de raíz de cualquier protesta. De nosotros depende ser inteligentes.
Esta vigilancia es posible gracias a la inteligencia artificial y a las herramientas digitales.
No hablamos lo suficiente del vínculo entre el régimen de control y el régimen digital. En cuanto al régimen de control, surgido en la década del 90, se acopló a las posibilidades de la tecnología digital, se desató una potencia de fuego colosal. Los niveles de vigilancia y control nunca han sido tan altos como ahora.
¿Cuál sería la resistencia al sistema que usted describe y al que estamos sometidos?
No me gusta el término «resistencia» porque equivale a suponer que, a pesar de todo, el sistema seguirá funcionando, que siempre será dominante y que lo único que podemos hacer es limitar sus efectos negativos. Creo que hay que construir alternativas, proponer otras formas de existir, de comer y de vivir. Luego demostrar que funciona y, sobre todo, que nos hace felices y libres. Hay que vencer al capitalismo en el terreno del deseo.
Esto es extremadamente difícil porque el tecnocapitalismo se basa en la satisfacción de los deseos individuales e inmediatos. En mis columnas, detallo los cuatro poderosísimos mecanismos del deseo que activa el tecnocapital: la pereza placentera; el poder concedido; la evocación de miedos e incertidumbres; y el imaginario de lo transhumano, ese antiguo deseo de «ser dios», de escapar a nuestra finitud. Necesitamos resucitar un deseo que se oponga a esta economía del deseo que el consumo digital realiza con tanta maestría. Es todo un reto, toda una lucha.
¿Dónde se despliegan hoy estas formas de resistencia?
Por lo que he observado, las nuevas formas de liberación se encuentran más bien en las zonas rurales: en el campo, en la montaña. Hay un verdadero retorno a la tierra, como en los años setenta. Se están desarrollando muchas comunidades, oasis, «terceros lugares» [espacios comunitarios de esparcimiento, cultura, activismo, etc.] y «cuartos lugares» [espacios comunitarios donde además se cohabita y se trabaja cooperativamente], zonas experimentales y ZAD. Esto está ocurriendo por debajo del radar de los medios de comunicación citadinos, que son la mayoría. Pero está ocurriendo y está repercutiendo mucho más allá de los lugares donde está ocurriendo, como sucedió con la ZAD de Notre-Dame-des-Landes [en las afueras de la ciudad de Nantes]. Para mí, en estas zonas rurales y a través de estos experimentos se están logrando esperanzas y avances concretos: la horticultura de montaña, la economía de lo gratuito, la inteligencia colectiva, el retorno a las fuerzas de la vida, las técnicas de subsistencia, la fluidez de género.
La idea de «zona» me parece muy poderosa. No es una finca cerrada, ni una comunidad autosuficiente, ni sólo un hábitat compartido. Es más bien abierta, es decir, no tiene fronteras, se irradia y se extiende. No podemos cambiar este mundo basado en deseos individualizados e intercambios inmateriales sin experimentar colectivamente, probando otras formas de vivir que eliminen los efectos del poder, consumiendo alimentos orgánicos locales y frescos, encontrando la autonomía energética, practicando la low-tech que te empodera en tu relación con la techno, etcétera. Y, sobre todo, sin reactivar los vínculos con el mundo, con los seres vivos y con los demás, que te hacen más amplio, más feliz y más vivo. Necesitamos lugares, espacios concretos para eso, prácticas encarnadas. Necesitamos también crear, constantemente, para desbaratar las máquinas de poder que nos manipulan.