Ilustración: Sound of Silence, de Christel Roelandt (2014)

Nota.— El presente artículo de Laura Favaro fue originalmente publicado en inglés, el 15 de septiembre del año pasado, por el semanario Times Higher Education (THE) de Londres. La traducción al castellano es nuestra. Cabe aclarar, sin embargo, que no es la primera que se hace, pues en abril, El Común de España ya había difundido una. Optamos, sin embargo, por una nueva traducción propia, porque el castellano rioplatense no es exactamente igual al ibérico.
El título original del texto de Favaro es “Researchers are wounded in academia’s gender wars”. Por razones de estilo y claridad, nos hemos tomado la licencia de optar por una translación sutilmente «infiel» de aquel, omitiendo el verbo y entrecomillando una expresión metafórica que, en los usos de nuestro idioma, no está tan difundida o arraigada como en el inglés.
El artículo original del THE incluía un copete. Esta sería la traducción: “La tóxica disputa sobre los derechos de las personas transexuales y la libertad con que deben debatirse estas cuestiones sigue siendo el tema que más divide al mundo académico. Laura Favaro explica lo que ha aprendido hablando con ambas partes”.
Las aclaraciones entre corchetes son nuestras, no de la autora (las suyas van entre paréntesis). Obedecen a la preocupación por adecuar el texto a lectores hispanoparlantes que no siempre saben inglés; o que, aun sabiéndolo, pueden desconocer ciertos datos de contexto, por la mera circunstancia de no vivir en Gran Bretaña.
Algo de información adicional acerca de la autora y el artículo: Laura Favaro es una socióloga feminista española que investiga el conflicto «sexo-género» dentro del campo académico. Actualmente reside en Inglaterra, donde ha estado haciendo su posdoctorado en el Centro de Investigación sobre Género y Sexualidades de la Universidad de la City de Londres. Cuando Favaro, el año pasado, divulgó un adelanto de su tesis posdoctoral en THE, quedó expuesta, de forma muy absurda e inicua (nada más que por hacer ciencia crítica y expresarse con parresía), a todo tipo de anatemas, escarnios, escraches, hostigamientos y represalias. Sin fundamento alguno, se le endilgó el sambenito de «transfóbica» o «terf». Se la tergiversó y demonizó hasta el delirio. En nombre de la «corrección política», se la «canceló» con una celeridad y rigorismo dignos del Santo Oficio de la Inquisición. En sus propias palabras: “…he sido condenada al ostracismo, he sido objeto de denuncias falsas, se ha interrumpido mi investigación, se me han retirado los datos de investigación y he perdido mi trabajo”. Vale decir, punitivismo e ignominia. Debido a esta situación, Favaro presentó una demanda ante el Tribunal de Trabajo, contra la Universidad de la City de Londres, por discriminación y mobbing (acoso laboral). Para concitar apoyos solidarios y sufragar los gastos legales, ha lanzado una campaña de visibilización pública y recolección de donativos a través de la plataforma CrowdJustice, «Academic freedom for feminists» («Libertad académica para las feministas»), a la que se pude acceder en castellano cliqueando aquí.
Quienes hacemos Kalewche asumimos un firme compromiso teórico y político con muchas –la gran mayoría– de las reivindicaciones del feminismo y el movimiento LGBT+. Socialistas como somos, apoyamos todo activismo que propugne una sociedad plenamente libre e igualitaria, donde prime el respeto por la diversidad de identidades en un marco democrático de interculturalidad y derechos humanos. Por lo tanto, condenamos toda forma de violencia o discriminación sexistas: misoginia, homofobia, lesbofobia… También, por supuesto, repudiamos la transfobia. ¿Existen personas y grupos trans-odiantes, terf? Claramente sí, especialmente en sectores machistas y conservadores de la sociedad vinculados a las derechas políticas y los fundamentalismos religiosos (son los mismos trogloditas que militan contra la educación sexual integral, los métodos anticonceptivos, el sexo prematrimonial, el aborto legal, el divorcio y el matrimonio igualitario). Pero en algunos casos, las acusaciones de transfobia son falsas e injustas, burdos espantapájaros. Las derivas identitaristas y punitivistas de algunos sectores del feminismo y el movimiento LGBT+ nos parecen intelectualmente muy endebles e inconsistentes, y políticamente muy perniciosas o peligrosas. El solo hecho de reconocer, en base a una evidencia científica abrumadora, que la especie humana se reproduce sexualmente y que su reproducción es binaria, requiriendo de dos individuos, uno con capacidad de gestar y otro de inseminar, jamás debiera ser motivo para acusar de «transfobia» a nadie. Nuestra especie es sexualmente binaria, al igual que es bípeda y portadora de cinco dedos en las manos o en los pies, aunque haya individuos que se aparten de esta «norma». Los casos de «intersexualidad» no desmienten ni relativizan este binarismo: en la inmensa mayoría, se trata de personas que, al margen de las apariencias, pueden o bien inseminar o bien gestar, y en ninguna situación hacer ambas cosas. Los casos límite (que también los hay) corresponden a individuos sexualmente estériles. Reconocer esta realidad no tiene por qué implicar, desde luego, ninguna discriminación de las personas que son en un sentido u otro «intersexuales», y cabe rechazar (y desde estas páginas rechazamos) toda intolerancia o discriminación binarista en materia de género (el sexo es binario, pero el género puede no serlo), así como los estereotipos sexistas o criterios conservadores de preferencia sexual. Lo humano y sensato es aceptar una amplia diversidad de identidades o autopercepciones, y un no menos amplio abanico de preferencias eróticas. Lo mismo cabe decir en relación a los reparos bioéticos de mucha gente –profesionales de la salud y personas en general– respecto a las cirugías o terapias hormonales de «reasignación» de sexo en menores de edad, especialmente en niños y niñas que cabe suponer que no tienen la madurez intelectual o psicológica suficiente para discernir y elegir cómo resolver mejor su eventual disforia de género (harina de otro costal son las personas adultas); así como las renuencias a aceptar sin más, por razones de seguridad o equidad, los baños públicos mixtos o la participación de deportistas trans en competencias diferentes a las de su sexo biológico (en aquellas disciplinas donde ciertas diferencias físicas de base genética pueden conllevar ventajas o desventajas decisivas en el rendimiento). Que el solo hecho de manifestar un disenso –o siquiera una duda– en estas cuestiones conlleve un altísimo riesgo de punición o «cancelación», de maltrato y censura, de mofa e ignominia, debería avergonzarnos y alarmarnos como sociedad, tanto como el hecho –volvemos a enfatizarlo, pecando quizás de redundantes– de que existan todavía personas transfóbicas enceguecidas por su moralismo sexista o puritanismo religioso, haters intolerantes y violentos contra la otredad (gente terf de verdad, en el mundo real; no en la imaginación fanática, chicanera y victimista de algunos sectores propensos a fabricar muñecos de paja pro domo, a medida de sus intereses sectarios).
No es la primera vez que en Kalewche abordamos esta espinosa discusión. Les sugerimos que traten de leer las publicaciones anteriores sobre la temática, si no han tenido oportunidad de hacerlo.
Nuestra solidaridad con la socióloga feminista Laura Favaro, que de ningún modo es “transfóbica”, ni nada semejante. La autonomía intelectual, la racionalidad científica y la libertad de expresión son valores irrenunciables de la izquierda socialista, que deben ser protegidos y promovidos sin tibiezas ni retaceos, igual que la ética del fair play o «juego limpio» en los debates intelectuales y políticos. ¡Basta de sambenitos y espantapájaros! Tergiversar, demonizar, censurar y castigar la disidencia es una pendiente resbaladiza a la barbarie del fascismo, igual que discriminar y hostigar a las minorías, como hacen los sectores reaccionarios de derecha y del integrismo religioso con la comunidad LGBT+, los pueblos originarios, las colectividades inmigrantes y otros grupos étnicos.



“¿No estás aterrorizada? Todo el mundo te va a odiar”. Esta respuesta no fue inusual cuando entrevisté a las protagonistas de las llamadas guerras de género, que han dividido profundamente el mundo académico occidental en los últimos años.

Desde las feministas «críticas del género» [gender-critical], que afirmaban haber sido vilipendiadas y condenadas al ostracismo por afirmar que el sexo es binario e inmutable, hasta quienes consideraban esa postura un fanatismo insensible o, más aún, “un proyecto genocida” (incluidas las directoras de revistas que, de este modo, apoyaban la censura). Ciertas puertas del mundo académico podrían cerrarse silenciosamente si yo iba más allá; las invitaciones a hablar desaparecerían y seguirían los abusos en línea, advirtieron.

“Hay un clima muy tóxico en torno a este tema”, me dijeron en repetidas ocasiones. Una socióloga a mitad de carrera añadió: “Hay conflicto y acoso, pero no hay debate”.

Pero el tema parecía demasiado importante para ignorarlo. En los últimos tiempos, ha pasado de Twitter (donde ahora es tendencia casi a diario) al centro de la escena política: ¿habría sido elegida Liz Truss nueva lideresa del Partido Conservador por los parlamentarios tories y miembros del partido sin su oposición constante a la autoidentificación de género? Sin embargo, en ningún lugar el debate es más febril que en el mundo académico. Ha acabado con amistades, colaboraciones de investigación e incluso carreras académicas.

Un caso reciente es la acusación de que la secretaria general de la University and College Union [UCU, el sindicato que nuclea a docentes de nivel superior], Jo Grady, presidió una “caza de brujas por la identificación de género” [gender ID witch-hunt]. The Times obtuvo las actas de una reunión a la que asistió para recabar información sobre presuntas personas “transfóbicas y prominentes activistas gender-critical” que trabajaban en los departamentos de Diversidad de las universidades.

Hace más de dos años, me propuse averiguar si las advertencias sobre la entrada en este ámbito estaban justificadas o si, como sugieren otros, eran afirmaciones espurias de quienes desean desencadenar una falsa “guerra cultural”. Esto me llevó a entrevistar a 50 especialistas en estudios de género de muchas disciplinas (como sociología, psicología y educación), quienes mayoritariamente trabajaban en universidades inglesas, para conocer sus opiniones y experiencias sobre el conflicto.

Sin embargo, tras abordar el tema con una mentalidad abierta, mis conversaciones no me dejaron ninguna duda de que la cultura de la discriminación, el silenciamiento y el miedo se ha instalado en las universidades de Inglaterra y de muchos otros países.

Todas mis entrevistadas se autodefinieron como feministas, y 14 de las que fueron abordadas tenían puntos de vista que ahora se describen como “críticos del género” [gender-critical]. Para ellas, existe una clara diferencia entre «sexo», que se refiere a categorías biológicas binarias e inmutables, y «género», que describe los papeles, comportamientos y atributos que una determinada cultura considera apropiados para las personas en virtud de su sexo. Reconocer esta diferencia es importante porque, además de limitar a ambos sexos, el género sirve para justificar la subordinación de las mujeres. Este grupo de académicas también señaló que su perspectiva era, hasta hace poco, ampliamente compartida por el feminismo, así como dentro de muchas disciplinas académicas.

Estaba claro que las académicas feministas «críticas del género» que entrevisté se habían enfrentado durante años a repercusiones negativas por expresar su punto de vista (ahora protegido en el Reino Unido en virtud de la Ley de Igualdad de 2010, tras la sentencia del tribunal del año pasado en la que se declaraba que una investigadora de un thinktank, Maya Forstater, había sido despedida ilegalmente por tuitear que las mujeres no podían cambiar su sexo biológico). Entre otras experiencias, mis entrevistadas describieron quejas a –y de– la dirección, intentos de cancelar actos, «borrado» en plataformas [no-platforming], desinvitaciones, intimidaciones, difamaciones y pérdida de oportunidades de progreso profesional, incluido el bloqueo de empleos.

Otras hablaron de haber sido expulsadas físicamente de los actos, además de recibir torrentes de insultos en Internet que incluían hasta incitaciones al asesinato. Una becaria de criminología dijo que su experiencia había sido “un infierno continuo”, mientras que una becaria de derecho afirmó que “el impacto ha sido enorme [y] va a durar mucho tiempo”. Conscientes de estas posibles consecuencias, y alegando sentimientos de miedo, aislamiento y desesperación, otras habían decidido “esconderse en las sombras”.

Las que se encontraban en las primeras etapas de su carrera afirmaron que “sería demasiado aterrador” hacer públicas sus opiniones debido a la amenaza de ser “condenadas al ostracismo… porque muchas cosas en el mundo académico dependen de las conexiones personales”, mientras que las colegas con más experiencia aludieron a la “autopreservación”. Todas temían las “horribles reacciones” en Internet; una socióloga, preocupada por las amenazas de muerte y violación que había visto en otros lugares, afirmó: “Tengo hijos, estoy asustada”.

Desde el punto de vista de estas académicas, las partidarias de lo que a menudo se denomina “feminismo transinclusivo” tenían un control casi total en el mundo académico, decidiendo lo que se debatía en los departamentos o se incluía en las revistas académicas.

Pero, ¿se veían a sí mismas las feministas trans en esa posición de poder? Hablé con 20 de estas académicas para entender su heterogénea, a menudo ambigua y contradictoria constelación de ideas y explorar si reconocían las acusaciones de “control” injusto que se les hacían.

Para algunas, el «sexo» es una construcción de sistemas opresivos, en particular el colonialismo occidental. Otras sostienen que es un espectro biológico que puede cambiar, al menos en parte. Para otras, es tanto una ficción social como una realidad biológica. El «género» también se entiende de distintas maneras: como algo construido social o discursivamente (modelo performativo); como una combinación inseparable de elementos biológicos, psicológicos y sociales (modelo biopsicosocial); o, en mucha menor medida, como una subjetividad innata, que evoca nociones de cerebros sexuados (modelo psicobiologista). A veces, «género» se utiliza como sinónimo de «identidad de género», normalmente entendida como un sentido interno de sí como mujer, hombre, ambos, ninguno o algo más, como persona «no binaria» –que, entre otras posibilidades, puede ser «plural» (“como tener dos o más alter egos o personas”) o «fluida» (que cambia “a lo largo de los años, los meses o el transcurso del día”), como se explica en el libro de 2019 Gender: A Graphic Guide.

A pesar de su diversidad conceptual, el generismo se articula en torno a la reivindicación de que el género (identidad) sustituya al sexo en la mayoría de los contextos, si no en todos. A diferencia del feminismo, su sujeto político no son las mujeres, sino todas las personas sometidas a la opresión de género, un concepto que se redefine para hacer hincapié en la falta de elección y afirmación en relación con la identidad de género.

Para muchas, no se puede exagerar la urgencia de reconocer esta injusticia social. Las “feministas radicales transexcluyentes” (terfs), como las etiquetan con frecuencia, forman parte nada menos que de un “proyecto colonial (y) en última instancia eliminacionista” contra las personas que se identifican como transgénero o no binarias, creen algunas, como explica Alison Phipps en su libro de 2020 Me, not You: The Trouble with Mainstream Feminism. En cuanto a la cuestión del no-platforming, algunas entrevistadas ridiculizaron la idea de que las feministas gender-critical fueran víctimas de ella, haciéndose eco de influyentes escritoras como Sara Ahmed, que en 2015 desacreditó las afirmaciones de las feministas sobre que el silenciamiento en las universidades era “un mecanismo de poder”, aun admitiendo que ella estaba “apuntando a eliminar las posiciones que apuntan a eliminar a las personas”.

Otras, sin embargo, abrazaron abiertamente la posición de «no debate» sobre la base de que el feminismo gender-critical es “discurso de odio” o incluso “violencia retórica (que) actualmente tiene objetivos en el mundo real”, equivalentes a los de movimientos como el fascismo y la eugenesia. Una entrevistada que se identificó como mujer trans describió la situación actual en el mundo académico como “una batalla política por un espacio institucional”, aclarando que “Mi conclusión política es: no cedo ante personas que están interesadas en erradicarme a mí y a todas las que son como yo en el mundo, porque lo considero un proyecto genocida”.

Este punto de vista, junto con la creencia de que “las mujeres cis tienen más poder que las personas trans”, llevó a las académicas generistas a abstenerse de denunciar abiertamente las tácticas agresivas de algunos/as activistas transgénero hacia las feministas. Estas incluyen amenazas e ideas de violencia extrema que, además de estar muy extendidas en las redes sociales, parecen estar cada vez más consentidas en las universidades. Por ejemplo, el año pasado, un documento de una conferencia de estudiantes de posgrado de la London School of Economics describía una escena en la que feministas críticas del generismo “clamaban por clemencia”. La ponencia describía a continuación la amenaza potencial: “Te pongo un cuchillo en la garganta y te escupo mi transexualidad en la oreja”, concluyendo: “¿Tienes miedo? Eso espero”.

Al hablar de este horrible antifeminismo, algunas entrevistadas, incluidas las que trabajan en el ámbito de la violencia contra las mujeres, seguían equivocándose. Como dijo una socióloga, “Mi prioridad son las personas que están siendo perjudicadas por este debate, que yo percibo como personas trans”. “Estas feministas gender-critical están intelectualizando (el sexo y el género), y creo que es prejudicial”, añadió.

Sin embargo, cuando se le pidió que describiera sus argumentos, respondió: “No sé si lo que entiendo o lo que creo que son los problemas son los problemas, le seré sincera: me mantengo al margen”. Este notable binomio de condena e ignorancia con respecto al feminismo gender-critical fue bastante común entre las académicas generistas. Muchas admitieron de buena gana que limitan sus compromisos académicos, incluyendo sus lecturas, a sus “cámaras de eco y burbujas” donde, como señaló la editora de una revista, “todas compartimos básicamente las mismas perspectivas”.

Muchas académicas generistas tuvieron dificultades o se mostraron incómodas cuando se les pidió que dieran sus propias definiciones de sexo, género y (sobre todo) identidad de género, a pesar de que su investigación y docencia giran en torno a estos mismos temas. Algunas reconocieron no haber reflexionado lo suficiente, mientras que otras explicaron esta peculiar situación alegando preocupación por “perpetuar los daños” con sus palabras a las personas que se identifican como transexuales. Para otras, la preocupación tenía que ver con “parecer terfy” [sinónimo coloquial de terf], o era una reacción al hecho de que “hay muy poca apertura a debatir ciertos temas que son difíciles, si no es para ser tachadas de transfóbicas”.

Varias académicas generistas reconocieron que “debería haber conversaciones más matizadas, más honestas y autoconscientes”, aunque estrictamente entre generistas y en espacios privados, ya que, en público, “tienes que estar con tu equipo y seguir la línea del partido”, explicó una académica de educación.

Otra destacada académica lamentó que “la capacidad de debatir abiertamente sobre temas espinosos, complejos y controvertidos haya disminuido en los últimos años”, pero admitió que no publicaría un artículo feminista gender-critical en la revista de la que es editora.

En las respuestas de otras 11 entrevistadas que ocupaban puestos de dirección en revistas feministas, de género y de estudios sobre la sexualidad, también se sugirió la existencia de un «derecho de admisión» [gatekeeping]. Todas confirmaron que las perspectivas de género dominan estas publicaciones, en el sentido de que “en el consejo editorial, ninguna de nosotras se describiría a sí misma como del campo gender-critical”. Las editoras apuntaron, además, a la perspectiva preferida por autores, lectores y editoriales. Para algunas, se trataba de una cuestión de valores académicos, y el feminismo gender-critical se calificaba de “erróneo”, “anticuado” o “completamente deslegitimado”. Otras, sin embargo, reconocieron que “la objeción es política”.

La censura no se limitó a las revistas. Las académicas partidarias de la perspectiva de género denunciaron haber impuesto personalmente prohibiciones de acceso a redes y actos académicos, así como la vigilancia lingüística de colegas y estudiantes. “Si hay estudiantes que escriben ‘mujer’ en su ensayo, lo tacho”, me dijo una socióloga, porque “lo que importa es el género (identidad)”.

¿Dónde deja esto a quienes están «en el medio»? Hablé con otras 16 académicas cuyas opiniones me eran desconocidas, y más de la mitad se posicionaron como no directa o únicamente partidarias de un «bando» (al igual que unas pocas a las que inicialmente clasifiqué como generistas). Las entrevistadas que estaban «en el medio» tendían a denunciar el hecho de que “nadie en el medio tiene espacio para hablar”. También hicieron hincapié en el deseo de interacciones menos hostiles y un “debate más matizado”. Sin embargo, cuando se les pidieron más detalles, criticaron principalmente el generismo. Quienes lo defienden en la academia fueron objeto de acusaciones como “alardeo moral” [virtue signalling], “progresismo performativo” [performative wokeness], “subirse al carro” [bandwagon-hopping], “tribalismo” y “política censora de la virtud”.

Estas académicas, que se identificaban como feministas de izquierdas, denunciaron repetidamente lo que percibían como inclinaciones agresivas, dogmáticas e incluso autoritarias. Una psicóloga mencionó similitudes con “regímenes autoritarios a los que les gusta vigilar el pensamiento y la expresión de sus ciudadanos/as”, y otra participante decidió dimitir de su cargo de coeditora en una revista, alegando preocupaciones similares.

“Esta es la única vez que he vivido algo así”, afirmó una entrevistada del «medio», reafirmando la opinión generalizada de que “no tenemos estas conversaciones porque todas sentimos mucho miedo”. Algunas explicaron que las conversaciones «secretas» o «privadas» eran el único foro en el que se podían mantener estas conversaciones, pero incluso estas “no se sienten como un espacio seguro para hablar. Y eso (entre) académicas de género”. En repetidas ocasiones, las entrevistadas afirmaron abstenerse de expresar públicamente sus opiniones por miedo a las acusaciones de transfobia, o a ser “incriminadas como feministas gender-critical”.

Muchas de estas “no somos feministas gender-critical pero…” mencionaron su preocupación por el generismo, incluido el enfoque médico «afirmativo» respecto a niños o niñas que se identifican como transexuales, la pérdida de espacios para un solo sexo y el impacto de la eliminación del sexo como categoría en la recopilación de datos en favor del género. Reconocieron tener conocimientos relevantes que ofrecer en estos ámbitos, pero estaban “demasiado asustadas” para hacerlo. “¿Hay cosas que podría escribir? Sí. ¿Creo que podrían marcar la diferencia, que podrían aportar algo? Sí. ¿Escribiré sobre ello? No. Lo cual te dice todo lo que necesitas saber sobre la situación actual”, dijo una socióloga. “Si tengo miedo de escribir sobre esto… entonces no me cabe duda de que las personas que podrían clasificarse más fácilmente como terfs sentirían miedo de hablar, de ser censuradas”, añadió.

Una académica de psicología situada en «zona intermedia» casi deja su investigación sobre género porque “ves lo que les pasa a otras personas”, mientras que una académica feminista de estudios culturales me dijo: “Estoy pensando seriamente si le digo a mi jefe de departamento que ya no quiero impartir mi curso (relacionado con el género)”.

Ambas académicas explicaron que “simplemente no se sienten seguras”, y la segunda añadió: “No tengo opiniones extremas en absoluto. Es bastante mesurado decir que es un debate complejo y que tiene múltiples facetas, y en el ámbito académico tenemos que ser capaces de explorarlas”. También me dijo que “se siente muy alienada porque el mundo académico debería servir para debatir e intercambiar ideas, y no es así. No es así en nuestro contexto”. Notoriamente disgustada, prosiguió: “También me produce una ansiedad increíble, porque no quiero perder mi trabajo ni poner en peligro a mis hijos; sé que podrían correr peligro”.

Además de autocensurarse, las participantes del «medio» contribuyen a silenciar a otras en el mundo académico. Algunas habían disuadido a sus estudiantes de encarar proyectos feministas gender-critical, o se habían abstenido de invitar a ponentes con esas opiniones, lo que una socióloga de larga carrera justificó alegando que “causaría demasiados problemas, (y) me he acobardado por esa violencia”.

Por supuesto que temo sufrir perjuicios en mi carrera, y más por instigar –como me dijeron repetidamente las entrevistadas– “conversaciones difíciles”, sobre todo como académica inmigrante que está comenzando su carrera y tiene una familia que mantener. Pero, al mismo tiempo, ¿por qué querría trabajar en la academia si no puedo hacer trabajo académico? Mucho más aterrador que ser odiada es ser amordazada.

Laura Favaro