Nota.— En estas noches tormentosas de fin de año, los supersticiosos y parlanchines tripulantes del Kalewche aseguran vislumbrar una especie de llamas o resplandores en las puntas de los mástiles: el legendario «fuego de San Telmo». Sin embargo, contradiciendo la inveterada tradición marinera –y acaso acusando cierta influencia subversiva del socialismo– insisten, convencidísimos, que no se trata de una señal de mal agüero, de un presagio de naufragio u otra calamidad, sino de un augurio de buena fortuna. “Son luminiscencias rojizas, no de color azulado”, hacen notar para justificar su antojadiza heterodoxia. Concretamente, interpretan el portento nocturno como un anuncio de la inminente aparición del Corsario Rojo, que no se lo ve por ninguna parte desde hace tres largos meses, allá por los primeros días de septiembre.
Alegan, además, que luego de cada avistamiento de estas «luces rojas» (¿ilustradas, comunistas o ambas?), encuentran por las mañanas una botella flotando a corta distancia del navío. En cada botella, afirman, hay guardado un papel con una prosa manuscrita. Si hemos de dar crédito a su florido relato, ya han encontrado ocho botellas, con sendos textos. Los tripulantes del Kalewche creen que proceden del temible Corsario Rojo... He aquí las ocho prosas en cuestión. Se rumorea que el Corsario Rojo aparecerá por quinta vez entre mañana y el miércoles.
BITÁCORA DE DERROTAS
El mito del progreso está ligado directamente a la evolución tecnológica del sistema, a la forma en la que el modo de producción capitalista afirma su despliegue histórico –sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo XVIII– desde la revolución incesante de las fuerzas productivas modernas. Esa revolución –le explica Marx a Stuart Mill al inicio del capítulo XIII de El capital– no tiene como objetivo ahorrar al trabajador tiempo de trabajo ni facilitarle su labor dentro de la fábrica o en el lugar de trabajo, sino incrementar la explotación de plusvalor y generar ganancias extraordinarias en beneficio del monopolista de las tecnologías de vanguardia. En realidad, como lo demuestra el mismo Marx en dicho capítulo, la introducción de las técnicas modernas a la fábrica incrementó exponencialmente la explotación, multiplicó el tiempo de trabajo, redujo la actividad del obrero a la de una simple herramienta o engranaje de la maquinaria productiva, disminuyó su salario, creo mayor desempleo, facilitó la utilización de mano de obra femenina e infantil que, a su vez, presionó para una mayor disminución del salario obrero, etc. Sin embargo, la confusión o inversión ideológica fue inevitable: puesto que, efectivamente, la implementación de los avances tecnológicos –primero, en el proceso de producción y, más tarde, en todas las esferas de la reproducción social, de la vida laboral y de la experiencia cotidiana– multiplicaron exponencialmente las capacidades sociales, a tal punto que se rompió la dependencia original del ser humano de los ciclos naturales, se pusieron las bases materiales de la abundancia universal, se transformó para siempre el paisaje social con la emergencia de una arquitectura urbana omnipresente, se vinculó al mundo entero con máquinas, dispositivos, medios, rutas e infraestructuras de comunicación, se revolucionaron los principios de la medicina y se perfeccionaron los servicios de salud e higiene haciendo posible, en principio, la extensión de la vida, etc.; puesto que, en consecuencia, se modificó radicalmente el conjunto de la vida social de la humanidad, en forma y contenido, se produjo la impresión de que el moderno modo de producción capitalista era sinónimo de progreso, cuando, en la realidad, dicho «progreso» no fue (y no es) sino el resultado de una dinámica acelerada de explotación y subsunción laborales, lo que se tradujo históricamente en una esclavización creciente de la vida en su conjunto al proceso de trabajo. Sólo las luchas obreras y las revoluciones sociales a lo largo de los siglos permitieron modificar, en cierta escala, el abuso en las relaciones laborales, estableciendo –en gran medida, gracias a una mayor explotación, sustentada en tecnologías de punta– una diferencia entre los países de la metrópoli y los de la periferia.
Carlos Herrera de la Fuente, “La construcción ideológica del liberalismo”
En 1908, Paulina Luisi se convirtió en la primera mujer en obtener el título de Doctora en Medicina y Cirugía en Uruguay. Desplegó una destacada actividad en el campo de la sanidad y la educación.
Fue la indiscutible fundadora y líder del movimiento feminista del Uruguay del Novecientos. Erigió el Consejo Nacional de Mujeres en 1916 y la Alianza Uruguaya por el Sufragio Femenino en 1919, en el marco del asociacionismo feminista internacional. Hacia 1929, fue designada vicepresidenta de la Alianza Internacional para el Sufragio Femenino.
Mantuvo una temprana y estrecha vinculación con figuras del Partido Socialista, tanto de Uruguay como de Argentina. Cobró protagonismo en el seno del PS uruguayo a partir de la década del 30, cuando fue postulada como candidata a diputada y participó de campañas electorales hasta mediados de los 40.
Sus ideas socialistas inspiraron gran parte del tratamiento que hizo de los temas. Más claramente identificada con el feminismo liberal desde la historiografía, Luisi adscribió a una concepción socialista de la emancipación que, sin anular su filiación liberal, la llevó a proponer la instauración del socialismo en Uruguay.
La trayectoria intelectual de Paulina Luisi estuvo permeada por distintas vertientes culturales y políticas. Distingo tres vertientes que tienen gravitación en el abordaje peculiar que hizo de la maternidad y el trabajo doméstico.
En primer lugar, es evidente el influjo del feminismo maternal. La «maternalización» de las mujeres estuvo muy presente en el feminismo rioplatense, y se caracterizaba por reformular la maternidad como una función social y política. Las feministas reclamaban la emancipación civil y política en nombre de la maternidad. La diferencia sexual –y con ella, la misión maternal– es invocada por Luisi, en reiteradas oportunidades, para reivindicar la ciudadanía; tal es el caso de su artículo “Feminismo”, publicado en el segundo número de Acción Femenina, la revista mensual del Consejo Nacional de Mujeres del Uruguay.
La corriente del «higienismo», o de la higiene social, también es destacable en sus intervenciones. En cuanto exponente de la ciencia médica, Luisi fue partícipe de una generación de higienistas, que “hicieron de la sexualidad y sus consecuencias sociales la base de reformas sociales y de salud pública y privada”. Su voz médica higienista está presente al tratar aspectos vinculados a la sexualidad y la reproducción.
Por último, es posible distinguir el eco de los debates socialistas sobre la contribución de la maternidad al trabajo social. Las primeras feministas socialistas habían considerado el trabajo doméstico como un trabajo productivo. En 1879, una propuesta de salario para las amas de casa había sido presentada en el Congreso Obrero de Marsella. Un planteo con similar vocación esbozaría Luisi.
María Cecilia Espasandín Cárdenas, “De marxismos y feminismos. El análisis de Paulina Luisi sobre maternidad, trabajo doméstico y cuidados”
Se dice que hay gentrificación cuando los habitantes de un barrio popular deben mudarse, presionados por precios y alquileres que van aumentando según el valor de las propiedades en el mercado inmobiliario. Este proceso atrae inversión y también una mayor presencia de las autoridades policíacas, las cuales buscan proteger las propiedades a favor de sus nuevos dueños, echando a mendigos, locos, obreros y lúmpenes para garantizar el valor. Llamativamente, muchas veces los militantes anti-gentrificación culpan a los artistas y bohemios –quienes hoy por hoy son predominantemente hijos e hijas de las élites, jóvenes graduados en las universidades, conformes con las reglas de comportamiento del establishment– por iniciar el proceso de gentrificación cuando se reubican en un barrio pobre en busca de alquileres pagables, haciendo que arrabales notorios adquieran un aura de legitimidad o atractivo. El mensaje aquí vive gente creativa y respetable, personas que poco y nada se parecen a los poètes maudits degenerados del romanticismo, funciona como una cartelera promocional para compradores de viviendas. Ayuda a eso también que muchos artistas contemporáneos trabajan en advertising. La fama que los artistas portan hoy en día, de querer ser los primeros en ajustarse a los valores burgueses y «neovictorianos» –compatibles con la militancia de Mia Merrill–, reforzó la percepción que tiene el mercado inmobiliario de los barrios bohemios como vecindarios inocuos.
Dentro del mundo artístico contemporáneo, existe una infinidad de charlas y conferencias alrededor del tema de la gentrificación, que, sin embargo, evitan discutir las raíces del problema: el mercado ilimitado del neoliberalismo y la inocuidad de los artistas actuales. El fenómeno se explica a menudo en forma reductiva en la izquierda angloamericana como un síntoma de las relaciones raciales, o como una tendencia puramente económica, atribuida a ciertas empresas específicas como Airbnb. Rara vez estas críticas exploran la cultura que acompaña a la gentrificación, la moralidad de la gentrificación. Este proyecto sanitario es, por supuesto, una actividad humana, encabezada por ciertos grupos de consumidores e individuos con ideas, estilos de vida y valores específicos, que quieren una estética «neovictoriana» para su entorno.
El llamamiento a la pulcritud y a la moralidad pública, exigido por los arribistas acomodados, forma parte fundamental del proceso tantas veces denunciado como “gentrificación de la ciudad”. Y, al parecer, los mecenas de moda ya no necesitan a reaccionarios católicos de derecha como Rudy Giuliani para censurar el arte ofensivo. Como alcalde de Nueva York, Giuliani exigió en 1999 la remoción del ícono de la Virgen María del artista trinitense Chris Ophili de un museo, porque el marco utilizaba excremento de elefante como material. Hoy en día, quienes piden el retiro de las obras «ofensivas» se parecen más a Merrill: jóvenes profesionales, sedicentes progresistas, laicos y a menudo con formación académica en artes y humanidades.
Arturo Desimone, “Arte, izquierda y libertad de expresión. La censura artística en la posmodernidad”
Hemos encontrado una defensa de la libertad y la liberación análoga en los tres autores argentinos de la Generación del 25, Virasoro, Fatone y Astrada, cuyo diálogo con el pensamiento sartreano y el existencialismo en general hemos abordado. Ninguno de los tres se limitó a repetir las tesis del existencialista francés, sino que dialogaron desde su propio posicionamiento teórico con algunas obras de Sartre, incluso en un tono sumamente polémico, como fue el caso de Astrada. […]
En lo que respecta a una justificación de la relectura de los textos sartreanos aquí propuesta, en especial los que se ocupan de pensar y repensar la libertad y la liberación del ser humano, como así también de las críticas de los tres filósofos argentinos de la Generación del 25 que discutieron más o menos productivamente con el francés, podemos decir lo que sigue. En primer lugar, que se trata de una simple inclinación personal. Por qué, entonces, no reconocerlo y reivindicar –nunca está de más– el derecho de volver a transitar, por mero interés propio, ciertos caminos que algunos sectores de la intelectualidad consideran y decretan agotados o superados. La filosofía siempre ha conservado un carácter intempestivo que, paradójicamente, suele repercutir de manera novedosa sobre la situación histórica del presente desde el que se piensa o se lee, es decir, se repiensa, lo pensado. Pero, si bien es cierto que se trata de una inclinación teórica personal, no lo es menos que está fuertemente vinculada a una porfiada convicción político-filosófica: la necesidad de superar, como humanidad, toda forma de alienación y explotación del hombre por el hombre, toda forma de enajenación de la libertad y de las objetivaciones de la libertad llevadas a cabo mediante el trabajo, por parte de las minorías que detentan los poderes fácticos u ocupan lugares privilegiados y obtienen privilegios a costa de la explotación y la miseria ajena. Pero está también vinculada a la certeza, amarga pero realista (y que debemos a la lucidez de Marx y otros autores), de que “la violencia es la partera de la historia” y de que sin el uso de la coacción los poderosos no cederán jamás sus beneficios. Por eso la necesidad de repensar la revolución social, aunque en estrecha relación con el derecho al ejercicio de la libertad, que no es un mero concepto abstracto y formal de la ideología burguesa que sólo serviría para justificar de manera hipócrita “la explotación del hombre por el hombre”, sino una conquista histórica inalienable que, si bien debe colmarse de contenidos concretos en cada época y situación determinada, es necesario reconocer, siguiendo a Simone de Beauvoir, como el fin último al que debe tender todo ser humano.
Nicolás Torre Giménez, “La libertad sartreana en la mirada de la Generación del 25 en Argentina”
MAR DE LOS SARGAZOS
En abril de 1911, Salgari se suicidó, dejando una nota amarga a sus editores, a los que responsabilizaba de haberse “enriquecido con su piel”, explotándolo sin misericordia y dejándolo en una “continua semi-miseria”. Sin duda, otros condicionantes influyeron en su decisión, sobre todo la enorme depresión que lo afectaba desde el internamiento de su esposa en un manicomio. El desesperado escritor señalaba en la carta, con macabro sarcasmo, que al menos esperaba que corrieran con los gastos de su funeral.
Es difícil saber si escribió La caduta de un impero pensando que con ella cerraba el ciclo que había sido el eje cardinal de su literatura. Un análisis psicológico de la historia podría justificar el aumento señalado de la crudeza en su propio desequilibrio personal, mas entraría en un terreno para el que no estoy preparado, a falta de poder leer ese anhelado estudio sobre el escritor. Prefiero cerrar este artículo subrayando la sencillez de la conclusión de la novela que, lo quisiera o no, clausuró para siempre (en realidad hasta que los editores encontraron a quienes las prolongaran, pero esto es otra historia) las aventuras de sus queridos personajes.
Es un final carente de la menor solemnidad. Sandokán se separa de Yáñez, dejándolo de nuevo sólidamente sentado en el trono de Assam y prometiéndole volver si lo necesita de nuevo. No en vano señala que “estas aventuras me gustan mucho”, y la aparente simpleza de esta frase se esfuerza en conmoverme porque debajo de ella encuentro una llamada de complicidad al lector por parte de un escritor que, lo intuyera o no, ya no iba a compartir muchas peripecias con él. El Tigre de Malasia vuelve a su amada Mompracem, donde se señala que le espera una mujer (ya conocida: es la holandesa que se unía a los tigres en el libro anterior). ¿Traiciona Sandokán –traiciona Salgari– el amor sublime que juró sentir siempre por Mariana? Yo pienso que no, que el recuerdo de su amada seguirá apareciéndosele en noches de tormenta como aquella con la que tan fulgurantemente comenzara el ciclo, veintitantos años atrás. Sencillamente, Salgari, también obligadamente lejos de su esposa, estaba en la edad de la vida en que sabía bien lo necesario que es el refugio de unos brazos cálidos para quien solo conoce el esfuerzo ímprobo: Sandokán, la guerra; él, el combate diario contra la hoja de papel en blanco. Y aunque él no pudiera tenerlos, no se lo negó al héroe de su alma: eso también es generosidad.
José Miguel García de Fórmica-Corsi, “Novelar la terribilità en folletín. El personaje y los libros de Sandokán”
Entre todas las películas que han tematizado el conflicto indígenas-huincas en la Argentina del siglo XIX, De cara al cielo merece una reseña aparte. Más allá de cómo se la valore en términos estéticos e ideológicos, lo cierto es que ninguna otra ficción cinematográfica ha tratado tan de lleno el tópico histórico de la conquista del «Desierto».
Fue dirigida por Enrique Dawi, un prolífico cineasta porteño de los años 60, 70 y 80. Dawi ha quedado en la memoria popular por Si se calla el cantor (1973), aquel drama musical de protesta con Horacio Guarany. Aunque también es recordado por sus comedias pasatistas de masas filmadas durante el Proceso y el alfonsinismo, como Con mi mujer no puedo (1978), Hotel de señoritas (1979), Brigada explosiva (1986) y Johny Tolengo, el majestuoso (1987), junto a Palito Ortega, Minguito, Balá, Landriscina, el Soldado Chamamé, Tristán, Juan Carlos Calabró, Moria Casán, Emilio Disi, Graciela Alfano, Javier Portales, Pata Villanueva y Carmen Barbieri, entre otras celebridades de la farándula.
De cara al cielo fue estrenada el 3 de mayo de 1979, en plena dictadura de Videla, con motivo del centenario de la campaña genocida del general Roca contra los pueblos originarios de la Pampa y Patagonia. En el marco de esta conmemoración tan cara al patrioterismo castrense, con un gobierno entusiasmadísimo en celebrar a lo grande aquella «gesta» sin escatimar nada (se llegaría a realizar un fastuoso acto en la ciudad de Neuquén con desfile de soldados, escolares e «indios amigos»; con presencia de autoridades civiles, militares y eclesiásticas; y con discurso del propio presidente de la Nación) el INCAA había organizado un concurso cinematográfico, y el proyecto de Dawi resultó ganador. El premio consistía, precisamente, en el financiamiento del largometraje. […]
El guion, concebido como una mezcla de epopeya y melodrama, fue escrito por el propio director con el asesoramiento histórico de Ulises Muschietti, a partir de una adaptación –a cargo de Mario Reynoso– de un libro de Florentino Díaz Loza homónimo e inédito. Díaz Loza era un teniente coronel del Ejército que había escrito varias obras sobre tanques de guerra, su especialidad profesional (pertenecía al arma de caballería blindada), y que también había incursionado en el pensamiento nacionalista-populista y el revisionismo histórico. Es autor de Las armas de la revolución (1972) y Doctrina política del Ejército (1975), donde exalta a San Martín y los caudillos federales, demoniza a los «oligarcas» unitarios, reivindica la alianza patriótica Pueblo-Ejército-Iglesia como esencia de la argentinidad, y arremete contra el imperialismo anglosajón y la subversión comunista. Oficial con pasado golpista azul, su activo compromiso con la militancia nacionalista lo llevó a participar del cuartelazo de Azul y Olavarría contra Lanusse, en octubre de 1971. Luego colaboraría con el gobierno peronista (1973-76). De cara al cielo refleja sin sutilezas la ideología de Díaz Loza: su chovinismo, su militarismo, su fervor católico, su anglofobia, su racismo…
Federico Mare, “De Cara al Cielo, de espalda al genocidio. Cine, dictadura y negacionismo en la Argentina del centenario de la conquista del Desierto”
AL ABORDAJE
Permítanme poner las cartas sobre la mesa: el multiculturalismo y los términos afines de diversidad cultural y pluralismo cultural son una nueva cantinela. Incesantemente invocados, no significan nada y lo significan todo. No se trata simplemente de un ejemplo de términos descuidados. Estas frases se han convertido en una nueva ideología. Por decirlo de forma provocativa: el multiculturalismo florece como programa mientras que se debilita como realidad. El tamborileo de la diversidad cultural oculta una verdad inoportuna: las diferencias culturales disminuyen, no aumentan. Para bien o para mal, en Estados Unidos sólo prospera una cultura: la de los negocios, el trabajo y el consumo.
La dificultad de argumentar, incluso de afirmar esto, deriva de la confusión que rodea a los términos. «Multiculturalismo», «diversidad cultural» y «pluralismo cultural» contienen, todos, una palabra clave: cultura. ¿Qué es la cultura? Se podría reunir una pequeña biblioteca con libros que abordaran esta cuestión. Sin embargo, si se ordenan por fecha, estos libros podrían reflejar a grandes rasgos un cambio conceptual. En el transcurso de los siglos XIX y XX, la noción de que «cultura» significaba «cultivar» el arte, la filosofía y el espíritu. Desde Matthew Arnold en Cultura y anarquía (1869) hasta T. S. Eliot en Notes Towards the Definition of Culture (1948), los escritores intentaron preservar «cultura» en el ámbito de la educación y el arte, contraponiéndola a una «civilización» más material. El esfuerzo fue inútil: liberales, marxistas, freudianos, antropólogos –entre otros– rechazaron por elitista y reaccionaria cualquier distinción entre ambos conceptos. […]
Sin embargo, lo que triunfó no fue tanto el materialismo socialista o freudiano, sino el relativismo antropológico. En nombre del liberalismo, los antropólogos desecharon por prejuiciosa la idea de la cultura como aprendizaje o cultivo. La obra clave puede haber sido un bestseller antropológico del siglo XX, Patterns of Culture, de Ruth Benedict, publicado en 1934. Benedict estudió a tres pueblos –los indios pueblo del suroeste, los nativos de la costa noroeste y los dobu de Melanesia– y argumentó no sólo contra el determinismo biológico, sino a favor de la relatividad de las normas culturales. “El pensamiento social actual”, concluye, “no tiene ante sí una tarea más importante que la de tener debidamente en cuenta la relatividad cultural”. Benedict se inspiró en otros antropólogos como Franz Boas y Alfred Kroeber, que también intentaron socavar el chovinismo cultural. Las culturas varían en todo el mundo; todas las personas tienen una cultura y todas las culturas son aproximadamente iguales. “El estudio comparativo de la cultura”, afirmó Kroeber, “ha reducido el etnocentrismo –la convicción parroquial de la superioridad de la propia cultura– de donde brota tanta intolerancia… Los antropólogos están de acuerdo en que cada cultura debe examinarse en función de su propia estructura y de sus valores”.
Russell Jacoby, “El mito del culturalismo” (ensayo suplementario a la entrevista con Ariel Petruccelli)
En el capítulo I, Lazzarato comienza señalando que hay que dejar de lado los conceptos propios de la «narrativa» neoliberal, que han sido asumidos también en gran medida por parte de algunas de las tendencias críticas, como “mercado”, “competencia”, “gobernanza”, “capital humano”, etc. Lo que define al capitalismo contemporáneo son conceptos como “monopolio”, “renta”, “imperialismo”, “oligarquía”, “guerra”, entre otros.
En el mundo actual, se ha pasado del imperialismo que conocieron figuras como Lenin o Luxemburgo, al «superimperialismo» o “imperialismo del dólar”, concepto que toma de Michael Hudson. Pero este tipo de imperialismo, diferente del de principios del siglo XX, no implica que hoy vivamos en una especie de imperio transnacional que ejerza una «gubernamentalidad» mundial. A lo que Lazzarato se refiere es a un imperialismo que tiene discontinuidades con el de principios de la centuria anterior, pero también continuidades. Más que de una nueva «fase» o «etapa», el italiano parece estar hablando de las transformaciones que ha sufrido precisamente lo que Lenin caracterizó como la “fase superior” del capitalismo. Este imperialismo, con EE.UU. como potencia hegemónica, tiene una característica fundamental, que lo hace diferir de todos los imperialismos anteriores: ha impuesto su moneda nacional como “moneda de comercio internacional” después de la Segunda Guerra Mundial y su inconvertibilidad al oro a partir de 1971. Esto le ha permitido, señala Lazzarato siguiendo a Hudson, gestionar su “liderazgo mundial”, desde la posición de “deudor” y no de “acreedor”, y señala más adelante al respecto:
“De esta forma, partiendo de su posición de deudor universal, los Estados Unidos pueden aumentar, teóricamente, su deuda al infinito, con el simple procedimiento de imprimir dinero: los países acreedores financian el déficit de su balanza de pagos y el déficit federal. Los recortes de impuestos a los ricos los paga el resto del mundo, como el resto del mundo paga los gastos militares de las 714 bases estadounidenses distribuidas a lo largo y ancho del planeta, con las que mantienen a sus acreedores en jaque y baja presión”.
Como está implícito en la cita anterior, el dominio económico del dólar no es ajeno a la hegemonía militar. El capital y el estado no son –como nos plantean los discursos neoliberales– instancias independientes. Para Lazzarato, constituyen una sola maquinaria: la del estado-capital.
Para profundizar en el estudio de estos aspectos, el autor se basará en la obra del general chino Qiao Liang. El motivo económico principal por el cual los Estados Unidos “hacen la guerra todo el tiempo”, no es principalmente por el control del petróleo o de materias primas estratégicas, sino para “imponer y salvaguardar el dólar”.
Alexis Capobianco Vieyto, “Tiempos de guerra ¿y revolución? Una reseña de El imperialismo del dólar, de Maurizio Lazzarato