Nota.— Compartimos algunos poemas del libro Diario de la Muerte (1989), de Enrique Lihn, en diálogo con el texto Lírica Terminal, de Tamara Kamenszain, publicado en Historias de amor (y otros ensayos sobre poesía), hacia el año 2000. En estos ensayos Kamenszain aborda la relación de la poesía y la muerte en cuatro casos: el Diario de la muerte, de Enrique Lihn; Hospital Británico, de Héctor Viel Témperley; El chorreo de las iluminaciones, de Néstor Perlongher; y El pabellón del vacío, poema de José Lezama Lima.
Los poemas de
Diario de la Muerte fueron reunidos y transcritos por Pedro Lastra y Adriana Valdés, Editorial Universitaria, Santiago de Chile. El libro se puede descargar desde el portal Memoria chilena.


Quién de todos en mí

¿Quién de todos en mí es el que tanto
teme a la muerte?
Unos lucharán valerosamente contra ella
Otros no le harán ningún asco, rindiéndose como gallinas
Habrá traidores que le iluminarán el camino
como si ella tuviera necesidad de luz
hasta el corazón tan negro como ella de la ciudad

Estará Hamlet que se sube a la cabeza
con mi cráneo de pobre Yorick en su mano enguantada
recitando las tonterías de siempre
De estos movimientos contradictorios puede esperarse la tempestad, y, también, la calma
que mutuamente se anuncian
Pero esta rama seca que invade el bosque
esta réplica de la muerte hecha de palo
Supongámoslo un ciudadano de tercera llamado ego
tan diferente de lo que mejor conoce
pues la muerte es justamente el protoplasma de este hijo sin madre
nacido de mi muslo
Esa mierda que nunca pude excretar
aferrado a mí como el nódulo al pulmón
cancerosamente diestro en la toma del poder
un charlatán que sólo puede hablar de lo que existe en lo que habla
y contaminarlo todo de irrealidad
piedra angular de la pesadilla y del sueño
de las fantasías que enferman y de las ilusiones que matan
es él quien pone ante la pelada el grito en el cielo-
raso de la ciudad
y el temblor en todos nosotros, los encerrados a morir.


Limitaciones del lenguaje

El lenguaje espera el milagro de una tercera persona
(que no sea el ausente de las gramáticas árabes)
ni un personaje ni una cosa ni un muerto
Un verdadero sujeto que hable de por sí, en una voz inhumana
de lo que ni yo ni tú podemos decir
bloqueados por nuestros pronombres personales
Tenemos aquí a un hombre, apretando el gatillo contra sus sienes
Algo ve entre ese gesto y su muerte
Lo ve durante una partícula elemental del tiempo
tan corta que no formará parte de aquél
Si algo pudiera alargarla sin temporalizarla
una droga (¡descúbranla!)
Se escucharían los primeros pálidos ecos
de una inédita descripción de lo que no es


Reconstitución del discurso de un divulgador olvidado

Quién puede decir que la naturaleza sea justa
o que exista en ella el diseño de una finalidad
las aves migratorias llegan, en minoría, a los parajes de salvación
el derrotero no se los marca el instinto
millones y millones mueren al internarse mar adentro, caen como lluvia extenuadas al abismo
Entre los hombres no existe la justicia
ni en su naturaleza
el deseo de que exista hace el dolor de muchos
mueren jóvenes los grandes talentos
viven hasta la saciedad multitudes de bobos
A la buena madre le mata un auto a su único hijo
a la mala le brotan los suyos por manadas
El hombre capaz ve ascender hasta las nubes a los incapaces
mientras él se ve forzado a trabajar en la oscuridad
El presidente de un país cualquiera es un imbécil
y el poeta que aparece en los titulares de prensa
Los comunicadores dirigen al mundo
eligen un producto y un nombre y lo clavan
en el inconsciente colectivo
hasta que todos lo nombran y consumen.


Buen despilfarrador

Serás el buen despilfarrador con tus horas contadas
no el inútil avaro que mezquina y recuenta
sus contadas, como si no fuera
a pagarlas todas y de golpe a su tiempo
No te adelantarás a tu muerte, viviéndola, aunque ella esté tan cerca de ti como el feto de su madre o la                                                                                                                                          /semilla de su fruto.
Ella es simplemente otro ser, y su conexión contigo una fisura
aunque lo alumbres y te pudras para que sea.


La mano artificial

Es una mano artificial la que trajo
papel y lápiz en el bolso del desahuciado
No va a escribir Contra la muerte, ni El arte de morir
¡felices escrituras! No va a firmar un decreto
de excepción que lo devuelva a la vida.
Mueve su mano ortopédica como un imbécil que jugara
con una piedra o un pedazo de palo
y el papel se llena de signos como un hueso de hormigas.


Nadie escribe desde el más allá…

Nadie escribe desde el más allá
Las memorias de ultratumba son apócrifas
En la casa de la muerte sólo se encuentran agonizantes lectores
algunos vivos que curiosean allí, pero no muertos.
Aunque el libro tibetano de los muertos diga que se dirige a ellos
no hay lectores en el más allá, muertos que no guarden las formas y la gravedad de la noche.
Sólo se recuerdan apariciones
fantasmas, más bien, fantasías, enfermedades de la memoria
Esos señores, en lugar de hablar, responden a la desesperación
de preguntas mediúmnicas sin interés.
Peor aún, suspenden mesas de tres patas para probar que existen.
Como invisibles pionetas
bajan un piano del quinto al cuarto piso.

Quiero saber qué son los muertos, si son
No lo que hacen ni lo que dicen de otros
no las pruebas de su existencia, si existen.


Un enfermo de gravedad…

Un enfermo de gravedad se masturba
para dar señales de vida


Pido a la medicina…

Pido a la medicina si es que ella sabe algo
detrás de su imponente fachada
y de sus sórdidos interiores
que me mate sin dolor
no comparto el dolor como forma (gratuita) de conocimiento
nunca he asistido a sus cultos religiosos detrás de su fachada impotente
qué chuchas puede enseñar el dolor a un agonizante
ni siquiera en compañía de la resignación
no hace más que degradarla
al aullido
La muerte debe venir en una atmósfera de relatividad
como una burguesa que visita por primera y última vez
a cultivar la amistad sin interrupciones
con un casual admirador que lo ha hecho todo
para aceptarla


No te desasosiegues…

No te desasosiegues por vernos tan disminuidos
a los poetas poetas, frente a Homero y a ti
que tienes la humildad de sentirte
un tanto fragmentario a su respecto
Bueno, no te inquietes por nosotros, los pequeños
si te sientes grande como dos novelistas
uno bueno y el otro millonario
Puedes ocupar con toda propiedad
el lugar del Neruda del Canto General
todo él se vende mucho
pero lo hemos ido dejando poco a poco vacante
aburre estar allí, digan lo que dijeron
los traductores norteamericanos
(uno de ellos me lo confesó hidalgamente)
Te deseo que sean justos contigo
sobran las acusaciones de oportunismo:
a cada cual de acuerdo con sus necesidades
mira, se han escrito cientos de poemas
de mil páginas
trata de que el tuyo pase a la historia
y no pruebes de acercarte a tu gastada humildad
te sentaría mal porque es más fuerte el deseo
de aparecer a diario en revistas y periódicos
concéntrate a lo sumo en disminuir
las tonterías que ellos esperan que digas
es la docilidad la que te puede perder
no tanto el fuego fatuo de tres ambiciones dogmáticas
ellas son los efectos secundarios
del hiperdesarrollo del ego


Estoy tratando de creer…

Estoy tratando de creer que creo
no es el mejor punto de partida
pero al menos dudo de mi escepticismo
como de una racionalidad sin antecedentes
no ha sido para mí, en su larga trayectoria
un particular motivo de orgullo

Creer pero lo más lejos posible
de la Iglesia católica y romana
a años luz del superpapa

Enrique Lihn


Nota.— Enrique Lihn nació el 3 de septiembre de 1929 en Santiago de Chile.
A los 13 años ingresa a la Escuela de Bellas Artes de la Universidad de Chile, para estudiar dibujo y pintura. Publica su primer libro de poemas, 
Nada se escurre (1949), Poemas de este tiempo y de otro (1955). Entabla amistad con Nicanor Parra y lee su obra. En 1963 publica La pieza oscura (ganador del Premio Atenea), al que consideraba su primer “libro valedero”.
Mientras milita en el Partido Comunista de Chile, publica el libro de cuentos 
Agua de arroz (1964). Gana una beca de museología de la UNESCO (1965) que lo lleva a visitar París, Bruselas e Italia. De esa experiencia sale un libro, Poesía de paso, que gana el premio Casa de las Américas (Cuba) de 1966. Reside en La Habana. Trabaja en la revista Casa de las Américas y el Instituto del Libro. De esta experiencia surge su Escrito en Cuba (México, 1969), y La musiquilla de las pobres esferas (Santiago, 1969).
En 1968 regresa a Chile. Publica
Batman en Chile (1973, novela); Por fuerza mayor (1975); París, situación irregular (1977). Escribe novelas experimentales y paródicas: La orquesta de cristal (1976) y El arte de la palabra (1980). A partir de Manhattan (1979), Al bello aparecer de este lucero (1983), Pena de extrañamiento (1986).
Escribió reseñas, ensayos sobre poetas y artistas plásticos. Montó obras de teatro, realizó performances y filmó videos. Falleció en Santiago de Chile el 10 de julio de 1988, víctima de cáncer de pulmón. De esta experiencia final es el poemario 
Diario de muerte (1989), del que hemos extraído algunos poemas.
Dijeron de E. Lihn:
«Frecuentar su poesía es enfrentarse con una voz que lo cuestiona todo. Esa voz, sin embargo, no sale del infierno, ni de las profecías milenaristas, ni siquiera de un ego profético, sino que es la voz del ciudadano ilustrado, un ciudadano que espera llegar a la modernidad o que es resignadamente moderno. Un ciudadano que ha aprendido la lección de Parra, su maestro y compañero de travesuras, y que en ocasiones nos ofrece una visión latinoamericana refulgente y original» (Roberto Bolaño).
«¿Si yo fuera Dios, qué le diría a Enrique Lihn?. Un tema lleno de trampas teológicas, románticas, egomaníacas. Enrique Lihn con una elegancia suprema, supera todas estas barreras» (Alejandro Jodorowsky).
«Creador incansable. Perfeccionista. Poeta, narrador, dibujante, crítico, dramaturgo. Jamás se recostó en las certezas ni en los lechos de rosas» (Antonio Cisneros).



La lírica terminal

Sentado cerca de la muerte, sobreviviendo a los compromisos de una vida de escritor, Enrique Lihn hará, una vez más, lo mismo de siempre: empeñar la libertad de su mano sobre los renglones abismales de un diario. Diario de muerte, tituló por fin su último libro escrito acompañando palmo a palmo la expansión textual del cáncer: cada verso un avance de la metástasis, cada poema un día menos de vida. Sin embargo, no es la circunstancia de la enfermedad la que lleva al poeta a simular que escribe un diario cuando en realidad está construyendo, como siempre, un libro de poemas. La salud de toda su obra anterior ya empujaba en esa dirección. Es que el estilo de Lihn siempre fue espeso. Desde un principio cocinó su densidad en esa sustancia gomosa que pegotea la letra manuscrita al registro fiel de un cuaderno. Y la realidad –o situación, como él gustaba llamarla– le regala a la atención poética todo para registrar. Es por eso que al poeta del bolsillo desfondado ni siquiera la muerte podía sorprenderlo sin su cuaderno y su lápiz. Sólo esos dos elementos. Ni escritorio, ni artes de la mecanografía, ni siquiera tiempo libre y mucho menos un cuerpo saludable. Por última vez lo mismo de siempre: mostrar que no es posible escribir un libro a menos que se entre en él de la mano de un diario. Y ahora, gurú en lo alto de una cama de hospital, alucinará con más certeza que nunca en los límites de esa imposibilidad: «el lenguaje espera el milagro de una tercera persona (…) un verdadero sujeto que hable de por sí, en voz inhumana / de lo que ni yo ni tú podemos decir / bloqueados por nuestros pronombres personales» escribe en Diario de muerte.

Si no hay una manera humana de abandonar la primera persona (no se puede no morir) escribir será siempre acudir desesperadamente a las páginas de un diario. Los «verdaderos» libros con personajes que se comporten como «verdaderos sujetos hablando de por sí» son imposibles. Es por eso que Lihn dio vuelta, desde un principio, las reglas del juego de escritor. En vez de despersonalizar pronombres, extremó lo personal hasta volverlo un desborde de sí (una muchedumbre de yoes urdiendo su ficción). Por ese camino llegó al revés de la trama: aquellos registros pegados a la “situación”, esas verdades garabateadas en un cuaderno conforman una familiaridad extrema que, sin embargo, se distancia. Es la distancia que pone lo más íntimo al pie de escenario. Y si el libro hasta ahora era imposible a menos que naciera como diario, a esta altura ya se pueden vislumbrar las consecuencias de ese alumbramiento. Lihn parecía tenerlo muy claro: ningún libro es posible a menos que renuncie primero a su condición privada de diario.

Este sentimiento de escribir conectando dos polos –lo más privado es lo más público– se agudiza cuando el poeta queda sujeto (atado como sujeto) a la intimidad de la muerte. Si hay un título centrando con lápiz la primera página del cuaderno, y si ese título es tan revelador como Diario de muerte, qué duda cabe, allí agazapado estará el escritor trabajando en la edición de su obra completa. «No hay lectores en el más allá» asegura en uno de los últimos versos del libro. Aferrado a un manuscrito que se escurre entre las sábanas, usando esa mano que él llama «ortopédica» con la que «el papel se llena de signos como hueso de hormigas», Lihn emprenderá, una vez más y para siempre, ese viejo ritual conocido: terminar un libro que mire a la posteridad. Aunque esta vez se termine también la vida.

«¿Quién de todos en mí es el que tanto teme a la muerte?» pregunta alguien en verso. Como lectores del «más acá» respondemos en espejo. Justamente queremos saber cuál de todos en ti es el que tanto teme a la muerte. Cuál de todos esos yoes que, entretenidos unos con otros, surcan tu obra. Como por contagio, se arma en eco una cadena de preguntas que llega hasta el siglo de oro. «Quién oyó / quién oyó / quién ha visto lo que yo» repetía aquel verso que Góngora lanzó a rodar por el túnel de la tradición. Dos invocaciones que apuntan a un mismo blanco. Lihn confronta su intimidad con el lector dando por supuesto que éste ya lo conoce. Góngora en cambio, lo busca. En el acto de preguntar, los dos comparten un mismo deseo: escribir para la posteridad. Así confeccionan un diario abierto y público. En verso y en primera, un registro de verdades líricas que no esperan respuesta. Sólo la confirmación refleja que les devuelve el lector de poesía.

Sin embargo, para la pregunta «quién de todos en mí es el que tanto teme a la muerte» Lihn ensayó una respuesta narrativa. Quiso divertirnos mientras confundía por un rato el terror métrico de la interrogación. Así contestó: «supongámoslo un ciudadano de tercera llamado ego / tan diferente de lo que mejor conoce / pues la muerte es justamente el protoplasma de este hijo sin madre / nacido de mi muslo». Nos resulta fácil, como lectores del «más acá», imaginar a este personaje de tercera llamado ego. Sabemos que no puede alejarse demasiado de lo que mejor conoce su propio cuerpo. Es un posesivo de primera que vuelve a seducir a las personas desnudando su muslo. Reconocemos en él, intacto, el estilo de Enrique Lihn. Una fiesta de cara a la verdad. En primera persona todo, pero en todas las personas, la primera. Con recursos impúdicos dinamitar cualquier circunstancia narrativa hasta devolver la muerte a su verdadero lugar de pertenencia: la poesía.

Sólo el peso de un oficio semejante hundiendo la cama de hospital, sólo el trazo de una letra viva implicada a mano con el cáncer podían pergeñar un verso de esta complicante simpleza semántica: «los vivos estamos muertos, los muertos estamos vivos».

Utopía de dieciséis sílabas cuyo destino es detenerse al borde del abismo en la octava. Es que el lenguaje, capaz de matar vivos y vitalizar muertos, pone sus límites poéticos al borde de la cesura. Es la pausa que impide que todo acontezca al mismo tiempo. «Los vivos estamos muertos, los muertos estamos vivos», línea tonal que la prosa ni siquiera podría enunciar y que la poesía debe partir en dos para hacerle un lugar definitivo en el verso. Justo en la mitad, en ese tope que pone la respiración, frente al abismo métrico, allí habita el poeta moribundo. Íntimo hasta mostrar el muslo, lírico hasta poner el temor a la muerte en brazos de una persona de tercera («un charlatán que sólo puede hablar de lo que existe en lo que habla») Lihn vive persiguiendo, para la escritura, una utopía. Poesía situada, había pedido desde un principio. Simbiótica, pegada a las circunstancias de sus enunciados -qué mejor testigo que un diario para anotarla- su obra siempre encontró el motor pasional de crecimiento en esa necesidad absoluta y utópica de dar cuenta. Y él, como todos los grandes líricos, sentado entre dos hemistiquios, peleó quijotescamente con esa grieta que la realidad le abre a lo dicho. Y, como todos ellos, escribió su experiencia de sujeto escindido. También define Enrique Pezzoni a Vallejo: «un sujeto que se muestra como puro intersticio, en esa espectacular contradicción entre el personal (“hay” y el impersonal “yo no sé”, Con idéntica ferocidad encontramos a Lihn, ante la muerte, reescribiendo como nunca aquel verso memorable del peruano «hay golpes en la vida tan fuertes …

Yo no sé». Los puntos suspensivos marcan el lugar terminal de la caída, suspenden la omnipotencia del sujeto. Ese «no saber» que un Vallejo brutal declamó en primera y con mayúscula, y que el estilo dolorosamente delicado de Lihn traduciría al oído como un consuelo susurrado de segunda: «No te adelantarás a tu muerte viviéndola / (. .) Ella es simplemente otro ser y su relación contigo una fisura». (Recordemos que ya había puesto esa impotencia en boca de aquel charlatán de tercera que «sólo puede hablar de lo que existe en lo que habla»).

Sin embargo en Diario de muerte, como en todo «verdadero» (utópico) libro de poemas, la fisura queda imaginariamente soldada. Como lectores llegamos a saber todo acerca del moribundo. Afuera del hospital, su casa de la calle Passy donde reina la paranoia oscura de puertas cerradas. Adentro, las convulsiones de otra paranoia: «el nódulo de mi pulmón derecho y la sombra en el izquierdo». Otra vez afuera del hospital, ya en la casa de la calle Passy, las mujeres del moribundo, las que «tienen la llave», hacen del orden un ritual de seducción. Y adentro, en la otra casa, el cirujano que emerge feliz de la sala de operaciones «después de arrancarme con un riñón la pelusilla del cáncer». Secuencias narrativas: el que habla nos cuenta su cuento y nosotros, la verdadera tercera persona, creemos en él como primera. Es la mágica posibilidad que brinda la letra viva. Seguramente Enrique Lihn alegró con ese medicamento los últimos tramos de su existencia. El diario lo confirma: de la calle Passy al hospital o del hospital a la calle Passy, el poeta vivió en un solo lugar. Estuvo situado dentro de la casa de la poesía. En una morada de la que nunca nada ni nadie ya podrán desalojarlo.

Tamara Kamenszain


Nota.— Tamara Kamenszain (Buenos Aires, 1947 – 2021). Estudió filosofía, fue periodista y docente. Fue una de las fundadoras de la licenciatura en Artes de la Escritura de la Universidad Nacional de las Artes (Bs. As., Argentina). Junto con Arturo Carrera, Osvaldo Lamborghini y Néstor Perlongher, integra la generación de poetas de los años 70 caracterizados como “neobarrocos” o “neobarrosos”. Su obra abarcó la poesía, el ensayo y la narrativa.
Poesía:
De este lado del Mediterráneo, 1973; Los No, 1977; La casa grande, 1986; Vida de living, 1991; Tango Bar, 1998; El Ghetto, 2003; Solos y solas, 2005; El eco de mi madre, 2010; El libro de los divanes, 2015.
Ensayos:
El texto silencioso: tradición y vanguardia en la poesía suda­mericana, 1983; La edad de la poesía, 1996; Historias de amor y otros ensayos sobre poesía, 2000; La boca del testimonio: lo que dice la poesía, 2006; Una intimidad inofensiva. Los que escriben con lo que hay, 2016; El libro de Tamar, 2018; Libros chiquitos, 2020.