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Nota.— El cóctel de racismo estructural y brutalidad policial no es nada nuevo en Francia. Es tan viejo como la inmigración africana y la xenofobia o discriminación contra ella, fenómenos que se retrotraen a los tiempos del imperio colonial francés, pero que sin duda se agravaron ostensiblemente con posterioridad a la Segunda Guerra Mundial, con la descolonización y el neocolonialismo, cuando el éxodo magrebí y subsahariano a la antigua metrópoli europea (especialmente a París y sus alrededores, región conocida como Île-de-France o «Isla de Francia») se fue masificando. Sobre todo, a partir de los años sesenta, con el crecimiento acelerado de las banlieues, los barrios pobres de monoblocs construidos por el gobierno en la periferia de las grandes ciudades: la capital, Marsella, Lyon, Tolosa, Nantes, etc.
En esos arrabales, en esas barriadas de los suburbios, las minorías inmigrantes del Magreb y el África subsahariana –y también de otras colonias o excolonias no africanas– se fueron concentrando in crescendo, en condiciones socioeconómicas y socioculturales muy desfavorables: residencia sin papeles o carencia de ciudadanía, prejuicios y hostilidades de la mayoría nativa por motivos «raciales» o étnico-culturales (lengua árabe, religión islámica, etc.), hacinamiento y marginalidad, desempleo o subempleo, precarización laboral, planes asistenciales insuficientes, postergación educativa, vulnerabilidad sanitaria, falencias en infraestructura y servicios públicos, etc. Bajo este contexto tan adverso, signado por la desigualdad del capitalismo, las banlieues pronto se convirtieron de hecho en una especie de guetos, de zonas suburbanas informalmente segregadas, donde la falta de oportunidades y la ausencia de un horizonte de futuro mejor –principalmente para la juventud– generaron lo que han solido generar en tantos otros lugares del mundo, como Estados Unidos o América Latina: violencia intrafamiliar, deserción escolar, alcoholismo, drogadicción, proliferación de pandillas, inseguridad, mafias, bandas narcos, etc. También una problemática más específica del Occidente europeo, tan bien retratada en la serie sueca Kalifat: el islamismo radical y el terrorismo yihadista, que proliferan como hongos en medio de los guetos y la islamofobia.
El 14% de la población francesa está conformada por inmigrantes de primera generación, residentes y nacionalizados. Si sumamos las migraciones «internas» procedentes de la Francia de ultramar (colonias remanentes en el Caribe, la Polinesia, etc., a las que se ha reconocido la ciudadanía francesa), el porcentaje trepa hasta el 16,5%. Y si añadimos la inmigración de segunda y tercera generación (personas que son hijas o nietas de inmigrantes), la cifra crece hasta el 28%. Estamos hablando, en concreto, de más de 18 millones de habitantes sobre un total de 67 millones. Casi la mitad de ese segmento demográfico está formado por personas africanas y afrodescendientes que hablan árabe y profesan el islam, principalmente oriundas del Magreb: Argelia y Marruecos, y Túnez en menor medida (aunque el porcentaje de inmigrantes musulmanes procedentes de la región subsahariana –Malí, Senegal, Mauritania y otros países del África occidental y central, varios de ellos francófonos– va creciendo paulatinamente). Todas son cifras oficiales del INSEE a 2021, recogidas en “La radiografía de la inmigración en Francia”, un artículo de Álvaro Merino lleno de datos sociológicos y demográficos interesantísimos, publicado en El orden mundial, con fecha 31 de marzo de 2022.
Decíamos que el cóctel de racismo estructural y brutalidad policial no es nada nuevo en Francia. Ciertamente no. Sirvan como ejemplos dos episodios, entre tantísimos otros. No se trata de ejemplos cualesquiera, ordinarios, sino de ejemplos con alto impacto político y social en su época, de amplia proyección histórica para la Francia contemporánea.
El 17 de octubre de 1961, con De Gaulle de presidente, una manifestación pacífica de la colectividad inmigrante argelina a favor de la independencia de Argelia, convocada por el FLN, fue ilegalizada con un toque de queda y ferozmente aplastada por la policía del inefable prefecto Papon. La represión derivó en matanza, con centenares o cuanto menos siete decenas –la cifra exacta es materia de discusión– de muertos, muchos de los cuales fueron arrojados a las aguas turbias del Sena. Entre las víctimas fatales y no fatales había muchas personas que no eran argelinas ni estaban protestando contra el colonialismo francés. Cualquier transeúnte con «fisonomía racial africana» (léase: tez oscura) podía ser objeto de la rabiosa violencia punitiva de los esbirros de Papon. La Masacre de París –así se conoce esta cruenta tragedia– quedó impune, bajo la alfombra de la desmemoria.
Más de cuarenta años después, en el otoño de 2005, Ziad Benna y Bouna Traoré, dos adolescentes inmigrantes de origen africano que vivían en la banlieue de Clichy-sous-Bois, al este de París, arbitrariamente perseguidos por la policía, intentaron salvarse desesperadamente de la golpiza o el arresto –o ambas cosas– escondiéndose en una subestación eléctrica, muriendo en el acto, electrocutados por el contacto con un transformador. El hecho se produjo en el marco de un estado francés que había naturalizado como el sol o el aire la averiguación de antecedentes en base a perfiles raciales (por «portación de rostro», como se dice en Argentina), con un gobierno de Sarkozy que impulsaba sin mayores sutilezas una política de seguridad de «mano dura», asociada a la xenofobia e islamofobia. Al correrse la voz de lo ocurrido, estalló una gran revuelta en Clichy-sous-Bois, que se propagó no solo al resto de los arrabales parisinos, sino a todos los grandes suburbios pobres del país. Durante casi tres semanas, hubo quema de automóviles en masa (más de mil), violentos enfrentamientos entre los jóvenes de las banlieues y las fuerzas represivas, y centenares de heridos y detenidos.
El fortísimo predominio numérico –y protagonismo como vanguardia– de la juventud entre las multitudes amotinadas no tuvo nada de extraño: era, de lejos, el sector más castigado por el desempleo de las barriadas periféricas. Hoy es igual: los vindicadores de Nahel que incendian autos, levantan barricadas y apedrean a los policías son, básicamente, adolescentes y veinteañeros, el segmento donde la desocupación golpea con más saña. Por lo demás, y más allá de toda demografía y macroeconomía, la centralidad de París –en aquel 2005 y en este 2023– tampoco sorprende: la capital cuenta con los mayores guetos de inmigrantes del país, tanto en cifras absolutas como relativas. Además, no hay otra ciudad –ni en Francia, ni en Europa, ni en el orbe entero– con una tradición insurreccional o revoltosa tan arraigada y potente, con tantos antecedentes de rebelión popular. París, la tierra de los legendarios sans-culottes y communards, es la meca histórica mundial de la lucha de calles. Las puebladas –revolucionarias y no revolucionarias– están inscriptas, por decirlo de algún modo, en su «ADN» cultural: 1789, 1830, 1848, 1871, 1968… más recientemente los gilets jaunes… No parece una ventaja menor.
¿Nada nuevo, entonces? Sí y no. Hay novedades importantes, además de continuidades: con Macron, se aprobó en 2017 una reforma penal que ha favorecido la discrecionalidad e impunidad de la policía, fundamentalmente en lo tocante a tareas de prevención y control, al uso reglamentario de armas de fuego y los procesamientos por casos de gatillo fácil. Paralelamente, los sindicatos policiales se han empoderado, derechizado y politizado como nunca, volviéndose un lobby corporativo sumamente influyente de la política francesa, un fenómeno que tiene analogías obvias con otros países (EE.UU., por ejemplo). A eso agreguemos el clima social general de crispación y conflictividad endémicas por las recurrentes e impopulares reformas neoliberales del macronismo: protestas de los chalecos amarillos, acciones directas de los colectivos ecologistas, resistencia ciudadana a la reforma previsional, huelgas generales contra la reforma laboral, etc. La policía francesa se siente cada vez más desbordada, aislada, odiada, agredida, amenazada por la población civil, por lo que su punitivismo revanchista se ha exacerbado enormemente. Y no nos olvidemos de los movimientos antiinmigración, el odio racista y la islamofobia, que han recrudecido en toda Europa, Francia incluida, traccionando y reflejando el crecimiento del nacionalismo étnico y los partidos de ultraderecha. En este contexto de tensión y volatilidad, se venía desplegando desde hace unos cuantos años –más claramente a partir de 2017– una espiral de brutalidad policíaca y casos de gatillo fácil en las barriadas periféricas de Francia, con la complicidad o vista gorda de los mandos policiales y las autoridades civiles, demasiado «distraídos» e indulgentes (lenidad hacia dentro del estado que contrastaba escandalosamente con el celo draconiano hacia afuera, contra las barriadas racializadas de los suburbios). Además de jóvenes asesinados a balazos, a quemarropa, o por estrangulamiento, hubo numerosos hechos de golpizas y torturas, e incluso violaciones sexuales, como en el caso de Théo, un muchacho negro de un arrabal parisino que, seis años atrás, fue arbitrariamente arrestado, salvajemente apaleado y sádicamente sodomizado con una porra por cuatro uniformados, el cual debió ser hospitalizado de urgencia por politraumatismos y desgarro anal. Tanta violencia represiva, tanta impunidad policial, presagiaban una gran tormenta.
Pero no es todo, no. Está, asimismo, el «daltonismo» inveterado de la tradición republicana francesa. La Francia moderna ha hecho un culto nacional de la igualdad ante la ley, como pocos países en el mundo, acaso como ninguno. El primer artículo de su Constitución enfatiza con orgullo y solemnidad: “Francia es una República indivisible, laica, democrática y social, que garantiza la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley, sin distinción de origen, raza, religión y creencias”. Se sabe: el legado y la mística de la Revolución Francesa siguen gravitando con fuerza en el imaginario político y cultural de un país que nació de un regicidio, guillotinando a su monarca y a sus aristócratas, derribando al feudalismo, encumbrando a los jacobinos, cantando loas burguesas al Código Civil y Comercial de Napoleón… ¿Cómo no ha de ser igualitaria, creen muchos, la nación que empezó y encabezó la destrucción del Antiguo Régimen en Europa, la lucha por la abolición de los privilegios estamentales, el combate sin cuartel contra la realeza y la nobleza? Sin embargo, se trata de un igualitarismo puramente formal, una ficción jurídica, una abstracción retórica. En los hechos, de facto, más allá del orden legal, oficiosamente, por inercia, en la cotidianeidad de las costumbres y en la informalidad de las instituciones, la desigualdad sigue reinando por doquier dentro de Francia: desigualdad étnico-racial, de clase, de género, etc. Pero de ella no se habla oficialmente, y no hablar oficialmente de ella –silencio metódico y obstinadísimo, auténtico tabú– pareciera ser garantía suficiente de inexistencia. Esa duplicidad entre lo que se proclama con fanfarria filantrópica –y no pocas veces con fanfarronería patriotera– y lo que se hace concretamente off the record, esa contradicción flagrante entre la promesa republicana de igualdad y la realidad social de la estratificación, resulta muy odiosa e indigesta para quienes la sufren en carne propia. Es probable que, en ocasiones, pueda resultar aún más exasperante que una apología bien o mal argumentada, pero honesta, de la desigualdad; o que un igualitarismo hueco pero menos sobreactuado, menos grandilocuente, menos fatuo, y, por ende, menos provocador. El racismo hipócrita de una república porfiadamente «daltónica», que insiste con obcecación en no hacerse cargo de sus guetos inmigrantes racializados, como si la formalidad de un orden legal no discriminatorio fuera una magia igualitarista omnipotente, no parece ser una cuestión baladí.
Francia es uno de los países occidentales con más inmigrantes, especialmente en términos absolutos. Pero hay muchos países europeos y anglosajones que la igualan –o incluso superan– en términos relativos. Varios son vecinos suyos. Sin embargo, en ellos no se registran disturbios antirracistas, o cuanto menos no tan grandes ni frecuentes: Alemania, Gran Bretaña, España, Países Bajos, Suiza, Bélgica, Luxemburgo, Australia, Canadá… La excepcionalidad del caso francés parece estar relacionada con su «daltonismo». En otros países occidentales, de cara al flagelo de la pobreza y marginalidad de las minorías inmigrantes racializadas, se han implementado paliativos paternalistas y asistencialistas basados en criterios de discriminación positiva, igual que medidas puntuales de reconocimiento de la multiculturalidad inspiradas en la «corrección política» de la posmodernidad (la discriminación positiva y el multiculturalismo también son problemáticos, aunque aquí no podemos discutirlos sin incurrir en una digresión excesiva). Este reformismo antidisturbios, aunque tokenista y gatopardista en su esencia, no ha dejado de tener cierto éxito, si hablamos de integración o cooptación –control social, en última instancia– de las diásporas étnicas en el Occidente del capitalismo tardío. Pues bien: tal reformismo ha tenido nulo o escaso desarrollo en Francia, la república «daltónica» por excelencia.
Todo lo dicho hasta aquí era el combustible, las condiciones de posibilidad del estallido social en la Francia suburbana. Pero faltaba la mecha encendida, un detonante, un desencadenante. El 27 de junio de este año, un joven de 17 años con ascendencia magrebí llamado Nahel Merzouk, que iba a bordo de un auto, fue baleado y muerto por la policía en la banlieue de Nanterre, cerca de París, por «desacato», sin que mediara ninguna agresión o amenaza por parte del presunto sospechoso. La gota que pudo ser otra más, se volvió la que derramó el vaso. ¿Por qué? Porque hubo un testigo, porque ese testigo alcanzó a filmar el homicidio, y porque luego publicó el video en las redes sociales, donde se viralizó como fuego en un pajonal (igual que sucedió con el asesinato del afroamericano George Floyd en Estados Unidos, hace tres años). El crimen de Nahel desató una nueva ola de protestas y disturbios en toda Francia, la mayor desde 2005.
Es evidente que este crimen tiene un componente racista. Ya hemos dicho suficiente al respecto: la «guetización» y postergación económica de las comunidades inmigrantes asentadas en las grandes periferias urbanas. Lo que no parece evidente para la mayoría –incluso para los sectores progresistas– es el componente de clase. Al decir esto, la objeción fácil es recordar que los clivajes clasistas y étnico-raciales en el país de Macron no coinciden a la perfección. No toda la clase trabajadora de Francia es de origen africano, ni toda la población de ascendencia magrebí o subsahariana es proletaria. Gran cantidad de trabajadores franceses son de «raza» blanca (por ej., pieds-noirs repatriados en los sesenta), y no faltan ejemplos de inmigrantes de tez oscura que han logrado prosperar e incorporarse a la clase media, e incluso a la burguesía: comerciantes, oficinistas, profesionales, empresarios, etc. Los multimillonarios dueños del club Paris Saint-Germain, que acumulan petrodólares hasta la obscenidad y el delirio en sus cuentas bancarias, ¿acaso no son jeques árabes? La realidad social –verdad de Perogrullo– siempre es compleja. Nunca faltan excepciones o matices. Ahora bien, lo que no se debe perder de vista –si se busca de veras una intelección de lo real– son las líneas maestras, las proporciones. En la Francia actual, existen altos niveles de correlación estadística entre clase y etnicidad racializada. A medida que se asciende en la escala social de clases, el porcentaje de inmigrantes con tez oscura disminuye; y a medida que se desciende, aumenta. Si nos circunscribimos a la clase trabajadora francesa, también es evidente que sus diferentes segmentos étnico-raciales guardan una correlación muy significativa con sus fracciones económico-estructurales: la aristocracia obrera y los empleados white-collars son mayormente blancos, mientras que entre las masas precarizadas, subempleadas o desempleadas el peso de la población inmigrante magrebí o subsahariana resulta innegable.
Aquí no podemos abundar en datos, pues se trata apenas de la presentación de un dossier. Pero la siguiente información estadística, de orden macroeconómico, bien vale como botón de muestra: la tasa de desempleo en las colectividades inmigrantes africanas y afrodescendientes duplica a la que existe en la población nativa blanca. Enrique Fernández, en su artículo “Francia: fuerte sesgo laboral contra personas procedentes del norte de África” (Atalayar, 5 de abril de 2023) señala: “las mujeres de ascendencia norteafricana [magrebí] tienen un 29% menos de probabilidades que aquellas sin ascendencia migrante de recibir una llamada del departamento de Recursos Humanos después de una entrevista inicial. Los hombres de ascendencia norteafricana tienen un 34% menos de probabilidades que sus homólogos franceses o europeos de ser contactados para una segunda entrevista”. Más datos ilustrativos: el 80% de los jornaleros agrícolas y casi el 40% de las empleadas domésticas –dos de los sectores más característicos y nutridos del precariado, vale decir, de la clase trabajadora no cualificada e informal, mal paga– son inmigrantes de primera generación…
Matizar la realidad social, en la que nunca hay leyes de hierro o relaciones mecánicas de implicación causal, está muy bien. Negar sus tendencias generales, sus correlaciones estadísticas, sus fenómenos demográficos de sobrerrepresentación y subrepresentación, es un acto de necedad o cinismo. Nunca está de más usar el microscopio, pero la mirada macroscópica es imprescindible, si se quiere comprender, además de conocer.
Hace casi una centuria, allá por 1928, en “El problema del indio”, uno de sus Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, Mariátegui sentenció con lucidez: “Todas las tesis sobre el problema indígena, que ignoran o eluden a éste como problema económico-social, son otros tantos estériles ejercicios teoréticos –y a veces sólo verbales–, condenados a un absoluto descrédito. No las salva a algunas su buena fe. Prácticamente, todas no han servido sino para ocultar o desfigurar la realidad del problema. La crítica socialista lo descubre y esclarece, porque busca sus causas en la economía del país y no en su mecanismo administrativo, jurídico o eclesiástico, ni en su dualidad o pluralidad de razas, ni en sus condiciones culturales y morales. La cuestión indígena arranca de nuestra economía”. ¿No podría extrapolarse mutatis mutandis –con todas las salvedades de tiempo y espacio que correspondan– lo dicho por Mariátegui acerca del viejo Perú de las sierras, a la Francia actual de las banlieues?
Conclusión: sin incurrir en ningún esquematismo de vulgata marxista, sin caer en ninguna simplificación de materialismo vulgar, no debiéramos olvidar que, detrás del racismo estructural de la Francia macronista, existe una desigualdad estructural más fundamental: la desigualdad de clases. El resentimiento social en las banlieues no es solo étnico-racial: el de inmigrantes segregados o discriminados por su color de piel y por su bagaje cultural. Es también un rencor de clase, un rencor proletario: el de trabajadores pobres que sufren más que otros la explotación y la precarización, o los flagelos del desempleo o subempleo. Lo cual no significa que ese rencor sea consciente, plenamente al menos. Puede ser un resentimiento subterráneo, confuso, larvado. Mas no por eso inoperante, intrascendente. Aun careciendo de conciencia de clase, o de una conciencia de clase más o menos madura, suficientemente desarrollada, el antirracismo en Francia no es ajeno al problema de la desigualdad clasista inherente al capitalismo. Ojalá pronto se dé esa maduración intelectual y política, ese desarrollo cualitativo de la subjetividad colectiva en las banlieues.
Es tarea de las izquierdas antisistémicas construir la unidad de clase entre las dos grandes fracciones del proletariado francés: aquellos trabajadores y trabajadoras con empleo formal y estable, relativamente mejor remunerados, que son mayormente de «raza» blanca; y el precariado y el «ejército de reserva», de composición preponderantemente inmigratoria africana o afrodescendiente, segregados en las banlieues. Una cohesión estratégica –y solidaridad moral– antirracista, radicalmente crítica frente al eurocentrismo y neocolonialismo, pero también radicalmente clasista y anticapitalista. Una confraternización intercultural, laica y revolucionaria, lejos del reformismo «progre», del esencialismo étnico y del integrismo religioso (islámico o cristiano), esos peligrosos cantos de sirena en la odisea hacia la utopía.
Vamos al grano. En el dossier “Furia de los arrabales en la Francia de los claroscuros”, hemos reunido, entre los muchos artículos que hemos leído durante estos días, aquellos seis que más nos interesaron, ya sea por su información, ya sea por su contextualización, ya sea por sus análisis o reflexiones, ya sea por su claridad o elocuencia. Pero la selección no ha sido solo por méritos intelectuales o literarios intrínsecos: hemos procurado, también, cierta complementación entre los textos. Así y todo, dado que se trata de un dossier recopilatorio, no de un dossier organizado de antemano por Kalewche, las reiteraciones o superposiciones son inevitables. Sepan disculparnos por ellas.
El primer artículo del dossier, “Francia ha ignorado la violencia policial racista durante décadas. Este levantamiento es el precio de esa negación”, pertenece a Rokhaya Diallo, quien lo redactó en inglés y publicó en The Guardian el 30 de junio, pero que Sin Permiso tradujo y difundió al día siguiente. El segundo escrito es “Arde Francia tras el asesinato policial de un joven de 17 años”, de Isabella Arria, y vio la luz el 30 de junio en estrategia.la, el sitio web del Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE). El tercer y cuarto artículo los obtuvimos de CTXT: “Entre la República y la policía: el fuego” (3/7), de François Godicheau, y “¿Quién protegerá a las minorías étnicas francesas de la policía?” (5/7), de Philippe Marlière (este último texto es una traducción del inglés; la versión original salió en Counterpunch dos jornadas antes). El quinto artículo, “Detrás de la muerte de Nahel, la institución policial”, de Paul Rocher, publicado por Contretemps el 30 de junio, fue traducido y republicado al día siguiente por Viento Sur, de donde lo tomamos, omitiendo, por razones de espacio, las notas al pie con referencias bibliográficas, que, en caso de necesidad, pueden ser recuperadas fácilmente consultando la edición francesa de Contretemps o la castellana de Viento Sur. Cerramos el dossier con una traducción nuestra de “Muerte de Nahel: estado de cólera legítimo”, la columna de opinión que el antropólogo y sociólogo francés Didier Fassin escribió en caliente para el diario Libération, y que salió el jueves 29 de junio, dos días después del crimen.
Cabe acotar que Fassin publicó en 2011, con la editorial parisina Seuil, un libro esclarecedor, de lectura más obligada que nunca en la presente coyuntura; y del cual, por fortuna, existe edición castellana: La fuerza del orden: una etnografía del accionar policial en las periferias urbanas (Bs. As., Siglo XXI, 2016). Puede descargarse el PDF completo aquí. Es un material que hemos obtenido en regla de Academia.edu, el conocido portal de ciencia abierta.
¿Un dossier excesivamente largo? ¿Demasiado para leer? No tanto, tal vez… Téngase en cuenta que entramos en receso invernal por dos semanas. Hasta el domingo 30 de julio, nada más publicaremos. Veintiún días no parece tiempo escaso para la lectura del dossier y los otros tres textos independientes que conforman esta 38ª edición del semanario dominical Kalewche.
Lo último: quienes deseen profundizar en la problemática del racismo y neocolonialismo de Francia, pueden leer “Racismo albiceleste. Mundial de fútbol, rivalidad con Francia y polémicas sobre afrodescendencia”, de nuestro compañero Federico Mare, en el número 2 (verano austral 2023) de nuestra revista trimestral Corsario Rojo, sección Mar de los Sargazos. Allí podrán hallar un análisis que, partiendo de un acontecimiento puntual y en gran medida anecdótico (las expresiones racistas, por un lado, y las condenas supuestamente anticolonialistas, por el otro, que proliferaron en la Argentina con motivo de la final mundialista con una selección francesa en la que abundaban los jugadores afrodescendientes), se detiene en los análisis despistados del fenómeno racial y del fenómeno colonial que proliferan tanto entre la derecha conservadora como entre la progresía supuestamente multiculturalista.


FRANCIA HA IGNORADO LA VIOLENCIA POLICIAL DURANTE DÉCADAS
ESTE LEVANTAMIENTO ES EL PRECIO DE ESA NEGACIÓN

El asesinato de Nahel, de 17 años, muestra lo poco que han cambiado las cosas desde la muerte de dos adolescentes que huyeron de la policía en 2005.

Desde que el vídeo del brutal asesinato de Nahel, un joven de 17 años asesinado a quemarropa por un oficial de policía, las calles y urbanizaciones de muchos de los barrios franceses más pobres han estallado en una revuelta abierta. “Francia se enfrenta a su momento George Floyd”, leo en los medios de comunicación internacionales, como si de repente estuviéramos descubriendo la violencia policial racista. Esta comparación ingenua en sí misma refleja una negación de la violencia racista sistémica que durante décadas ha sido inherente a la policía francesa.

Me involucré por primera vez en la campaña antirracista después de un suceso en 2005 que tuvo muchos paralelismos con el asesinato de Nahel. Tres adolescentes de entre 15 y 17 años se dirigían a casa una tarde después de jugar al fútbol con sus amigos cuando de repente fueron perseguidos por la policía. Aunque no habían hecho nada malo (y esto fue confirmado por una investigación posterior), estos jóvenes aterrorizados, estos niños, se escondieron de la policía en un subgenerador de electricidad. Dos de ellos, Zyed Benna y Bouna Traoré, murieron electrocutados. El tercero, Muhittin Altun, sufrió horribles quemaduras y lesiones que le cambiaron la vida.

Esos chicos podrían haber sido mis hermanos pequeños o mis primos más jóvenes. Recuerdo la sensación de incredulidad: ¿cómo podían perder la vida sin más por una injusticia tan terrible? “Si van allí [a la planta de energía], no apostaría por sus posibilidades de escapar” fueron las escalofriantes palabras pronunciadas por uno de los oficiales de policía mientras veía este horrible suceso.

Francia estuvo en llamas durante semanas por los disturbios que siguieron, los peores en años. Pero al igual que ahora, con la muerte de Nahel, la reacción inicial de los medios de comunicación y los políticos en 2005 fue criminalizar a las víctimas, examinar su pasado, como si algo de ellos pudiera justificar sus muertes atroces. Como si la responsabilidad de su tragedia recayera en sus propias manos. Nicolas Sarkozy, que era ministro del Interior en ese momento, ensució la memoria de los jóvenes, cuyo miedo había conducido a su muerte, con el comentario: “Si no tienes nada que ocultar, no corras cuando veas a la policía”.

El número de casos de brutalidad policial crece sin descanso cada año. En Francia, según el Defensor de los Derechos, los jóvenes percibidos como negros o de origen norteafricano tienen 20 veces más probabilidades de ser sometidos a controles de identidad policiales que el resto de la población. La misma institución denunció la ausencia de cualquier apelación contra ese control de identidad como una forma de discriminación policial sistémica. ¿Por qué no tendríamos miedo de la policía?

En 1999, nuestro país, supuesta cuna de los derechos humanos, fue condenado por el tribunal europeo de derechos humanos por tortura, tras el abuso sexual por parte de la policía de un joven de origen norteafricano. En 2012, Human Rights Watch dijo: “el sistema de verificación de identidad está abierto al abuso por parte de la policía francesa… Estos abusos incluyen controles repetidos, ‘innumerables’, en palabras de la mayoría de los entrevistados, que a veces implican abuso físico y verbal”. Ahora, después de la muerte de Nahel, un organismo de derechos humanos de la ONU ha instado a Francia a abordar “los profundos problemas de racismo y discriminación racial” de sus organismos encargados de hacer cumplir la ley.

Incluso los propios tribunales franceses han condenado al estado francés por “negligencia grave”, dictaminando en 2016 que “la práctica de utilizar perfiles raciales es una realidad cotidiana en Francia denunciada por todas las instituciones internacionales, europeas y nacionales y que, a pesar de los compromisos asumidos por las autoridades francesas al más alto nivel, este hallazgo no ha conducido a ninguna medida positiva”. Más recientemente, en diciembre de 2022, el comité de las Naciones Unidas para la eliminación de la discriminación racial denunció tanto el discurso racista de los políticos como los controles de identidad de la policía “dirigidos desproporcionadamente contra ciertas minorías”.

A pesar de estos hallazgos abrumadores, nuestro presidente, Emmanuel Macron, todavía considera que el uso del término “violencia policial” es inaceptable. Esta vez, Macron ha condenado inequívocamente un acto que llamó “inaceptable”, lo cual es significativo. Sin embargo, me temo que la atención se está centrando en un oficial de policía individual en lugar de cuestionar las actitudes y estructuras arraigadas dentro de la policía que están perpetuando el racismo. Y ni uno solo de los informes y resoluciones condenatorias ha llevado a una reforma significativa de la policía como institución.

Peor aún, una ley aprobada en 2017 ha facilitado que la policía recurra al uso de armas de fuego. Los oficiales ahora pueden disparar sin siquiera tener que justificarlo por motivos de autodefensa. Desde este cambio en la ley, según el investigador Sebastian Roché, el número de tiroteos mortales contra vehículos en movimiento se ha quintuplicado. El año pasado, 13 personas fueron muertas a tiros en sus vehículos.

La muerte de Nahel es otro capítulo de una larga y traumática historia. Sea cual sea nuestra edad, muchos de nosotros, los franceses que descendemos de la inmigración poscolonial, llevamos dentro de nosotros este miedo combinado con la rabia, el resultado de décadas de injusticia acumulada. Este año, conmemoramos el 40 aniversario de un evento fundamental. En 1983, Toumi Djaïdja, de 19 años, vecino de una banlieue de Lyon, fue víctima de la violencia policial, que lo dejó en coma durante dos semanas. Esta fue la génesis de la Marcha por la Igualdad y contra el Racismo, la primera manifestación antirracista a escala nacional, en la que participaron 100.000 personas.

Durante 40 años, este movimiento no ha dejado de denunciar la violencia que vemos dirigida contra los barrios de clase trabajadora y, más ampliamente, contra las personas negras y las personas de origen magrebí. Los crímenes de la policía están en la raíz de muchos de los levantamientos en las zonas urbanas más empobrecidos de Francia, y son estos crímenes los que deben ser condenados en primer lugar. Después de años de manifestaciones, peticiones, cartas abiertas y peticiones públicas, un joven indignado no encuentra otra manera de ser escuchado que mediante los disturbios. Es difícil evitar preguntar si, sin tantos levantamientos en ciudades de toda Francia, la muerte de Nahel habría captado tanta atención. Y como dijo con toda razón Martin Luther King: “Un motín es el lenguaje de lo inaudito”.

Rokhaya Diallo


ARDE FRANCIA TRAS EL ASESINATO POLICIAL DE UN JOVEN DE 17 AÑOS

París y otras varias ciudades de Francia siguen convulsionadas por las protestas por la muerte de un menor de 17 años en Nanterre por un tiro de policía cuando trataba de huir de un control el pasado martes, con protestas que amenazan con encender las barriadas. En la tercera noche generalizada de disturbios, al menos 667 personas, en su mayoría jóvenes de entre 14 y 18 años, fueron detenidas en todo el país.

El gobierno francés del derechista Emmanuel Macron desplegó 40.000 agentes para tratar de evitar que se reprodujeran los disturbios tras la “marcha blanca” convocada el jueves, pero no lo consiguió. Gérald Darmanin, ministro del Interior, destacó que policías, gendarmes y bomberos tuvieron que «afrontar una violencia infrecuente» con escenas de caos y saqueos en varias ciudades.

La organización France Police, tuiteó el mismo martes: “Bravo a los colegas que han abierto fuego sobre un criminal de 17 años”.

En Francia, el gobierno derechista vive con el temor permanente de una repetición de los disturbios de 2005, cuando la muerte por electrocución en una central eléctrica de dos jóvenes perseguidos por la policía desencadenó una ola de protestas y altercados por todo el país.

Pero sobre todo pusieron en mapa las discriminaciones de los jóvenes de las banlieues –los barrios periféricos– y los fallos en el modelo para integrar a los hijos y nietos de inmigrantes del norte de África y el África subsahariana.

El impacto de la muerte de Naël se debe en parte a que fue grabada en vídeo. En el vídeo se ve a dos agentes de circulación que ordenan parar a un vehículo Mercedes AMG de color amarillo en una calle de Nanterre, una localidad en los alrededores de París.

En el video se ve que los policías se inclinan sobre la ventana del conductor, quien, en apariencia, rechaza obedecerles y arranca. Uno de los agentes dispara. Segundos después, el coche se estrella contra una señal de tráfico. Se le intentó reanimar, pero falleció unos minutos más tarde. En el vehículo viajaban otros dos pasajeros: uno se encuentra en paradero desconocido; el otro, también menor de edad, fue detenido.

Tras conocerse la muerte del adolescente la indignación social ha ido creciendo y ya a primera hora de la noche del martes estallaron los disturbios en la ciudad de Nanterre. Las protestas han continuado durante una segunda jornada y se han extendido a ciudades como Toulouse, Evreux o Tourcoing.

El brigadier de la Policía que mató a Nahel, fue imputado este jueves homicidio voluntario y encarcelado, pero eso no ha impedido nuevos disturbios. El oficial reconoció haber hecho el disparo letal, comentó el fiscal, y afirmó haber dicho a investigadores que su intención fue evitar una persecución que pudo haber hecho que él y otras personas resultaran heridas después de que, refirió, el adolescente cometió varias infracciones de tránsito.

En un primer momento, la Policía denunció un intento de atropello, pero el vídeo difundido en redes sociales ha desmentido esta versión.

Cuando Nahel arrancó su auto, un oficial le disparó a quemarropa a través de la ventanilla del conductor. El joven murió por el disparo que entró por su brazo izquierdo y también perforó su pecho, indicó el fiscal público de Nanterre, Pascal Prache, quien agregó: “La fiscalía considera que no se dieron las condiciones legales para justificar el uso de un arma”.

Una ley de 2017 precisa las circunstancias en las que policías pueden hacer uso de sus armas: sólo “en caso de absoluta necesidad y de manera estrictamente proporcionada”. La norma añade: “Cuando [los agentes] no logran inmovilizar salvo a través del uso de las armas, vehículos, embarcaciones u otros medios de transporte, cuyos conductores no acatan la orden de detenerse y cuyos ocupantes son susceptibles de perpetrar, en la huida, atentados contra su vida o integridad física o la de los demás”.

El futbolista Kylian Mbappé escribió en Twitter: “Me duele Francia. Una situación inaceptable. Todos mis pensamientos para la familia y los allegados de Naël, este pequeño ángel que se ha marchado demasiado pronto”. “Que una justicia digna de este nombre honre la memoria de este niño”, señaló el cineasta Omar Sy.

Las imágenes de los disturbios han provocado estupefacción y cólera en un país donde, repetidamente, la policía es señalada por su uso excesivo de la fuerza. Son habituales los incidentes en los controles policiales de carretera por desobediencia a la orden de detenerse. Cada año se registran en torno a 150 casos de uso de arma por parte de los agentes contra vehículos en movimiento.

La violencia ante este nuevo asesinato policial se extendió por todo el país. En la región de Île-de-France, la más importante del país y en la que está ubicada París, hubo 242 detenidos. En Marsella, en la costa mediterránea, cientos de personas saquearon comercios en el centro y en el puerto viejo de la ciudad.

El asesinato del martes fue el tercer homicidio por disparos en controles de tránsito en Francia durante 2023. El año pasado se alcanzó el récord de 13 muertes en incidentes similares, dijo un vocero de la policía nacional. Esta cifra apareció en algunas pancartas de la marcha. Hubo tres homicidios así en 2021 y dos en 2020: la mayoría de las víctimas, desde 2017, han sido afrodescendientes o de origen árabe.

El presidente Macron llamó “imperdonable” el asesinato, pero en una reunión de emergencia convocada para discutir la crisis calificó los ataques a edificios públicos y otros actos de violencia de «totalmente injustificables».

Desde la oposición, el fundador de La Francia Insumisa, Jean-Luc Mélenchon, exigió justicia y criticó las palabras de Macron: “Los perros guardianes nos ordenan llamar a la calma. Pedimos justicia, retirar la acción legal contra el pobre Naël y suspender al policía asesino y a su cómplice que le ordenó disparar”. “¡Basta! ¡Estos asesinatos comprometen la autoridad del Estado! Esta policía debe ser refundada totalmente. Sus asesinos, castigados”, añadió.

Por su parte, la líder de la extrema derecha, Marine Le Pen, opinó que “detrás de este acontecimiento dramático, está el problema de la autoridad de la policía: los policías ya no son respetados, no se les obedece, y vemos cómo se multiplica este tipo de indisciplinas que pueden tener consecuencias muy graves”.

Los abogados de la familia de Nahel llamaron al asesinato «una ejecución», opinión que comparte la líder del partido Verde, Marine Tondolier, quien señaló: “Lo que veo en ese video es la ejecución de un niño de 17 años a manos de un policía, en Francia, en 2023 y a plena luz del día”.

Inicialmente, la policía dijo que el agente disparó al adolescente porque éste intentó arrollarlo, pero la versión fue rápidamente desmentida por el video que circuló en las redes sociales. Éste muestra a dos oficiales junto al auto Mercedes AMG, y uno le dispara a quemarropa al conductor, cuando éste pone en marcha el vehículo.

Nahel era hijo único, criado por su madre soltera, y estudiaba para certificarse de electricista. Integraba un proyecto vecinal para jugar rugby.

Cuando Francia parecía calmarse, tras un invierno de crisis política y manifestaciones contra la reforma de las pensiones, vuelve a tensarse. Y lo hace reabriendo una de esas fracturas que nunca acaban de cerrarse. Es la fractura de la banlieue, los extrarradios multiculturales y empobrecidos, poblados por hijos y nietos de inmigrantes del Magreb y el África subsahariana que, en muchos casos, se sienten ciudadanos de segunda y albergan un resentimiento persistente hacia sus instituciones y en particular hacia la policía. Razón no les falta.

Isabella Arria


ENTRE LA REPÚBLICA Y LA POLICÍA: EL FUEGO

En una entrevista concedida el 1° de julio al diario de la región toulousiana La Dépêche, Jean-Pierre Havrin, exalto funcionario de la policía y exdirigente del sindicato de comisarios, confiesa que la policía se ha convertido en adversario de la población y lo ve como una situación anormal, que lo es. Defiende una concepción de la policía al servicio de los ciudadanos y el modelo de un verdadero servicio público, una institución de proximidad, creadora de vínculo entre la población. Ese modelo fue abandonado por Nicolas Sarkozy cuando era ministro del Interior durante la presidencia de Jacques Chirac, en 2003. Dos años más tarde, en 2005, la primera gran revuelta nacional de los barrios populares estalló después de que dos adolescentes, Zyed y Bouna, perseguidos por la policía, murieran electrocutados al refugiarse en un transformador eléctrico. La revuelta duró veinte noches. Sus razones fueron analizadas: pobreza, guetos urbanos, ausencia de porvenir, exclusión por un creciente racismo de Estado. Dieciocho años más tarde la historia se repite, con sus mismas causas y efectos, salvo que las causas se han agravado. Todas.

Hace unos días, Nahel, un joven de 17 años, fue asesinado por un policía durante un control. La escena fue grabada y empezó a circular de inmediato: en ella se ve a dos policías junto a un vehículo, uno de ellos apuntando a Nahel con su pistola; de repente el coche avanza, se oye un disparo, y el coche termina por estrellarse unos metros más lejos. En la grabación se escucha decir por parte del autor del tiro mortal: “¡Te voy a meter un balazo en la cabeza!”, mientras su compañero arranca el coche diciendo: “¡Dispárale! ¡Dispárale!”. Según la madre del joven, la cabeza de Nahel presentaba notables heridas laterales, y en otras grabaciones de video se puede apreciar cómo los agentes le propinaron varios golpes, culatazos según Fouad, el pasajero del coche. Poco importa que eso provocara que su pie se deslizara del pedal de freno o que quisiera huir: como todos los jóvenes de esos barrios, sabía que siendo un chico de origen magrebí o subsahariano –como Alhoussein, 19 años, el joven asesinado el pasado 14 de junio en Angoulême–, estaba en serio riesgo de muerte. Sabía que sistemáticamente los agentes alegarían haber disparado para salvar su vida de un atropello. Sabía que, a ojos de la mayoría de los policías, la vida de un joven de los barrios populares no vale mucho. No conocía las estadísticas, no sabía de ese muerto por mes en las mismas circunstancias en lo que va de año, pero tenía un conocimiento práctico de la situación.

Ese saber no le salvó la vida, pero la grabación de la escena ha tenido el efecto detonante de una prueba definitiva y retrospectiva. El vídeo y su difusión, legales sólo porque el Conseil constitutionnel hizo caer el artículo de la ley mordaza francesa que pretendía prohibirlos, han creado sospecha, y un poco más que eso, sobre todos esos casos que se están multiplicado desde 2017. En efecto, ese año, una de las numerosas leyes de «seguridad» reclamadas por los sindicatos policiales, flexibilizó las reglas en torno al uso del arma de servicio en casos de “negativa a obedecer”. Esas imágenes han hecho más: han dejado al descubierto la comunicación policial que, inmediatamente después de saberse la muerte de un joven más durante un control, difundieron la consabida versión del policía “en peligro de muerte”, desmentida esta vez por el vídeo. Aún más: la difusión por los grandes medios, acompañada por las justificaciones más apasionadas de la acción policial en las radios y teles de extrema derecha propiedad del multimillonario Bolloré, quedó al descubierto. La retórica sistemática consistente en cargar a la víctima con todos los defectos, la invención en este caso de antecedentes judiciales graves, inmediatamente desmentida por los abogados de la familia de Nahel, se pudo escuchar en los «informativos» y tertulias de esos medios, incluso después de la difusión masiva del vídeo. Lo que ha aparecido entonces con la mayor nitidez es un sistema racista de justificación de la violencia hacia los jóvenes de las barriadas. El colmo fue el comunicado de France Police, una asociación creada por el partido de Le Pen que se presenta como un sindicato: “Enhorabuena a los colegas que abrieron fuego contra un joven criminal de 17 años. Al neutralizar su vehículo, han protegido su vida y la de otros usuarios de la carretera. Los únicos responsables de la muerte de ese gamberro son sus padres, incapaces de educar a su hijo”.

Esas palabras odiosas estuvieron de más, y provocaron una condena por parte del ministro del Interior, que vio rápidamente el peligro político. Pero lo que ha provocado la sublevación de todos esos jóvenes durante varias noches ha sido la experiencia acumulada de una policía percibida como una enemiga a la que se le permite todo, y la evidencia de esa idea se encuentra resumida en un corto vídeo. Luego, los coches y los edificios quemados noche tras noche no son ninguna novedad, aunque generen imágenes espectaculares.

No.

Lo nuevo y mucho más inquietante es otra cosa, otro comunicado, esta vez de dos sindicatos de policía mayoritarios. Y este merece ser citado íntegro y comentado:

“¡Basta ya!

Frente a esas hordas salvajes, pedir la vuelta a la calma no basta: ¡hay que imponerla! Restablecer el orden republicano y neutralizar a los arrestados deben ser las únicas dos acciones políticas del momento. Frente a semejantes exacciones, la familia policiaca debe ser solidaria. Nuestros colegas, como la mayoría de los ciudadanos, están hartos de sufrir los dictados de esas minorías violentas. No es hora para la acción sindical sino para el combate contra esas ‘alimañas’. Someterse, capitular y darles el gusto de deponer las armas no constituyen soluciones ante la gravedad de la situación. Todos los medios deben reunirse para volver a instaurar cuanto antes el Estado de derecho. Una vez restablecido, ya sabemos que tendremos que sufrir otra vez ese caos que dura desde hace decenios. Por estas razones, Alliance Police Nationale y UNSA Police tomarán sus responsabilidades y avisan desde ahora al Gobierno que cuando esto se termine, seremos proactivos y si no se toman medidas concretas de protección jurídica del policía, de respuesta penal adaptada, de medios importantes añadidos, los policías juzgarán el valor de la consideración que se tiene hacia ellos.

Hoy los policías están en su puesto de combate porque estamos en guerra.

Mañana estaremos en resistencia y el Gobierno tendrá que tomar conciencia de ello”.

Se trata de un comunicado claramente sedicioso que invierte la relación y convierte a los policías en víctimas, en clara consonancia con el discurso mediático, pero también con el discurso del Ministerio del Interior desde hace años. La proximidad de la dirección de estos dos sindicatos con el ministro, el hecho de que su agenda, que viene claramente del programa de Le Pen, haya transitado hasta verse considerada con seriedad por el poder actual (que les ha dado satisfacción en muchas cosas), debe ayudar a leer este comunicado como un respaldo al ministro del Interior. Este se llama Gérald Darmanin. En otro país habría dimitido al conocerse el asesinato del joven, pero él no; quizás porque, según se rumorea, tendría posibilidades de convertirse en el próximo primer ministro. Retratar al personaje requeriría demasiado espacio (los que entiendan el francés pueden ver este retrato publicado el medio independiente Blast) y bastará decir que durante la última campaña electoral presidencial le espetó a Marine Le Pen que se había vuelto blandengue y que él era mucho más duro que ella.

Sobre este comunicado amenazante, que no ha suscitado gran reacción por parte del Gobierno ni de la presidencia de la República, cabe destacar cómo el vocabulario de la guerra, de la guerra civil, de la deshumanización de una parte de los ciudadanos y del orden frente al caos se conjuga con la llamada a restablecer “el Estado de derecho”, incurriendo en la misma inversión del lenguaje apuntada por Orwell en su novela 1984, y a la que nos ha acostumbrado el presidente de la República. Así, Macron había afirmado en marzo de 2019: “No hablen de represión o de violencias policiales, estas palabras son inaceptables en un Estado de derecho”. Este comunicado pone al Gobierno y a toda la clase política frente a una elección. Y esta elección no se traduce en términos electorales entre Macron por un lado y Le Pen por otro, un juego que ha funcionado dos veces, aunque se puede o se quiere repetir (el expresidente de la Asamblea nacional lanzó una bomba recientemente al hablar de una modificación de la Constitución para permitir un tercer mandato consecutivo). No, es más grave en realidad: se ha ido desdibujando la oposición entre la extrema derecha y lo que no sería esta. Y no solo porque Marine Le Pen, apoyada por buena parte de los medios y los políticos de derecha «normal» que le toman prestado su agenda, protesta cuando se la tilda de extrema derecha. Este es un juego de todas las extremas derechas, últimamente llevado hasta la ridiculez. Estos últimos años se ha desdibujado la frontera ultra a través de un conjunto de medidas y actitudes políticas –de las que el reciente episodio de la ley de pensiones es solo un ejemplo–, hasta llevar a analistas, en Francia y fuera de ella, a considerar el giro autoritario y la naturaleza «iliberal» del poder actual.

Hay elementos que indican que, desafortunadamente, el Gobierno y la mayoría de la clase política –de derecha y extrema derecha– han elegido. En 2019, durante el movimiento de los chalecos amarillos, un hombre había provocado gran entusiasmo entre los manifestantes al boxear con sus manos desnudas contra unos antidisturbios, en un contexto en el que cada día la policía abría cráneos y reventaba ojos (entre otros, el reciente asesino del joven Nahel, condecorado por el prefecto Lallement, ese mismo que decía a una señora que le recriminaba la violencia de sus tropas: “No somos del mismo bando, señora”). El boxeador se llamaba Christophe Dettinger. La gente, cuando este último se entregó a la policía, contribuyó a una colecta por internet que reunió 145.000 euros en dos días. El Gobierno y sus aliados pusieron el grito en el cielo para condenar la violencia inadmisible de ese hombre y bloquearon la colecta. Hoy, todos callan cuando una colecta reúne ya más de 600.000 euros para el policía que mató fríamente al joven Nahel; la misma gente se calla.

Conseguir que admitan que asesinar no es violencia, amenazar al poder con una sedición enarbolando el Estado de derecho, invertir los papeles de víctimas y verdugos, excluir de «la gente» a una parte importante de la población, y todo ello en nombre del orden republicano, de la República, plantea una pregunta molesta pero central: ¿Quién es el público de la República? e incluso, ¿Quién puede decidir o decirlo? En el movimiento Black Lives Matters como en la actual revuelta –que se intenta despolitizar por todas las vías al insistir en los comercios quemados y saqueados, y no en las comisarías, ayuntamientos, etc.– no solo se puede leer la reivindicación de formar parte del pueblo, sino también la de tener derecho a proclamarlo. Los autores de ese comunicado policial y los que no lo condenan tienen una respuesta clara a esa pregunta, una respuesta sencillamente racista, y también clasista, como se ha visto desde hace unos meses. No les molesta el estado policial, ni autoritario, si se viste con la bandera fraudulenta del Estado de derecho. Hace años ya que un rapero denunció la falaz retórica que consiste en privatizar la República al servicio de una agenda racista y neoliberal, y en llamar “escoria” (racaille) a los jóvenes de las barriadas pobres.

En efecto, la cuestión del racismo en la policía no es un asunto de opiniones individuales y no solo porque el racismo es un delito –y no solo una opinión–, sino porque el racismo es un sistema. Es igual de grave el hecho de que tres cuartas partes de los policías en activo estén dispuestos a votar por Marine Le Pen en las próximas elecciones, como lo es la denegación gubernamental según la cual no hay racismo en la policía. Ese carácter sistemático lo ilustran las encuestas sobre el racismo en la institución, mostrando hasta qué punto la palabra racista, cotidiana, naturalizada y sin complejos, crea una exclusión de los que no son racistas porque la socialización pasa en parte por compartir opiniones o motes racistas y que la jerarquía no lucha contra esos discursos (y muchas veces los alimenta o anima).

La denegación de la existencia del racismo en las filas de la policía francesa funciona como la denegación de las violencias policiales: es una prohibición de hablar de ello. Si no se respeta, acarrea para el ciudadano o el político que osa afirmar que la realidad es real una respuesta en forma de acusación grave: la de situarse fuera del orden republicano, de ser un enemigo del orden, un desafecto.

El cuadro es más bien feo y el que mejor lo resume es el sociólogo suizo Jean-François Bayart, que sitúa al país en el punto de inflexión hacia el autoritarismo: “Sí, Francia se está volcando. Sin duda, la explosión social de los suburbios acelerará el movimiento. Pero quizá habría que recordar la definición de ‘punto de inflexión’ dada por los expertos del IPCC: ‘Grado de cambio en las propiedades de un sistema a partir del cual el sistema en cuestión se reorganiza, a menudo bruscamente, y no vuelve a su estado inicial aunque se eliminen los factores causantes del cambio’”.

François Godicheau


¿QUIÉN PROTEGERÁ A LAS MINORÍAS ÉTNICAS FRANCESAS DE LA POLICÍA?

El asesinato a bocajarro de Nahel M., de 17 años, en un suburbio de París a manos de la policía, solo es el último de una serie de incidentes mortales de este tipo en Francia. Es el tercer asesinato en un control de tráfico este año. En 2022 se registraron trece asesinatos. Hace dos semanas, en Angulema (suroeste de Francia), un hombre negro de 19 años murió a manos de la policía en circunstancias similares. La noticia no llegó a los titulares porque nadie estaba allí para grabar la escena.

En Nanterre (región de París), un transeúnte grabó el asesinato de Nahel. Las imágenes contradicen el informe de la policía, que subrayaba que el comportamiento de Nahel representaba una “amenaza directa” para los dos policías que se encontraban en el lugar de los hechos. Este relato es falaz. Nahel recibió un disparo mortal porque se negó a acatar la orden de detenerse.


No es un «momento George Floyd»

En la legislación francesa, la negativa a detenerse no da derecho a la policía a matar. Por este motivo, el agente que disparó a Nahel está siendo investigado oficialmente –lo que equivale a ser acusado– por homicidio voluntario. Esto no significa que al final sea declarado culpable. El sistema judicial francés rara vez condena a los agentes de policía.

El presidente Macron declaró rápidamente que el asesinato era “inexcusable”. Es muy poco habitual que un jefe de Estado condene a un agente. En la mayoría de los casos, nadie se atreve a criticar a la policía, y mucho menos a cuestionar su versión de los hechos. Fueron palabras de apaciguamiento. Macron temía que el espantoso asesinato pudiera desencadenar escenas de protestas violentas en toda Francia. Y, de hecho, así ha sido.

No se trata de un «momento George Floyd» para Francia. La brutalidad policial racista lleva décadas en el país. Los disturbios actuales recuerdan los sucesos de 2005. Entonces, dos adolescentes franceses de origen árabe, Zyed Benna y Bouna Traoré, murieron electrocutados tras esconderse en una subestación eléctrica de un suburbio de París cuando huían de la policía, que los perseguía. Pensemos también en el emblemático caso de Adama Traoré: era un hombre negro de 24 años que murió bajo custodia policial en circunstancias que siguen sin aclararse. Una autopsia y un informe médico independientes apuntaron a la asfixia. Siete años después, los policías implicados aún no han sido acusados. La lista de casos menos conocidos sería demasiado larga para incluirla en este artículo.

¿Por qué la violencia policial solo ha sido noticia recientemente? Hasta hace unos años, solo las personas racializadas que vivían en los suburbios eran víctimas de la violencia policial. Por lo tanto, los medios de comunicación no se hacían eco de ello, y los principales políticos de derechas, aunque también de izquierdas, lo negaban, argumentando que la policía pertenece a las “fuerzas republicanas que actúan por el bien común”. Por tanto, la policía, como institución, no podía hacer nada malo.

En los últimos diez años aproximadamente, las fuerzas policiales empoderadas han utilizado cada vez más tácticas agresivas para gestionar las manifestaciones políticas del centro de las ciudades. Esto fue notable a partir de 2018, durante el movimiento de los chalecos amarillos, y de nuevo en 2022-23, durante las protestas contra la reforma de las pensiones. Cientos de manifestantes fueron víctimas de la brutalidad policial y de detenciones arbitrarias. Algunos quedaron ciegos por las flash-balls (balas de defensa) de la policía o perdieron una mano después de que los agentes utilizaran granadas antidisturbios. Las víctimas eran en su mayoría ciudadanos blancos de clase media. Ahora la gente se da cuenta de que cualquiera puede ser víctima de la brutalidad policial. Amplios sectores de la izquierda se han vuelto más críticos con la policía, y en los medios de comunicación ahora se utiliza la expresión “brutalidad policial”.

Nahel recibió un disparo mortal por ser un joven francés de origen argelino. Su madre, entrevistada en la televisión francesa, declaró que el policía que disparó a su hijo “vio un rostro árabe, un niño pequeño, y quiso quitarle la vida”. En los barrios obreros, donde muchos jóvenes racializados son intimidados, acosados y golpeados a diario por los agentes, esta declaración tocó una fibra sensible. Esta terrible situación puede resultar familiar al público estadounidense, pero resulta excepcional y chocante en la mayoría de las democracias europeas.


Racismo endémico

En efecto, el racismo es endémico en los cuerpos de policía franceses. La brutalidad policial sucede todos los días, especialmente si eres árabe o negro. Los agentes de policía elaboran de forma generalizada perfiles étnicos que constituyen una discriminación sistémica. En una sentencia poco frecuente pero significativa, el Tribunal de Apelación de París dictaminó en 2021 que la discriminación estaba detrás de los controles policiales de identificación de tres estudiantes de secundaria de origen marroquí, maliense y comorano en una estación de tren en 2017.

A pesar de las numerosas pruebas de esta práctica y de los múltiples informes de ONG pro derechos humanos que subrayan que estos controles de identidad abusivos tienen como objetivo “humillar” a los jóvenes racializados, ningún gobierno ha tomado medidas para resolver el problema. Tras el asesinato de Nahel, la Oficina de Derechos Humanos de la ONU ha vuelto a señalar a Francia y ha instado a sus autoridades a “abordar seriamente los profundos problemas de racismo y discriminación en la aplicación de la ley”.

Como siempre, el Gobierno francés lo negó argumentando que “cualquier acusación de racismo o discriminación sistémica en las fuerzas policiales es totalmente infundada”. Esto es muy irónico: las élites francesas creen que la política de «daltonismo» en el corazón de la ideología republicana francesa es un antídoto contra el racismo institucional. Es uno de los legados de la Revolución Francesa, que rompió con el Antiguo Régimen clasista al afirmar que todos los hombres nacen iguales. El Estado, por tanto, no tendrá en cuenta el origen de las personas (ya sea étnico o religioso) para evaluar si algunas poblaciones son objeto de discriminación. Por consiguiente, nadie en la política dominante está dispuesto a cuestionar esta concepción tan abstracta de la igualdad. Muchos saben que es una fantasía, pero todos callan porque la «República» y sus «valores» son sacrosantos en Francia.

La brutalidad policial y las víctimas mortales han aumentado desde que se aprobara un proyecto de ley de 2017. Ahora, los agentes de policía están autorizados por ley a disparar si argumentan que un conductor o los ocupantes de un vehículo “se considera que suponen un riesgo para la vida o la seguridad física del agente”. Los sindicatos policiales presionaron al gobierno socialista de entonces y consiguieron lo que querían. Un gobierno de centro izquierda modificó la ley sobre el uso de armas de fuego por parte de los agentes y reescribió el código penal para adaptarlo a los deseos de la policía.

La ONG francesa Ligue des Droits de l’Homme (Liga de Derechos Humanos) sostiene que la ley ha permitido a los agentes desinhibirse con sus armas de fuego, ya que les da protección legal para disparar y matar. Lo cierto es que, desde que se modificó la ley, el número de personas que recibieron disparos mortales de la policía (la mayoría son personas racializadas) no ha dejado de aumentar: 27 personas fueron asesinadas en 2017, 40 en 2020 y 52 en 2021.


La policía francesa y la extrema derecha

El asesinato de Nahel debería plantear la cuestión crucial sobre la situación de la policía francesa y la incapacidad de los sucesivos gobiernos para reformarla, así como para contener a sus sindicatos, cada vez más vinculados a la extrema derecha. Tras la Segunda Guerra Mundial, la mayoría de los sindicatos policiales eran afines al Partido Comunista francés. En la década de 1980 apoyaron a los gobiernos socialistas. Ahora comparten la agenda de la extrema derecha en materia de ley y orden. En 2022, la mayoría de los policías votaron a Marine Le Pen.

En una reforma de 1995, el Gobierno otorgó amplios poderes de cogestión a los sindicatos policiales. Desde entonces, los sindicatos han ido pactando con los sucesivos ministros del Interior, tanto de derechas como de izquierdas. Los sindicatos se han convertido en organizaciones poderosas y politizadas que garantizan la lealtad de sus empleados. Pueden socavar a cualquier ministro del Interior que intente reformar la policía. En 2020, Jean-Christophe Castaner, entonces ministro del Interior, planeó prohibir el controvertido uso de la llave de estrangulamiento durante las detenciones, reformar el organismo de vigilancia policial IGPN (compuesto por policías que evalúan a sus compañeros) e introducir políticas de tolerancia cero para el racismo en la policía. Los sindicatos protestaron con vehemencia y Castaner fue sustituido rápidamente por Gérald Darmanin, un derechista de línea dura que, en un debate televisado, dijo a Marine Le Pen que era “demasiado blanda con el islam”.

En resumen, el Gobierno parece recelar de los sindicatos policiales de extrema derecha que quieren gestionar la ley y el orden en Francia a su antojo. Hablar de la “policía de Macron” es, por tanto, infravalorar la tremenda autonomía que ha adquirido la policía en los últimos veinte años.

Como dijo una vez el historiador británico Edward P. Thompson: “Los disturbios son un desastre social” para los sometidos. En las circunstancias actuales, de nuevo, la marea ya se está volviendo en su contra. Las escenas de destrucción de edificios públicos (comisarías, pero también escuelas, bibliotecas, ayuntamientos y autobuses), así como el saqueo de comercios o la quema aleatoria de coches en la calle, no granjearán a sus autores ninguna simpatía por parte de la opinión pública. Los residentes de los suburbios dicen que entienden la ira de los jóvenes, pero que desaprueban sus acciones. Porque las víctimas de esos destrozos serán las clases trabajadoras que viven en esas zonas desfavorecidas. En las redes sociales, las personas racializadas expresan su preocupación: ¿qué tiene que ver el incendio de una escuela con recordar o rendir homenaje a Nahel? Temen que estas acciones den la razón a sus detractores racistas y a Macron un pretexto para otra vuelta de tuerca represiva con la aprobación de nuevos proyectos de ley que recorten las libertades públicas.

Marine Le Pen y Éric Zemmour se beneficiarán plenamente de la situación argumentando (ya han empezado a hacerlo) que esa “chusma no respeta a Francia” y “no quiere integrarse”. Afirmarán que “el multiculturalismo francés ha fracasado”, cuando en realidad la situación es tan tensa desde el punto de vista racial porque la clase política y la policía rechazan la noción misma de que Francia sea un país multicultural, lo cual es un hecho. La izquierda, bajo el liderazgo del movimiento populista La France Insoumise (Francia Insumisa) de Jean-Luc Mélenchon, es demasiado débil y no tiene ninguna influencia sobre las poblaciones obreras de esas zonas desfavorecidas. Todo esto es desalentador, ya que los alborotadores parecen menos concienciados políticamente que sus predecesores de 2005. Los jóvenes parecen enfadados, disgustados, temerosos y sin puntos de referencia políticos. Entretanto, ¿quién protegerá de la policía a esos chicos que pertenecen a minorías étnicas?

Philippe Marlière


DETRÁS DE LA MUERTE DE NAHEL, LA INSTITUCIÓN POLICIAL

La muerte de Nahel reabre trágicamente el debate sobre las personas asesinadas por agentes de policía en el contexto de lo que la narrativa policial presenta como una negativa a respetar la orden de la policía. Recopilando datos del Ministerio del Interior, un equipo de periodistas de Bastamag pudo demostrar que “los agentes de policía han matado cuatro veces más personas por negarse a obedecer órdenes en cinco años que en los veinte anteriores”.

Por tanto, parece oportuno preguntarse por qué se ha producido este impresionante y relativamente reciente aumento de los tiroteos. Hace aproximadamente 5 años, en marzo de 2017, una nueva ley sobre seguridad interior flexibilizó el uso de las armas por parte de los agentes de policía. El texto autoriza a los agentes de policía y a los gendarmes a utilizar sus armas si no consiguen inmovilizar un vehículo “cuyos conductores no acaten la orden de detenerse y cuyos ocupantes puedan perpetrar, en su huida, un atentado contra su vida o su integridad física o la de otras personas”.

La redacción de esta ley es notoriamente vaga: ¿cómo puede un agente de policía conocer razonablemente las intenciones de un conductor? Y es en esta vaguedad donde radica el problema. Un equipo de investigadores ha estudiado los efectos de esta ley de contornos difusos. Como resume uno de los coautores del estudio, “la ley que autoriza a los policías a disparar más a menudo da lugar a que (…) disparen más a menudo, y el número de homicidios policiales (media mensual) aumenta masivamente”. Una ley de seguridad interior que reduce la seguridad pública sería casi cómica si no tuviera consecuencias dramáticas.


El elefante en la habitación: el racismo institucional

Al centrarse en el aumento de los tiroteos policiales tras un cambio en la ley, se corre el riesgo de pasar discretamente por alto un aspecto crucial de la muerte de Nahel y de tantas otras. Centrarse en los tiroteos –por importante que sea– tiende a situar el debate en un terreno a priori ciego ante la dimensión racial de la violencia policial. Sin embargo, las víctimas de los tiroteos no suelen ser blancas. Ante este hecho, el debate sobre la negativa a obedecer las órdenes de la policía es necesariamente un debate sobre el racismo policial, cuya existencia ha quedado sólidamente demostrada. En 2009, un estudio puso de relieve y cuantificó lo que los habitantes de los suburbios sabían desde hacía mucho tiempo:

“Dependiendo quien lo observaba, los negros tenían entre 3,3 y 11,5 veces más probabilidades que los blancos de ser controlados por la policía» y los árabes «tenían entre 1,8 y 14,8 veces más probabilidades que los blancos”.

La elaboración de perfiles raciales es una realidad. Diez años después, las conclusiones son las mismas. En 2019, el Defensor del Pueblo francés puso de manifiesto la existencia de “una discriminación sistémica que se traduce en la sobrerrepresentación de determinadas poblaciones inmigrantes y en prácticas despectivas en la realización de controles de identidad por parte de la policía”. Estas prácticas sistémicas están tan arraigadas en el funcionamiento cotidiano de la institución que los agentes de policía no son necesariamente conscientes de ello.

Para comprender con claridad el alcance del racismo institucional, resulta instructivo el trabajo que el gran sociólogo británico Stuart Hall escribió específicamente para entender las revueltas en los barrios obreros británicos tras la intervención policial:

“En primer lugar, el racismo institucional no necesita individuos abiertamente racistas: el racismo se considera el resultado de un proceso social. [En segundo lugar, las normas de comportamiento racista] se llevan dentro de la cultura profesional de una organización y se transmiten de manera informal e implícita a través de su rutina, de sus prácticas cotidianas como parte indestructible del habitus institucional. El racismo de este tipo se convierte en rutina, en un hábito que se da por sentado. Es mucho más eficaz en las prácticas de socialización de los agentes de policía que la formación y los reglamentos formales. (…) Impide la existencia de una reflexividad profesional. Lejos de considerarse excepcional, este tipo de racismo involuntario se está convirtiendo en parte integrante de la definición misma del trabajo policial normal”.

En otras palabras, la definición de una buena labor policial comúnmente aceptada por la institución implica actuar partiendo del supuesto de que una persona no blanca es sospechosa.

La existencia de esta actitud se ve confirmada por una serie de estudios sobre el caso francés que abarcan varias décadas. En 2017, el trabajo del sociólogo Christian Mouhanna llegó a una conclusión muy similar a la de su colega René Lévy en 1987, quien afirmaba que las categorizaciones raciales “constituyen, por así decirlo, las herramientas del oficio y forman parte de ese conjunto de conocimientos prácticos que constituyen el trasfondo, el punto de referencia del trabajo policial”. Esta literatura también muestra que “la sospecha policial actúa como una profecía autocumplida, es decir, ayuda a producir lo que se espera y, por tanto, confirma a los agentes de policía en su creencia en la relevancia de estas categorías”.

El poder de categorizar a la población, que la investigación pone de relieve, configura a su vez el uso de la fuerza. La policía es el único cuerpo al que se le reconoce la capacidad de determinar lo que se entiende por orden público y su opuesto, el desorden, justificando el uso de métodos coercitivos: el uso de un arma letal o no letal, o la movilización de otras prácticas de inmovilización. El sociólogo Ralph Jessen señala que el criterio primordial para la intervención de un agente de policía es su evaluación de una situación; por tanto, las leyes y las normas sólo tienen una importancia secundaria, y las fuerzas del orden a menudo sólo tienen un conocimiento parcial de ellas.

A estas alturas, el alcance de la ley de 2017 está cada vez más claro. Al ampliar el ámbito del uso de las armas en función del juicio individual del agente de policía, inmerso él mismo en un entorno profesional impregnado de prejuicios racistas, esta ley expone especialmente a la parte no blanca de la población. Pero también está claro que el debate no puede centrarse únicamente en el uso de las armas de fuego, ya que la violencia policial no se limita a ellas.

Otra serie de estadísticas recopiladas por los periodistas de Bastamag muestra que de las 676 personas muertas como consecuencia de la acción policial entre 1977 y 2019, sólo el 60% fueron tiroteadas. Es más, la magnitud de la violencia policial va mucho más allá del caso más extremo de violencia mortal.


Una institución que transforma a los agentes

Aunque el racismo institucional es un hecho bien establecido en la investigación científica, si queremos comprender plenamente la violencia policial, debemos tener en cuenta otro rasgo específico de la policía, a saber, que se caracteriza por un extraordinario grado de aislamiento del mundo exterior y un formidable grado de cohesión interna. Desentrañemos este argumento en dos etapas.

En primer lugar, resulta que la mayoría de las personas que deciden convertirse en policías se caracterizan por una concepción puramente represiva de la profesión. Así pues, la policía no atrae a una muestra representativa de la sociedad, sino a personas que destacan por su gusto por los medios autoritarios. Tras esta etapa inicial de autoselección, los policías son aislados aún más de la sociedad por la propia institución. Para comprenderlo, resulta útil estudiar la socialización profesional. Se trata de un doble proceso durante el cual el candidato adquiere las competencias técnicas y los conocimientos de la profesión, por un lado, y absorbe la visión de la sociedad que prevalece en el seno de la institución a la que se compromete, por otro.

Para aclarar la visión que prevalece en el seno de la institución policial, podemos utilizar los términos de un artículo científico según el cual los policías se ven a sí mismos como si vivieran en una «ciudadela sitiada», que une al grupo. En otras palabras, los policías se sienten asediados por el resto de la sociedad. La formación de un espíritu de cuerpo se consigue por tanto mediante la construcción de un enemigo, y este proceso fomenta a su vez “un comportamiento excesivamente violento que sobrepasa los límites de la violencia legítima”. Aunque el cuerpo de policía atrae a perfiles muy específicos, es sobre todo la institución policial, durante la socialización profesional, la que genera agentes muy unidos internamente y desconfiados, o incluso hostiles, hacia la sociedad.

Una vez sacado a la luz el funcionamiento interno de la institución policial, el argumento de que la violencia policial puede explicarse por una formación inadecuada, un periodo de formación demasiado corto y la reducción del umbral de elegibilidad de los aspirantes a la profesión policial pierde casi toda su fuerza. Aunque estos factores puedan desempeñar un papel marginal, el problema no reside principalmente en quienes acceden a la institución, sino en una institución que transforma a los agentes que trabajan en ella; un efecto que, como señala Hall, priva a la institución de toda capacidad autorreflexiva.

Pensar en la institución policial también permite, sin diluir la especificidad del racismo policial, comprender que el aumento de la violencia contra el movimiento obrero y el movimiento ecologista en la primavera de 2023 no procedió exclusivamente de quienes daban las órdenes al gobierno, sino del propio aparato policial. Más aún si se tiene en cuenta la expansión sin precedentes de las fuerzas policiales en los últimos 30 años.

En Que fait la police? demostramos que, en contra del mito generalizado de que la policía, como el resto de la función pública, ha sufrido la austeridad, de hecho, ha experimentado un aumento de recursos sin precedentes durante este periodo: +35% (muy superior al aumento de los recursos asignados a la educación durante el mismo periodo: 18%). El número de policías ha aumentado en proporciones similares. La última ley de programación del Ministerio del Interior, aprobada a finales de 2022, prevé ir aún más lejos, asignando casi 15.000 millones suplementarios en los próximos cinco años.

Esta evolución indica que la policía está materialmente en condiciones de ejercer un control sin precedentes sobre la sociedad. Entre otras cosas, esto se refleja en un contacto más regular con la población, lo que supone una oportunidad para que queden al descubierto los prejuicios que caracterizan a la institución.

Esto ayuda a explicar por qué los levantamientos que siguieron a la muerte de Nahel no se limitaron a Nanterre. También explica por qué una investigación sobre el autor de los disparos y su cómplice no podrá erradicar la rabia por la discriminación que se vive a diario en la región desde hace muchos, muchos años, y el dolor de tantas personas, casi exclusivamente negras o árabes, que han sufrido la violencia o incluso han perdido a un ser querido.

Paul Rocher


MUERTE DE NAHEL: ESTADO DE CÓLERA LEGÍTIMO

La reacción del presidente francés ante el video de la muerte de Nahel en Nanterre, el adolescente al que un policía disparó a quemarropa en el corazón, fue que se trataba de un acto “inexplicable” e “inexcusable”. Aunque estas palabras pretendían ser tranquilizadoras, sobre todo para una madre que acaba de perder a su único hijo, cabe preguntarse si han dado en el clavo.

Porque, ¿es realmente inexplicable el acto? Para los habitantes de los barrios populares, que viven a diario la agresividad de la policía, que conocen año tras año las muertes por arma de fuego, estrangulamiento, asfixia y accidentes en los que se ven implicados, que ven las consecuencias de una legislación que amplía sin cesar sus prerrogativas en detrimento de los derechos de los ciudadanos, no hay nada que pueda sorprenderles. Para ellos, la banalización de esta violencia sí tiene una explicación.


Contrato roto

Pero, ¿es inexcusable el acto? Al contrario, todo demuestra que, en la práctica, estos homicidios quedan casi siempre impunes, que la primera reacción de las autoridades policiales es exonerar a los autores, que la culpa se traslada a las víctimas, a las que se presenta como delincuentes, que el espíritu de cuerpo lleva a los agentes que presencian el crimen a defender a sus colegas y que, al final, en la mayoría de los casos, ni las autoridades ni los tribunales encuentran culpables. Si existe una cultura de la excusa, como se suele decir de los jóvenes de clase trabajadora, es sin duda la policía la que se beneficia de ella.

En estas condiciones, las protestas que se expresan en las calles, incluso mediante destrozos, no pueden reducirse a la violencia popular contra la violencia policial, a una venganza o incluso a una vendetta, como dijo un dirigente sindical. Son el resultado de una economía moral, si podemos utilizar este término, que se utilizó para describir las rebeliones de los campesinos ingleses en el siglo XVIII contra los especuladores que exacerbaban la pobreza y provocaban hambrunas. El contrato social que vincula a los miembros de una sociedad presupone un respeto mínimo por la vida humana, a fortiori por parte de los agentes que deben protegerla. Cuando la policía mata sin justificación, se rompe ese contrato.


Sentimiento de indignación

Resulta aún más indignante cuando se utilizan mentiras para encubrir los hechos. Son las afirmaciones del agresor, de su colega y de la policía, que sólo pueden ser refutadas por la existencia de un video de aficionado, sin el cual la víctima habría sido culpable de tentativa de homicidio. Estas son las afirmaciones del ministro del Interior ante la Asamblea Nacional, según las cuales, desde la votación de la ley de 2017, que autoriza a disparar por simple negativa a obedecer cuando los ocupantes del vehículo son “susceptibles de perpetrar, en su huida, un daño contra su vida o su integridad física, o las de otras personas”, los disparos policiales y las víctimas mortales en estas circunstancias han disminuido, mientras que, por el contrario, han aumentado, según las estadísticas de sus propios servicios y, en el caso de los tiroteos, han llegado a quintuplicarse según un reciente estudio. También contra esta normalización de la mentira pública al más alto nivel de gobierno se expresa el sentimiento moral de indignación.

Así que tenemos que dimensionar el significado de estas manifestaciones. No para justificarlas, sino para comprenderlas. Para algunos, parecen ser la única voz que queda para denunciar la doble injusticia de la brutalidad y la impunidad. Si la ley permite hoy a las fuerzas del orden utilizar sus armas de fuego sin obligación de legítima defensa, al menos la sociedad debe reconocer, en memoria de las víctimas, el derecho a la legítima cólera.

Didier Fassin