Ilustración: Free as a Bird, de Mr. Fish. Fuente: https://clowncrack.com.
La liberación de Julian Assange nos ha dejado un sabor agridulce. Ciertamente nos alegra que haya salido de prisión y retornado a su tierra natal, donde pudo al fin reencontrarse con sus seres queridos: su familia, sus amigos. Pero también nos indigna que se le haya exigido algo tan canallesco como declararse culpable de espionaje como «precio» de su libertad.
Hemos traducido del inglés tres artículos, que publicamos juntos a modo de dossier. Fueron escritos por periodistas freelance del mundo anglosajón, que han seguido durante largos años las vicisitudes judiciales del caso Assange (siempre a contracorriente de la prensa hegemónica, de sus bulos y calumnias). El primer texto es del británico Jonathan Cook, y salió publicado el miércoles 26 de junio: “It was the media, led by The Guardian, that kept Julian Assange behind bars”. El segundo artículo, con misma fecha, pertenece al estadounidense Chris Hedges y lleva por título “You Saved Julian Assange”. Cerramos el dossier con “Assange Is Free, But Justice Has Not Been Done”, de la australiana Caitlin Johnstone (compatriota de Assange), que vio la luz el martes 25. Los tres artículos fueron originalmente publicados en las respectivas páginas web de sus autores.
En la traducción de los textos de Cook y Johnstone hemos suprimido algunas capturas de pantalla con posteos de redes sociales para agilizar la edición y lectura, considerando que eran reiterativos o no esenciales.
FUERON LOS MEDIOS, CON THE GUARDIAN A LA CABEZA,
LOS QUE MANTUVIERON A JULIAN ASSANGE TRAS LAS REJAS
Es justo que todos nos tomemos un momento para celebrar la victoria de la liberación de Julian Assange tras 14 años de detención, en variadas formas, para reunirse, por fin, con su mujer y sus hijos, dos niños a los que se les ha negado la oportunidad de conocer adecuadamente a su padre.
Sus últimos cinco años los pasó en la prisión de alta seguridad de Belmarsh, mientras EE.UU. trataba de extraditarlo para que se enfrentara a una condena de 175 años de cárcel por publicar detalles de sus crímenes de estado en Irak, Afganistán y otros lugares.
Durante los siete años anteriores estuvo confinado en una pequeña habitación de la embajada de Ecuador en Londres, después de que Quito le concediera asilo político para eludir las garras de un imperio estadounidense violador de la ley decidido a dar escarmiento con él.
Su secuestro en 2019 dentro de la embajada, por parte de la policía británica, a instancias de Washington, tras la llegada al poder en Ecuador de un gobierno más alineado con Estados Unidos, demostró claramente cuán equivocados estaban, o malintencionados eran, quienes le acusaban de “eludir la justicia”.
Todo lo que Assange había advertido que Estados Unidos quería hacerle se demostró correcto durante los cinco años siguientes, mientras languidecía en Belmarsh totalmente aislado del mundo exterior.
Nadie en nuestra clase política o mediática parecía darse cuenta, o podía permitirse el lujo de admitir, que los acontecimientos se estaban desarrollando exactamente como el fundador de Wikileaks había predicho durante tantos años (y por lo que fue, en ese momento, tan rotundamente ridiculizado).
Esa misma clase política-mediática tampoco se hallaba preparada para tener en cuenta otro contexto vital que demostraba que Estados Unidos no estaba tratando de hacer cumplir algún tipo de proceso legal, sino que el caso de extradición contra Assange tenía como único objetivo llevar a cabo una venganza y convertir al fundador de Wikileaks en un ejemplo para disuadir a otros de seguirle en su empeño de arrojar luz sobre los crímenes de estado de EE.UU.
Eso incluía revelaciones de que la CIA, fiel a su estilo, había planeado varias veces asesinarlo y secuestrarlo en las calles de Londres. Quedó expuesta como una agencia de inteligencia extranjera deshonesta en 250.000 cables de embajadas, publicados por Wikileaks en 2010.
Otras pruebas revelaron que la CIA había estado llevando a cabo amplias operaciones de espionaje en la embajada, grabando todos los movimientos de Assange, incluidos sus reuniones con médicos y abogados.
Sólo por este hecho, los tribunales británicos deberían haber desestimado el caso de Estados Unidos. Pero el poder judicial del Reino Unido estaba mirando por encima del hombro, hacia Washington, mucho más que acatando sus propios estatutos.
Los medios de comunicación no controlan
Los gobiernos occidentales, los políticos, el poder judicial y los medios de comunicación le fallaron a Assange. O, mejor dicho, hicieron lo que en realidad deben hacer: impedir que la chusma –es decir, usted y yo– sepa lo que realmente traman.
Su trabajo es construir narrativas que sugieran que ellos saben más, que debemos confiar en ellos, que sus crímenes, como los que están apoyando ahora mismo en Gaza, en realidad no son lo que parecen, sino que son, de hecho, esfuerzos en circunstancias muy difíciles para mantener el orden moral, para proteger la civilización.
Por esta razón, hay una necesidad especial de identificar el papel neurálgico desempeñado por los medios de comunicación para mantener encerrado a Assange durante tanto tiempo.
La verdad es que, con unos medios de comunicación adecuadamente contenciosos desempeñando el rol que ellos mismos declaran, el de controlar al poder, Assange nunca podría haber estado desaparecido durante tanto tiempo. Habría sido liberado hace años. Fueron los medios de comunicación los que lo mantuvieron entre rejas.
Los medios de comunicación del establishment actuaron como un instrumento voluntario en la narrativa demonizadora que los gobiernos estadounidense y británico elaboraron cuidadosamente contra Assange.
Incluso ahora, cuando se ha reunido con su familia, la BBC y otros medios siguen difundiendo las mismas mentiras desacreditadas desde hace tiempo.
Entre ellas se incluye la afirmación, repetida constantemente por los periodistas, de que se enfrentó a “cargos de violación” en Suecia que finalmente fueron retirados. Aquí está la BBC cometiendo este error una vez más en su información de esta semana.
De hecho, Assange nunca se enfrentó más que a una “investigación preliminar”, que los fiscales suecos abandonaron repetidamente por falta de pruebas. Ahora sabemos que si la investigación se reavivó y se mantuvo durante tanto tiempo, no fue por culpa de Suecia, sino principalmente porque la Fiscalía de la Corona del Reino Unido, entonces dirigida por Sir Keir Starmer (ahora líder del Partido Laborista), insistió en que se prolongara.
Starmer hizo repetidos viajes a Washington durante este período, cuando Estados Unidos estaba tratando de encontrar un pretexto para encerrar a Assange por delitos políticos, no sexuales. Pero como ocurrió tantas veces en el caso Assange, todas las actas de esas reuniones fueron destruidas por las autoridades británicas.
El otro engaño favorito de los medios de comunicación –que se sigue promoviendo– es la afirmación de que las publicaciones de Wikileaks ponen en peligro a informantes estadounidenses.
Eso es un completo disparate, como sabe cualquier periodista que haya estudiado siquiera superficialmente los antecedentes del caso.
Hace más de una década, el Pentágono estableció una revisión para identificar a cualquier agente estadounidense muerto o perjudicado como consecuencia de las filtraciones. Lo hicieron precisamente para ayudar a cebar la opinión pública contra Assange.
Y sin embargo, un equipo de 120 oficiales de contrainteligencia no pudo encontrar ni un solo caso de ese tipo, como reconoció ante un tribunal en 2013 el jefe del equipo, el general de brigada Robert Carr.
A pesar de contar con una redacción repleta de cientos de corresponsales, incluidos los que dicen estar especializados en defensa, seguridad y desinformación, la BBC sigue sin acertar en este dato básico sobre el caso.
No es un accidente. Es lo que ocurre cuando los periodistas se dejan alimentar con información de aquellos a los que supuestamente vigilan. Es lo que ocurre cuando los periodistas y los funcionarios de los servicios de inteligencia viven en una relación incestuosa permanente.
Difamación
Pero no fueron sólo estos fallos evidentes en la información los que mantuvieron a Assange confinado en su pequeña celda de Belmarsh. Fue que todos los medios de comunicación actuaron de forma concertada en su difamación, haciendo que odiarle fuera no sólo aceptable, sino respetable.
Era imposible publicar en las redes sociales sobre el caso Assange sin que aparecieran decenas de interlocutores para decirte lo profundamente desagradable que era, lo narcisista que era, cómo había maltratado a su gato o manchado de heces las paredes de su embajada. Ninguno de estos individuos, por supuesto, le había conocido nunca.
Tampoco se les ocurrió que, aunque todo esto fuera cierto, no habría justificado que se despojara a Assange de sus derechos legales básicos, como ocurrió con toda claridad. Y aún más, no podría justificar la erosión del deber de interés público de los periodistas de denunciar los crímenes de estado.
En última instancia, lo que estaba en juego en las prolongadas audiencias de extradición era la determinación del gobierno estadounidense de equiparar el periodismo de investigación sobre seguridad nacional con el «espionaje». Que Assange fuera un narcisista no tenía nada que ver con ese asunto.
¿Por qué tanta gente estaba convencida de que los supuestos defectos de carácter de Assange eran de crucial importancia para el caso? Porque los medios de comunicación del establishment –nuestros supuestos árbitros de la verdad– estaban de acuerdo en el asunto.
Las calumnias no habrían calado tan bien si sólo las hubieran lanzado los tabloides de derechas. Pero estas afirmaciones cobraron vida gracias a su repetición incesante por parte de periodistas supuestamente de la otra vereda, especialmente en The Guardian.
Liberales e izquierdistas se vieron expuestos a un flujo constante de artículos y tuits menospreciando a Assange y su desesperada y solitaria lucha contra la única superpotencia mundial para evitar que le encierren el resto de su vida por hacer periodismo.
The Guardian –que se había beneficiado al aliarse inicialmente con Wikileaks para publicar sus revelaciones– le mostró precisamente cero solidaridad cuando el establishment estadounidense llamó a la puerta, decidido a destruir la plataforma Wikileaks, y a su fundador, por haber hecho posibles esas revelaciones.
Para que no se nos olvide, estos son algunos ejemplos de cómo The Guardian lo convirtió a él –y no al estado de seguridad estadounidense que viola la ley– en el villano.
Marina Hyde en The Guardian, en febrero de 2016 (cuatro años después de su cautiverio en la embajada), desestimó casualmente como «crédulas» las preocupaciones de un panel de Naciones Unidas con expertos legales de renombre mundial en cuanto a que Assange estaba siendo “detenido arbitrariamente” porque Washington se había negado a dar garantías de que no pediría su extradición por delitos políticos: el corresponsal de asuntos jurídicos de la BBC desde hace muchos años, Joshua Rozenberg, tuvo espacio en The Guardian el mismo día para equivocarse demasiado al afirmar que Assange estaba simplemente “escondido” en la embajada, sin amenaza de extradición. […]
Dos años después, The Guardian seguía propagando la misma línea de que, a pesar de que el Reino Unido gastó muchos millones en rodear la embajada con agentes de policía para impedir que Assange “huyera de la justicia”, era sólo el “orgullo” lo que le mantenía retenido en la embajada […]
Cualquiera que no entendiera la hostilidad personal de tantos escritores del Guardian hacia Assange necesita examinar sus tuits, en los que se sentían más libres para quitarse los guantes. Hyde lo describió como “posiblemente el mayor imbécil de Knightsbridge”, mientras que Suzanne Moore dijo que era “el sorete más enorme”.
El constante menosprecio de Assange y la mofa sobre su difícil situación no se limitaron a las columnas de opinión de The Guardian. El periódico incluso colaboró en un informe falso –supuestamente proporcionado por los servicios de inteligencia, pero fácilmente refutable– diseñado para malquistarle con los lectores del diario difamándolo como títere de Donald Trump y los rusos.
Este notorio bulo informativo –que afirma falsamente que en 2018 Assange se reunió en repetidas ocasiones con un asesor de Trump y con “rusos anónimos”, sin ser grabado por ninguna de las decenas de cámaras de circuito cerrado de televisión que vigilan cada acercamiento a la embajada– sigue en la web de The Guardian […].
Esta campaña de demonización allanó el camino para que Assange fuera arrastrado por la policía británica fuera de la embajada a principios de 2019.
También, afortunadamente, mantuvo al Guardian fuera de los focos. Porque fueron errores cometidos por el periódico, no por Assange, los que llevaron al supuesto «crimen» en el meollo del caso de extradición de EE.UU. (que Wikileaks había publicado apresuradamente un acervo de archivos sin editar), como he explicado en detalle alguna vez.
Demasiado poco y demasiado tarde
Los medios de comunicación del establishment que colaboraron con Assange hace 14 años en la publicación de las revelaciones de los crímenes de estado de EE.UU. y Reino Unido sólo empezaron a cambiar tímidamente de tono a finales de 2022, con más de una década de retraso.
Fue entonces cuando cinco de sus antiguos socios en los medios de comunicación enviaron una carta conjunta al gobierno de Biden en la que afirmaban que debía “poner fin a su persecución contra Julian Assange por publicar secretos”.
Pero incluso cuando fue liberado esta semana, la BBC continuó con el goteo de difamaciones: “Julian Assange: ¿paladín o alguien que busca llamar la atención?”. Un titular apropiado de la BBC, si no fuera simplemente un taquígrafo del gobierno británico, podría decir: “Tony Blair: ¿multimillonario o criminal de guerra?”.
Porque mientras los medios de comunicación del establishment se han ocupado de dirigir nuestra mirada hacia los supuestos defectos de carácter de Assange, han mantenido nuestra atención lejos de los verdaderos villanos, aquellos que cometieron los crímenes que él expuso: Blair, George W. Bush, Dick Cheney y muchos más.
Tenemos que reconocer una pauta. Cuando los hechos son incontrovertibles, la clase dirigente tiene que matar al mensajero.
En este caso, fue Assange. Pero la misma maquinaria mediática se desplegó contra el ex líder laborista Jeremy Corbyn, otra espina clavada en la espalda del establishment. Y como en el caso de Assange, The Guardian y la BBC fueron los dos medios más útiles para hacer que las calumnias calaran.
Lamentablemente, para conseguir su libertad, Assange se vio obligado a llegar a un acuerdo declarándose culpable de uno de los cargos que se le imputaban en virtud de la Ley de Espionaje.
El mismo periódico que tan fácilmente ridiculizó los años de detención de Assange y la amenaza a la que se enfrentaba de ser encerrado de por vida en una cárcel de máxima seguridad de Estados Unidos, publicó un artículo esta semana, cuando Assange fue puesto en libertad, subrayando el “peligroso precedente” para el periodismo sentado por su acuerdo de culpabilidad.
El trato que Washington le dispensó a Assange siempre estuvo diseñado para enviar un mensaje escalofriante a los periodistas de investigación, en cuanto a que si bien es correcto exponer los crímenes de los Enemigos Oficiales, nunca se deben aplicar los mismos estándares al propio imperio estadounidense.
¿Cómo es posible que The Guardian esté aprendiendo eso sólo ahora, después de no haber comprendido la lección antes, cuando importaba, durante los largos años de persecución política de Assange?
La verdad aún más triste es que el papel de villano de los medios de comunicación en mantener encerrado a Assange pronto será borrado del archivo. Eso es porque los medios de comunicación son los que escriben el guion sobre lo que está ocurriendo en el mundo.
Rápidamente se pintarán a sí mismos como santos, no como pecadores, en este episodio. Y, sin más Assanges que nos abran los ojos, lo más probable es que les creamos.
Jonathan Cook
USTEDES SALVARON A JULIAN ASSANGE
La oscura maquinaria del imperio, cuya mendacidad y salvajismo Julian Assange expuso al mundo, pasó catorce años tratando de destruirlo. Le cortaron la financiación, cancelando sus cuentas bancarias y tarjetas de crédito. Inventaron acusaciones falsas de agresión sexual para conseguir su extradición a Suecia, desde donde sería enviado a Estados Unidos.
Lo tuvieron atrapado en la embajada de Ecuador en Londres durante siete años, después de que se le concediera asilo político y la ciudadanía ecuatoriana, negándole el paso seguro al aeropuerto de Heathrow. Orquestaron un cambio de gobierno en Ecuador que le privó de su asilo y le sometió a acoso y humillación por parte de un personal de la embajada dócil. Contrataron a la empresa española de seguridad UC Global en la embajada para que grabara todas sus conversaciones, incluidas las mantenidas con sus abogados.
La CIA habló de secuestrarle o asesinarle. Consiguieron que la Policía Metropolitana de Londres asaltara la embajada –territorio soberano de Ecuador– y se apoderara de él. Lo retuvieron durante cinco años en la prisión de alta seguridad de Belmarsh, a menudo en régimen de aislamiento.
Y todo el tiempo llevaron a cabo una farsa judicial en los tribunales británicos donde se ignoró el debido proceso para que un ciudadano australiano, cuya publicación no estaba radicada en Estados Unidos y que, como todos los periodistas, recibía documentos de denunciantes, pudiera ser acusado en virtud de la Ley de Espionaje.
Intentaron una y otra vez destruirlo. No lo consiguieron. Pero Julian no fue puesto en libertad porque los tribunales defendieran el estado de derecho y exoneraran a un hombre que no había cometido ningún delito. No fue liberado porque la Casa Blanca de Biden y la comunidad de inteligencia tuvieran conciencia. No fue puesto en libertad porque las organizaciones de noticias que publicaron sus revelaciones y luego lo arrojaron debajo del autobús, llevando a cabo una despiadada campaña de desprestigio, presionaran al gobierno estadounidense.
Fue puesto en libertad –en virtud de un acuerdo con el Departamento de Justicia de Estados Unidos, según documentos judiciales– a pesar de estas instituciones. Fue liberado porque día tras día, semana tras semana, año tras año, cientos de miles de personas de todo el mundo se movilizaron para denunciar el encarcelamiento del periodista más importante de nuestra generación. Sin esta movilización, Julian no estaría libre.
Las protestas masivas no siempre funcionan. El genocidio de Gaza sigue cobrándose su horrible tributo entre los palestinos. Mumia Abu-Jamal sigue encerrado en una prisión de Pensilvania. La industria de los combustibles fósiles arrasa el planeta. Pero es el arma más potente que tenemos para defendernos de la tiranía.
Esta presión sostenida (durante una audiencia celebrada en Londres hacia 2020, para mi regocijo, la jueza de distrito Vanessa Baraitser, del tribunal de Old Bailey que supervisa el caso de Julian, se quejó del ruido que hacían los manifestantes en la calle) arroja continuamente luz sobre la injusticia y pone al descubierto la amoralidad de la clase dirigente. Por eso los espacios en los tribunales británicos eran tan limitados y los activistas de ojos borrosos hacían cola fuera desde las 4 de la mañana para conseguir un asiento para los periodistas que respetaban (mi sitio lo consiguió Franco Manzi, un policía jubilado).
Estas personas son desconocidas. Pero son héroes. Mueven montañas. Rodean el Parlamento. Se plantaron bajo la lluvia a las puertas de los tribunales. Fueron tenaces y firmes. Hicieron oír su voz colectiva. Salvaron a Julian. Y ahora que esta espantosa saga llega a su fin, y Julian y su familia, espero, encuentran paz y sanación en Australia, debemos honrarlos. Avergonzaron a los políticos de Australia para que defendieran a Julian, un ciudadano australiano, y finalmente Gran Bretaña y Estados Unidos tuvieron que rendirse. No digo hacer lo correcto. Fue una rendición. Deberíamos estar orgullosos de ello.
Conocí a Julian cuando acompañé a su abogado, Michael Ratner, a reuniones en la Embajada de Ecuador en Londres. Michael, uno de los grandes abogados de derechos civiles de nuestra era, subrayó que la protesta popular era un componente vital en cada caso que presentaba contra el Estado. Sin ella, el Estado podría llevar a cabo su persecución de disidentes, su desprecio por la ley y sus crímenes en la oscuridad.
Personas como Michael, junto con Jennifer Robinson, Stella Assange, el jefe de redacción de WikiLeaks Kristinn Hrafnsson, Nils Melzer, Craig Murray, Roger Waters, Ai WeiWei, John Pilger y el padre y hermano de Julian, John Shipton y Gabriel, fueron fundamentales en la lucha. Pero no podrían haberlo hecho solos.
Necesitamos desesperadamente movimientos de masas. La crisis climática se acelera. El mundo, con la excepción de Yemen, asiste pasivo a un genocidio retransmitido en directo. La codicia sin sentido de la expansión capitalista sin límites ha convertido todo, desde los seres humanos hasta el mundo natural, en mercancías que se explotan hasta el agotamiento o el colapso. El cercenamiento de de las libertades civiles nos ha encadenado, como advirtió Julian, a un aparato de seguridad y vigilancia interconectado que se extiende por todo el planeta.
La clase dominante mundial ha mostrado sus cartas. En el Norte, pretende construir fortalezas climáticas; y en el Sur, utilizar sus armas industriales para encerrar y masacrar a los desesperados como está haciendo con los palestinos.
La vigilancia estatal es mucho más intrusiva que la empleada por los regímenes totalitarios del pasado. Los críticos y los disidentes son fácilmente marginados o silenciados en las plataformas digitales. Esta estructura totalitaria –el filósofo político Sheldon Wolin la llamó “totalitarismo invertido”– se está imponiendo por grados. Julian nos lo advirtió. A medida que la estructura de poder se siente amenazada por una población inquieta que repudia su corrupción, su acumulación de niveles obscenos de riqueza, sus guerras interminables, su ineptitud y su creciente represión, los colmillos que le mostró a Julian nos los mostrará a nosotros.
El objetivo de la vigilancia a gran escala, como escribe Hannah Arendt en Los orígenes del totalitarismo, no es, en definitiva, descubrir delitos, “sino tener todo listo para cuando el gobierno decida arrestar a cierta categoría de la población”. Y dado que nuestros correos electrónicos, conversaciones telefónicas, búsquedas en Internet y desplazamientos geográficos quedan registrados y almacenados a perpetuidad en las bases de datos gubernamentales; dado que somos la población más fotografiada y seguida de la historia de la humanidad, habrá «pruebas» más que suficientes para detenernos si el Estado lo considera necesario. Esta vigilancia constante y los datos personales esperan como un virus mortal dentro de las cámaras acorazadas del gobierno para volverse contra nosotros. No importa lo trivial o inocente que sea esa información. En los estados totalitarios, la justicia, como la verdad, es irrelevante.
El objetivo de todos los sistemas totalitarios es inculcar un clima de miedo para paralizar a una población cautiva. Los ciudadanos buscan seguridad en las estructuras que los oprimen. El encarcelamiento, la tortura y el asesinato se reservan para los renegados ingobernables como Julian. El estado totalitario logra este control, escribió Arendt, aplastando la espontaneidad humana y, por extensión, la libertad humana. La población queda inmovilizada por el trauma. Los tribunales, junto con los órganos legislativos, legalizan los crímenes de estado. Vimos todo esto en la persecución de Julian. Es un ominoso presagio del futuro.
El estado corporativo debe ser destruido si queremos restaurar nuestra sociedad abierta y salvar nuestro planeta. Su aparato de seguridad debe ser desmantelado. Los mandarines que gestionan el totalitarismo corporativo, incluidos los líderes de los dos principales partidos políticos, los académicos fatuos, los expertos y los medios de comunicación en quiebra, deben ser expulsados de los templos del poder.
Las protestas callejeras masivas y la desobediencia civil prolongada son nuestra única esperanza. Si no nos sublevamos –que es con lo que cuenta el estado corporativo– seremos esclavizados y el ecosistema de la Tierra se volverá inhóspito para los seres humanos. Aprendamos de los valientes hombres y mujeres que salieron a la calle durante catorce años para salvar a Julian. Ellos nos enseñaron cómo se hace.
Chris Hedges
ASSANGE QUEDÓ LIBRE, PERO NO SE HIZO JUSTICIA
Julian Assange quedó libre. Al momento de escribir estas líneas, se encuentra de camino a las Islas Marianas del Norte, un remoto territorio estadounidense en el Pacífico Occidental, para ultimar un acuerdo con el gobierno de Estados Unidos por el que será condenado a cumplir condena en la prisión de Belmarsh. Salvo que el imperio haga algún tejemaneje turbio durante el proceso, regresará a Australia, su país de origen, como hombre libre.
Es importante destacar que, según los expertos que he visto comentar esta sorprendente novedad, no parece que el acuerdo de culpabilidad vaya a sentar nuevos precedentes legales que perjudiquen a los periodistas en el futuro. Joe Lauria informa de lo siguiente para Consortium News:
“Bruce Afran, un abogado constitucional de EE.UU., dijo a Consortium News que un acuerdo de culpabilidad no crea un precedente legal. Por lo tanto, el acuerdo de Assange no pondría en peligro a los periodistas de ser procesados en el futuro por aceptar y publicar información clasificada de una fuente debido a que Assange aceptó tal cargo.”
Obviamente, tengo un montón de sensaciones acerca de todo esto, después de haber seguido este importante caso tan de cerca durante tanto tiempo y haber puesto tanto trabajo en escribir sobre ello. Queda mucho, mucho trabajo por hacer en nuestra lucha colectiva para liberar al mundo de las garras de la máquina asesina imperial, pero estoy muy contenta por Assange y su familia, y me siento bien al señalar una sólida victoria en esta lucha.
Sin embargo, nada de esto deshace los males imperdonables que el imperio infligió en su persecución de Julian Assange, ni invierte el daño mundial que se ha ocasionado al hacer de él un ejemplo público para mostrar lo que le sucede a un periodista que dice verdades incómodas sobre el gobierno más poderoso del mundo.
Así pues, aunque Assange quedó libre, no podemos decir con razón que se haya hecho justicia.
Justicia sería conceder a Assange un indulto total e incondicional, y recibir millones de dólares en concepto de indemnización del gobierno estadounidense por el tormento al que le sometieron con su encarcelamiento en Belmarsh a partir de 2019, su encarcelamiento de facto en la embajada ecuatoriana a partir de 2012, y su encarcelamiento y arresto domiciliario a partir de 2010.
Justicia sería que Estados Unidos introdujera cambios jurídicos y políticos concretos que garantizaran que Washington no pueda volver a utilizar su poder e influencia en todo el mundo para destruir la vida de un periodista extranjero por informar sobre hechos incómodos, y que presentara una disculpa formal a Julian Assange y a su familia.
Justicia sería detener y procesar a las personas cuyos crímenes de guerra expuso Assange, y detener y procesar a todos los que contribuyeron a arruinarle la vida por denunciar esos crímenes. Esto incluiría a toda una serie de agentes y funcionarios gubernamentales de numerosos países, y a varios presidentes estadounidenses.
Justicia se asemejaría a recibirle en Australia como un héroe y con honores de héroe, y revisar seriamente la relación servil de Canberra con Washington.
Justicia se traduciría en disculpas formales a Assange y su familia por parte de los consejos editoriales de todos los principales medios de prensa que consintieron su feroz persecución –especialmente The Guardian– y la completa destrucción de las reputaciones de todos los periodistas sin escrúpulos que ayudaron a difamarlo a lo largo de los años.
Si estas cosas ocurrieran, entonces podríamos argumentar que se ha hecho justicia hasta cierto punto. Tal y como están las cosas, todo lo que tenemos es el cese de un único acto de depravación por parte de un imperio que sólo está retrocediendo para dejar espacio a nuevas y peores depravaciones. Todos seguimos viviendo bajo una estructura de poder que se extiende por todo el planeta y que ha demostrado al mundo entero que destruirá tu vida si sacas a la luz su criminalidad, para luego quedarse atrás y llamarlo con orgullo justicia.
Así que, personalmente, creo que voy a tomarme esta pequeña victoria con calma, con un rápido “gracias” al cielo y una vuelta al trabajo. Aún queda mucho por hacer, y muy poco tiempo para hacerlo.
La lucha continúa.
Caitlin Johnstone