Ilustración: Cuando el mundo duerme I, de Malak Mattar (2020). Fuente: www.admiddleeast.com
Nota.— Compartimos aquí, en nuestra sección de política internacional Brulote, dos artículos «a dúo» sobre la actualidad del conflicto israelí-palestino y la situación general en Medio Oriente, muy afines en su análisis y propuesta. Son textos inéditos, que nos llegaron por correo electrónico recientemente, escritos por dos camaradas nuestros del hemisferio norte: el ensayista y poeta caribeño de ascendencia argentina Arturo Desimone, quien reside en Aruba y nos acompaña desde los inicios del semanario Kalewche; y un intelectual palestino amigo suyo, diplomático de carrera con desempeño en América Latina, que acaba de sumarse a nuestro equipo de colaboradores con el nombre de pluma “Francisco Karam” y esta somera carta de presentación: “experto legal y escritor de los Territorios Palestinos Ocupados”. Más allá de algunas diferencias o dudas en cuanto a la interpretación del panarabismo como ideología, en cuanto al diagnóstico sobre el nivel actual de conciencia en las masas populares del mundo árabe, y en cuanto a la evaluación del escenario geopolítico emergente de la «multipolaridad», ambos artículos nos parecen muy valiosos; y en varios aspectos fundamentales, plenamente acertados.
PROFUNDIZAR EL SUEÑO AMPLIANDO EL HORIZONTE DE LA SOLIDARIDAD CON MEDIO ORIENTE
La invasión de la Franja de Gaza por parte de Israel iniciada en octubre de 2023 –propiciada por el inmenso apoyo estadounidense y europeo, y por la tímida oferta de Biden de una intervención militar norteamericana sin precedentes en Israel– ha encendido protestas globales y debates en todo el mundo. La operación en sí, en lo que respecta a la Casa Blanca de Biden y Blinken, se presenta como otra guerra de cambio de régimen. En las entrevistas, Biden hizo hincapié en la urgencia de desarraigar y eliminar a Hamás, que no sólo es la mayor milicia palestina responsable del ataque del 7 de octubre, sino que también resulta ser la entidad que gobierna el territorio gazatí. Para Netanyahu, en un lenguaje tomado prestado del movimiento fundamentalista de los colonos israelíes, se trata de una batalla de “los hijos de la luz contra los hijos de las tinieblas”. Tel Aviv y Washington muestran aquí agendas distintas. Esta no es, ni mucho menos, la primera vez que Biden lleva a cabo su política exterior de cambio de régimen como presidente de Estados Unidos, o en sus muchas funciones anteriores que han adornado su ascenso de cincuenta años al poder ejecutivo.
La actual administración dejó claro, desde sus semanas inaugurales en el cargo, que no modificaría las políticas de Trump hacia Oriente Próximo: empezando por los bombardeos en Siria, para los cuales Biden pasó por alto al Congreso. (Desde el inicio de su administración, no tardó en realizar ciberataques para clausurar el sitio web de PressTV, el órgano oficial de prensa de Irán, en lo que fue un presagio –ignorado por el resto del mundo– del cierre de canales de Russia TV en Norteamérica y Europa, a raíz de la guerra en Ucrania). En un movimiento que recuerda el espíritu de las políticas de «máxima presión» de su predecesor, Biden avivó la hambruna en Afganistán bloqueando internacionalmente el banco central del país. ¿No se vieron afectados también allí los hospitales?
¿Por qué, entonces, la indignación mundial sólo llega ahora? ¿Dónde estaban esas movilizaciones masivas contra el apoyo de los gobiernos occidentales a otros estados policiales represivos y a las guerras recientes, desde el Mediterráneo hasta el Caspio, pasando por el Sahel? Nada de esto pretende condenar las protestas que llenan las plazas y pantallas de las ciudades desde octubre. Tales acciones ejercen una importante presión sobre los gobiernos y sobre la ONU, avivando la esperanza de un alto el fuego duradero. Sin embargo, no debe pasar desapercibido que estas expresiones mundiales de simpatía y de un sentido de urgencia por la difícil situación palestina, tristemente no se extienden al resto de la región. La eclosión de grandes manifestaciones contra la guerra, igual que las protestas de figuras como la demócrata neoyorquina Alexandria Ocasio-Cortez y sus seguidores, también son respuestas tardías: ocurren después de tres años de conformismo y aquiescencia con las agresivas acciones en el extranjero comandadas por el líder de su partido. El más desagradable de estos actos de sumisión fue la retirada en Twitter de Bernie Sanders de su Resolución de Poderes de Guerra en condena del genocidio de Yemen. El contexto sugería que Sanders justificaba su capitulación en Yemen a través de una lente partidista de necesidad de mostrar apoyo a Biden. Desde entonces, los progresistas se han olvidado de Yemen y de sus muertos. (Tal vez no todos los israelíes lo hayan hecho: una minoría importante y visible dentro de la población judía israelí, incluidos los empleados en puestos altamente conflictivos de la ocupación militar, resultan ser los llamados taimanim o judíos «yemenitas», de la comunidad que había emigrado de Yemen a Israel, y que mantienen una instructiva memoria viva del tipo de violencia intertribal que aún envuelve a Yemen).
En nombre de la solidaridad, se anula la región para reducirlo todo a lo que sucede sobre Tierra Santa. Esta estrechez de miras ignora que el destino político de los palestinos –y de los israelíes– sigue estando inextricablemente unido al contexto geopolítico más amplio. La tragedia política palestina predominante después de 1967 ha sido la ausencia de aliados regionales fuertes a nivel interestatal, aunque la suya sea una causa muy popular para las grandes mayorías del mundo árabe. Dado que los estados de Medio Oriente suelen prohibir cualquier protesta local contra el gobierno, resulta conveniente para el statu quo que la cuestión palestina siga sin resolverse, revolcándose en el limbo. De esta forma, siempre que el descontento popular amenace con desbordarse, podrá al menos desviarse o desahogarse en forma de manifestaciones toleradas contra las injusticias cometidas en otros lugares por un actor extranjero impopular, a saber, Israel. Incluso cuando se trata de Israel, la izquierda occidental que se apropia del victimismo palestino y que ha llegado a considerar al israelí como el arquetipo que encarna/simboliza todos los colonos opresores, no se ha esforzado lo suficiente por averiguar cómo funciona la sociedad israelí y a qué fuerzas habría que presionar o intentar movilizar en ella desde el exterior para que cambie su política hacia los palestinos y hacia el derecho internacional. Los neoconservadores estadounidenses y europeos, por el contrario, siempre han buscado muy ávidamente cómo excitar, potenciar y equipar a los elementos más reaccionarios que se pueden encontrar dentro del espectro político israelí.
Se puede ilustrar este punto con una anécdota personal: cuando formaba parte de Paz y Política Internacional, un grupo de trabajo que cofundé dentro del movimiento activista europeo Diem25, propuse que su organización hermana, la Internacional Progresista, tendiera la mano a Jadash, el partido comunista árabe y judío de Israel, que defiende un programa radical que incluye la desnuclearización y el fin de las prácticas del apartheid. La mera sugerencia de un socio con sede en Israel en los debates de la izquierda internacional cayó en saco roto. Tal excentricidad se percibe como un signo de «sionismo» en la izquierda.
Por supuesto, los palestinos no pueden confiar en los que están dentro de Israel. El fin de la ocupación requiere, sobre todo, dos desarrollos de igual importancia: en primer lugar, que las organizaciones de Occidente coordinen y eduquen a los ciudadanos sobre cómo presionar a sus gobiernos para que dejen de ayudar e instigar la ocupación. No menos primordial sería la aparición de movimientos sociales democráticos en los países cercanos de Medio Oriente y el norte de África, cuyas poblaciones apoyan abrumadoramente a los palestinos desafiando el inmovilismo de sus regímenes.
Existen, por supuesto, muchas razones por las cuales los gobernantes árabes prefieren la pasividad respecto a Palestina. No son las menos importantes la indiferencia capitalista, el miedo a Israel, el afán por acomodarse a programas como los Acuerdos de Abraham (que prometen traer las maravillas de la tecnología israelí).
Europeos y estadounidenses marchan juntos para mostrar que son conscientes de la implicación y la inversión que sus gobiernos electos mantienen cuando se trata de crímenes de guerra en los territorios palestinos militarizados por Israel. Lamentablemente, estos mismos ciudadanos bienintencionados no suelen ser tan conscientes –ni sentirse tan ofendidos– por la complicidad de sus países con dictaduras como la egipcia del general Abdelfatah El-Sisi, que recibe una nómina anual de miles de millones de euros de varios países europeos (los obtiene a cambio de sus servicios, de hacer zozobrar violentamente los barcos de refugiados que intentan pasar de África al territorio marítimo mediterráneo europeo).
Las industrias de seguridad del Norte Global, que incluyen los departamentos de inmigración y naturalización de los gobiernos europeos, llevan mucho tiempo respaldando a múltiples estados clientes en la región de Medio Oriente, que los funcionarios de la UE han denominado “el vecindario”. Ursula von der Leyen justifica esta política como una supuesta defensa de la identidad occidental, incluso cuando da poder a ideólogos antioccidentales confesos, como Erdoğan. También conlleva el peso moral de ignorar los abusos contra los derechos humanos y la naturaleza autoritaria de estos regímenes clientelares, bajo los cuales los jóvenes sospechosos de actividades subversivas –como leer libros «equivocados»– pueden ser sacados de sus camas por la policía política en plena noche para ser torturados en prisiones secretas. Egipto utiliza algunas de las reliquias que el sistema judicial israelí también ha heredado de los británicos: leyes de la época colonial y prácticas de detención administrativa indefinida, por las que se mantiene a los presos sin juicio. Incluso parece haber escasa indignación europea cuando ciudadanos europeos reciben un trato semejante por parte de estados clientes extranjeros: una desgracia que le ocurrió al estudiante de doctorado italiano Giulio Regeni en Egipto: se trata del primer desaparecido por el régimen egipcio de El-Sisi hace menos de una década, quien fue difamado póstumamente como extremista en los medios de comunicación italianos. Hoy, la nacionalista Georgia Meloni, al igual que sus predecesores, valora mucho la cooperación con Egipto y no toca el caso Regeni, aún sin resolver.
Nada de esto pretende menospreciar las acciones, llenas de energía y buena voluntad, de los manifestantes preocupados por la suerte del hospital Al-Shifa en la Franja de Gaza.
Sin embargo, la solidaridad sólo puede ser eficaz a largo plazo si va acompañada de un apasionado interés holístico por toda la región de Medio Oriente, fragmentada aunque interdependiente. Todas estas cuestiones están interconectadas, y cualquier negación de este hecho contribuye a la mayor fragmentación deseada por los establishments que dominan la política exterior del Norte Global –desde Estados Unidos y Europa hasta Rusia–, todos ellos poco comprensivos, en mayor o menor grado, con los pueblos de la región.
Una de las mayores desgracias que han sufrido los palestinos fue el violento derrocamiento, hace diez años, del gobierno de Mohamed Morsi en Egipto. Puede que Morsi fuera censurador, conservador y demagogo, pero también era un populista elegido democráticamente. Era lógico que Egipto, un país con una experiencia democrática muy limitada en el mejor de los casos, y con una mayoría abrumadoramente musulmana, hubiera elegido, como lo hizo, a un partido afiliado a la organización de los Hermanos Musulmanes. Había que vivir un período necesariamente turbulento de ensayo y error hasta el final, para que los votantes experimentaran un rito de iniciación, asumido democrática y colectivamente. Los Hermanos Musulmanes, una vez enfrentados a las complejidades de gobernar, habrían tenido su oportunidad de fracasar, de decepcionar a la población y de empañar así el prestigio popular y la imagen romántica de la Hermandad Musulmana. (Eso es lo que ocurrió en Túnez: allí, el partido de los Hermanos Musulmanes –Ennahda– abandonó el gobierno de forma obediente tras concluir su primer mandato y ser vencido en elecciones). Una experiencia democrática tan novedosa podría haber resonado en Gaza, donde Hamás, alineado con la Hermandad, invocó el asedio como excusa para no celebrar nuevas elecciones durante aproximadamente una década. Sin embargo, mucho más urgente e importante para los gazatíes habría sido el hecho de que, de no haberse producido el golpe de Egipto, habrían disfrutado de unos años sin un bloqueo estrangulador. Contar con socios regionales funcionales resultaría primordial para los palestinos en cualquier eventual negociación con Israel y Occidente.
Los activistas que creen haber encontrado una panacea en la analogía de Israel-Palestina con la lucha por la emancipación de Sudáfrica, que representó uno de los últimos éxitos de la izquierda mundial en la historia reciente, tienden a olvidar que el CNA gozó de un mayor apoyo por parte de los países africanos, entre otras cosas porque en aquella época las mayorías negras africanas se hallaban menos estratificadas por diferencias de clase y, por tanto, estaban más unidas a nivel nacional, especialmente cuando un líder carismático populista y anticolonialista alcanzaba el poder. Medio Oriente está mucho más estratificado por clases de lo que lo estaba el África subsahariana. Un cierto tipo de nacionalismo chovinista autocontradictorio en el mundo árabe ha socavado en el pasado ideologías rivales que tenían más compromisos internacionales, como el panarabismo laico y el islamismo. El nacionalismo egipcio de Anwar el-Sadat, alineado con Estados Unidos (al que las élites egipcias nostálgicas siguen rindiendo homenaje póstumo), fue en última instancia una mala noticia para los palestinos. Su búsqueda de derechos exige que los movimientos de solidaridad empiecen a aventurarse y reclamar un alcance regional más amplio, con menos visión de túnel. Eso significa tener el valor de afrontar las complejidades, en lugar del enfoque simplista –desgraciadamente predominante– según el cual debemos optar, para lograr el cambio de régimen, entre guerras de drones comandadas por islamistas o generales; armar a las brigadas de Jabhat Al-Nusra o aplaudir a Bashar al-Ásad en sus campañas paralelas de represión y matanza. La esperanza de que Israel pueda convertirse en un miembro normal de Oriente Próximo, respetuoso con los vecinos, con los nativos y con los ciudadanos independientemente de su secta, sólo puede ir acompañada seriamente de la causa por la normalidad en Oriente Próximo: «normalidad», en este caso, significa rescatar algún resto del sueño roto de los levantamientos de 2010, hacia el internacionalismo y el socialismo democrático genuino, desde el Mediterráneo hasta el Caspio y más allá.
Muchos apasionados activistas universitarios invocarán la teoría del orientalismo de Edward Said cuando debatan la política de Palestina frente al sionismo. Practiquen, pues, lo que predican: ¿cómo puede reducirse el debate geopolítico sobre Oriente Próximo a Israel-Palestina, si no es en base a un alto grado de orientalismo? Por desgracia, es un orientalismo del que también son culpables muchos expertos procedentes del mundo musulmán.
Arturo Desimone
UNA GUERRA DE CLASES EN MEDIO ORIENTE
(LA VERDADERA GUERRA ES ENTRE ÁRABES RICOS Y ÁRABES POBRES)
En Medio Oriente, un nuevo orden neoliberal regional ha dado lugar a una colosal transferencia de riqueza hacia arriba, creando una enorme brecha entre la clase trabajadora y la clase capitalista nacional en todos los estados árabes. Y lo que es más importante, aumentando la brecha de desigualdad entre los países árabes del norte de África y Asia occidental, por un lado, y las monarquías del Golfo, por el otro. En esta economía, una gran parte de la mano de obra palestina, egipcia, libanesa, siria, jordana y de otros países del Medio Oriente emigró para convertirse en ciudadanos de segunda clase en Arabia Saudita, Emiratos Árabes Unidos (EAU), Catar, Bahréin y Omán, las tierras de reyes, príncipes y sultanes absolutos.
De hecho, la región árabe, bajo el neoliberalismo, se convirtió en un área donde la clase trabajadora se halla atenazada por un proceso que produce contradicciones destructivas, las cuales impiden un cambio social auténtico. Peor aún: la mayoría de los países árabes siempre retroceden económicamente, en tanto que los reinos y principados del Golfo se enriquecen. Este contexto nos recuerda al feudalismo futurístico de la saga de novelas de ciencia ficción Dune. Si el eslogan de la revista marxista Cosmonaut es “de los campos hacia las estrellas,” el eslogan en la región árabe es “de los campos petrolíferos hacia las estrellas.”
El problema palestino-israelí y su posible resolución sólo pueden entenderse en este contexto regional más amplio. Por desgracia, los participantes en el debate occidental se han mostrado hasta ahora poco inclinados a tener en cuenta el panorama general: resulta inevitablemente más atractivo centrarse en las atrocidades de Tierra Santa. Las voces más ruidosas en Occidente y en Estados Unidos están divididas en dos grandes frentes sectarios: los restos de la new left o nueva izquierda, guiados por el antiimperialismo; y sus oponentes más poderosos, el reconstituido sector neoconservador, cuyo lenguaje y prerrogativas se guían por la fracasada «Guerra contra el Terrorismo». Biden se ha situado firmemente en el campo neoconservador, aunque los Socialistas Democráticos de América (DSA, por sus siglas en inglés) que votaron a Biden estén en el campo antiimperialista opuesto. Encerrados en sus estrechas perspectivas, donde el imperialismo o el fundamentalismo islámico se convierten en fuente de «todos los males del mundo», ambas facciones se alejan de la comprensión de las tendencias y las condiciones materiales históricas que subyacen al anticapitalismo y al antiimperialismo que surgen de las sociedades civiles de Medio Oriente.
Por lo tanto, gran parte de las esferas políticas y académicas de Occidente acusa preventivamente a las sociedades civiles árabes de «antiimperialismo de necios». Para tales esferas, las sociedades civiles árabes son puramente antioccidentales y antisemitas, desplazando el eje desde el anticapitalismo a la demonización de los judíos y occidentales. Esta visión paternalista y condescendiente subestima la vívida capacidad de las sociedades civiles árabes para comprender que su principal oponente político son las burguesías regionales árabes de las monarquías del Golfo y sus aliados gobernantes en varios países árabes asolados por la pobreza.
Los Acuerdos de Abraham no son más que un intento de reestructurar al conjunto de las burguesías regionales para que pueda incluir totalmente en su seno a Israel. Antes de los ataques de Hamás, Benjamín Netanyahu no había hecho ningún esfuerzo por mistificar el objetivo capitalista de dichas negociaciones. En la Asamblea General de las Naciones Unidas de este año, se jactó de la economía política de los Acuerdos, dando a entender que son una herramienta para crear una alternativa a la Iniciativa de la Franja y la Ruta (IFR) de China, mediante la creación de un corredor económico entre los mares Arábigo y Mediterráneo. Los izquierdistas de las sociedades civiles árabes se oponen a los Acuerdos de Abraham, no sólo porque dejan de lado a los palestinos, sino también porque dejan de lado a la mayoría árabe silenciosa. La izquierda árabe no sólo teme que los Acuerdos puedan fortalecer a Israel, sino que también teme que fortalezcan a las burguesías árabes.
Mientras que los expertos políticos estadounidenses actúan como si Israel siguiera aislado en la región, las sociedades civiles árabes saben muy bien que la normalización con Israel y el neoliberalismo llegaron a la región de la mano hace mucho tiempo, en la década del 70. Fouad Ajami, el pensador libanés del llamado «Washington Blob» (la política exterior estadounidense del establishment), era un aislacionista del Líbano Primero, por eso le entusiasmaban las iniciativas de paz y de puertas abiertas del presidente egipcio Anwar el-Sadat, una figura política que fue esencial para acabar con la ideología del panarabismo y crear un orden regional nacionalista de tipo aislacionista (aislacionista respecto al mundo árabe, no respecto a la globalización) basado en el estado, donde cada país árabe y de Medio Oriente tiene una política de puertas cerradas con sus vecinos, mientras que sostiene una política de puertas abiertas con Israel y el Occidente capitalista. Ajami incluso elogió las tendencias aislacionistas y antirrevolucionarias del presidente sirio Háfez al-Ássad, padre de Bashar al-Ásad. Ambos introdujeron el neoliberalismo en Siria.
Muchas personas de las sociedades civiles árabes podrían haber adoptado un pensamiento antisemita conspirativo para explicar el acercamiento de sus gobiernos dictatoriales o autoritarios a Israel. La verdad es que la normalización con Israel ha sido una moneda de cambio post-ideológica en las negociaciones entre las burguesías árabes y los estadounidenses en la región, junto a los beneficios militares y tecnológicos que podrían derivarse de una alianza con el estado de seguridad nacional israelí. Siempre ha habido relaciones entre los gobiernos árabes e Israel, incluso con sus enemigos ideológicos más vehementes. Sin embargo, la declaración y la celebración de estas relaciones, y el pasar de «no molestar a la seguridad israelí» a convertirse en los aliados más cercanos de Israel, siempre ha beneficiado a una clase dirigente profesional arribista en Washington, Tel Aviv y las capitales árabes.
La Primavera Árabe de 2011 reveló la crisis del modelo económico neoliberal árabe. Si el panarabismo y su objetivo de integración económica regional autárquica e igualitaria entraron en crisis hacia la década del 70, el populismo conservador, que sirvió para priorizar los intereses de cada clase capitalista nacional local a través de su conexión con el capital global, sólo entró en su propia fase de crisis después de 2011. Por entonces los EE.UU., bajo el mandato de Obama, se habían cansado del presidente egipcio Gamal Mubarak, obligándole a abandonar la presidencia, lo que acabó temporalmente con la ideología egipcia del populismo «aislacionista» (no panarabista). Con la caída del egipcio, Arabia Saudita y EAU se enfurecieron, y temieron que Egipto retomara su papel de estado poderoso en la región, compitiendo con el poder árabe del Golfo, de forma similar a lo que hizo el presidente Gamal Abdel Nasser en la década del 60. No fue una sorpresa que, en 2018, el hombre fuerte saudí Mohammad bin Salmán expresara su desdén hacia Nasser, comparándolo con el ayatolá Jomeini de Irán.
Por lo tanto, los líderes de la clase neoliberal árabe dirigieron una contrarrevolución en la región, aprovechando la brecha de riqueza regional, para causar enormes trastornos en los estados árabes más débiles. Entre los revolucionarios de 2011 había progresistas liberales, izquierdistas tradicionales comunistas, panarabistas e islamistas. Mientras que EAU y Arabia Saudita querían socavar todas estas facciones, Catar quería utilizar a los islamistas para apoderarse de la contrarrevolución. Esta es la principal razón del fracaso de la Primavera Árabe. La secuela fue la revigorización de una versión más extrema del populismo «aislacionista» (no panarabista), que permitió la ampliación del estado de seguridad nacional, la destrucción completa de los restos del capitalismo de estado benefactor del siglo XX, y el desplazamiento total hacia un capitalismo de estado irresponsable y ultraneoliberal. Como parte de estos cambios, la clase neo-neoliberal árabe ha adoptado un enfoque de hipernormalización con Israel, asumiendo que la ideología pro-estado palestino acortaría la esperanza de vida de sus regímenes, y que una ideología pro-estado israelí prolongaría dicha esperanza de vida. El poder del estado capitalista árabe ha demostrado que no es suficiente para sostenerse independientemente, sin una alianza con los estados de seguridad nacional de EE.UU. e Israel.
La completa normalización de relaciones entre Riad y Tel Aviv, con o sin una solución a la difícil situación de los palestinos, significa que Israel ha tomado parte oficialmente en la guerra de clases en Medio Oriente, mientras sigue en estado de guerra colonial contra los palestinos. Sin embargo, esta guerra colonial en Gaza y Cisjordania dificultaría la gestión de la guerra de clases a nivel regional, porque socavaría la legitimidad de la clase neoliberal. Por eso sería necesaria una liquidación silenciosa de la cuestión palestina, porque la clase neoliberal árabe quiere el beneficio de su asociación con Israel sin ningún «dolor de cabeza».
Por otro lado, se ha producido un cambio asombroso en el estado y la sociedad saudíes, en vistas a la normalización con Israel. Aunque la política exterior de la monarquía saudí sigue utilizando el panarabismo y el panislamismo étnicamente diversos como herramientas ideológicas para lograr sus intereses nacionales, en realidad los saudíes se han vuelto aislacionistas, hasta el punto de adoptar un estricto «etnonacionalismo peninsular» árabe. Tras los Acuerdos de Abraham en 2020, el periodista saudí Abdulhameed Al Ghabeen declaró que al pueblo saudita ya no le importa la causa palestina, ni la de ningún otro pueblo árabe y que, por el contrario, desea la normalización con Israel. En otro caso, el jefe de la Policía de Dubái (EAU), Dahi Khalfan, declaró que nueve millones de judíos en Israel, según sus estimaciones, son mejores, para los Emiratos Árabes, que 400 millones de árabes, debido a su superior capacidad científica, financiera y política.
Sin embargo, las opiniones del bloguero saudí Raof Al Sa’een en 2020 fueron las más reveladoras sobre la naturaleza etnonacionalista de la ideología saudí:
“Ustedes (los palestinos) no tienen una causa ni una tierra. Ésa es la Tierra de Israel según el Corán, y ustedes son restos romanos, mongoles, turcos, circasianos, armenios, gitanos. No tienen ningún derecho sobre Palestina. Palestina es un estado israelí para el Pueblo de Israel. El Pueblo de Israel son los hijos de Issac y nosotros los árabes somos los hijos de Ismael. Ambos somos hijos de Abraham. Ellos son nuestros primos, pero ustedes son forasteros entre nosotros… Isaac Shamir, Ariel Sharon y Golda Meir fueron héroes, pero Netanyahu es un cobarde porque no los quemó [a los palestinos]. No sé por qué sigue almacenando sus armas. Netanyahu, quema a esas bandas, a esos malhechores y remanentes. Hazlo por ti, por nosotros, y para que el mundo se salve. ¿Para qué los mantienes con vida? ¿Por qué no le ahorras al mundo su daño? Si eres un hombre de verdad y un héroe, libra al mundo de esos sucios miserables. ¿Por qué tienes todas esas armas, Netanyahu, si no las vas a usar para acabar con ellos? Acaba con el niño antes, que con su madre. Acaba con los ancianos, antes que con los jóvenes. Acaba con el niño, antes que con su padre. Y líbranos de quienes nos dañan y abruman… Entre las ratas, no hay ninguna rata limpia”.
Tras los atentados de Hamás del 7 de octubre, Al Sa’een, reiteró su retórica genocida, diciendo:
“No permitan que los palestinos entren en su país [árabe], de lo contrario corromperían su moral, su mentalidad, su comportamiento, su educación, su país. Y con una llamada de teléfono de su enemigo, los palestinos empezarían a poner bombas. Con una llamada de teléfono, empezarían los disturbios. Con una llamada de teléfono, se convertirían en terroristas. No dejen que los palestinos se acerquen a su país, si quieren lo mejor para su país y su pueblo. Expúlsenlos a todos, que se vayan a vivir a Europa, que vuelvan al lugar del que vinieron”.
Slavoj Žižek dijo que los palestinos son judíos entre los árabes. Esto es correcto, en el sentido positivo de que los palestinos han sido la manifestación del cosmopolitismo árabe, la columna vertebral del panarabismo. Esto también es correcto en el sentido negativo: durante la década del 30, no sólo en la Palestina histórica bajo mandato británico, sino también en toda la región, «Der Palästinenser» se convierte en el nuevo «Der Jude», el enemigo del pueblo. Hoy los palestinos, al igual que antaño los judíos en Europa, están atrapados entre el «estalinismo» (islamismo iraní) y el «fascismo» (monarquías árabes del Golfo)
La derecha y la izquierda estadounidenses no comprenden esta vulnerabilidad extrema. La izquierda está fetichizando la identidad nacional estricta palestina, una categoría reaccionaria post-otomana, al anhelar desesperadamente una solución de un solo estado bajo el capitalismo, sin tener en cuenta la necesidad del socialismo para crear un verdadero cambio social en todo Oriente Próximo. La derecha, mientras tanto, está haciendo todo lo posible por salvar los Acuerdos de Abraham porque, por supuesto, se pondría del lado de los neoliberales árabes en la guerra de clases regional.
Es muy fácil, desde luego, criticar a los corrientes de izquierda en las sociedades civiles árabes, especialmente por su adherencia a una multipolaridad rechazada por muchos izquierdistas occidentales, como Žižek. Sin embargo, los izquierdistas árabes están desesperados por sobrevivir a una despiadada guerra de clases, librada contra ellos por un modelo bonapartista de estados capitalistas y militarizados muy excepcional en la historia mundial: más excepcional, incluso, que el modelo del estado de apartheid israelí.
Francisco Karam