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Desempolvamos en nuestra sección de teoría Kamal un capítulo –el duodécimo– de La rebelión de las masas, el libro más conocido del filósofo español José Ortega y Gasset (1883-1955), con el que tenemos muchas y grandes discrepancias (como con su anticomunismo, su elitismo liberal-conservador y su eurocentrismo), pero también algunas coincidencias de importancia fundamental. Aunque su edición data de 1930, la obra recopila ensayos cortos publicados en el diario madrileño El Sol desde 1927.
Entre todos ellos, La barbarie del «especialismo» es nuestro predilecto. Hace prácticamente un siglo, Ortega y Gasset diagnosticaba con notable perspicacia acaso la peor de las taras del homo academicus contemporáneo: la ultraespecialización, la fragmentación ilimitada del conocimiento; que va de la mano, por supuesto, con el descriptivismo y la acriticidad, pues la creciente ausencia de totalización va atrofiando sin remedio la capacidad de interrogar, problematizar, comparar, relacionar, hipotetizar, explicar, interpretar, reflexionar, valorar, pronosticar, cuestionar y, por ende, de politizar y transformar… Hoy, tras varias décadas de academicismo posmoderno, su alerta epistemológica –y civilizatoria– nos resulta clarividente, porque la preocupante situación por él tan bien discernida y comprendida en su tiempo –el período de entreguerras– no ha dejado de empeorar.
Hemos extraído el capítulo XII de La rebelión de las masas de una edición realizada por Planeta-De Agostini (con introducción y posdata de Julián Marías) para la colección Obras Maestras del Milenio, Barcelona, 1995, pp. 154-161.
La tesis era que la civilización del siglo XIX ha producido automáticamente el hombre-masa. Conviene no cerrar su exposición general sin analizar, en un caso particular, la mecánica de esa producción. De esta suerte, al concretarse, la tesis gana en fuerza persuasiva.
Esta civilización del siglo XIX, decía yo, puede resumirse en dos grandes dimensiones: democracia liberal y técnica. Tomemos ahora sólo la última. La técnica contemporánea nace de la copulación entre el capitalismo y la ciencia experimental. No toda técnica es científica. El que fabricó las hachas de sílex, en el período chelense, carecía de ciencia y, sin embargo, creó una técnica. (…)
No cabe dudar de que la técnica –junto con la democracia liberal– ha engendrado al hombre-masa en el sentido cuantitativo de esta expresión. Pero estas páginas han intentado mostrar que también es responsable de la existencia del hombre-masa en el sentido cualitativo y peyorativo del término.
Por «masa» –prevenía yo al principio– no se entiende especialmente al obrero; no designa aquí una clase social, sino una clase o modo de ser hombre que se da hoy en todas las clases sociales, que por lo mismo representa a nuestro tiempo, sobre el cual predomina e impera. Ahora vamos a ver esto con sobrada evidencia.
¿Quién ejerce hoy el poder social? ¿Quién impone la estructura de su espíritu en la época? Sin duda, la burguesía. ¿Quién, dentro de esa burguesía, es considerado como el grupo superior, como la aristocracia del presente? Sin duda, el técnico: ingeniero, médico, financiero, profesor, etcétera, etc. ¿Quién, dentro del grupo técnico, lo representa con mayor altitud y pureza? Sin duda, el hombre de ciencia. Si un personaje astral visitase a Europa, y con ánimo de juzgarla, le preguntase por qué tipo de hombre, entre los que la habitan, prefería ser juzgada, no hay duda de que Europa señalaría, complacida y segura de una sentencia favorable, a sus hombres de ciencia. Claro que el personaje astral no preguntaría por individuos excepcionales, sino que buscaría la regla, el tipo genérico «hombre ciencia», cima de la humanidad europea.
Pues bien: resulta que el hombre de ciencia actual es el prototipo del hombre-masa. Y no por casualidad, ni por defecto unipersonal de cada hombre de ciencia, sino porque la ciencia misma –raíz de la civilización– lo convierte automáticamente en hombre-masa; es decir, hace de él un primitivo, un bárbaro moderno.
La cosa es harto sabida: innumerables veces se ha hecho constar; pero articulada en el organismo de este ensayo adquiere la plenitud de su sentido y la evidencia de su gravedad.
La ciencia experimental se inicia al finalizar el siglo XVI (Galileo), logra constituirse a fines del siglo XVII (Newton) y empieza a desarrollarse a mediados del XVIII. El desarrollo de algo es cosa distinta de su constitución y está sometido a condiciones diferentes. Así, la constitución de la física, nombre colectivo de la ciencia experimental, obligó a un esfuerzo de unificación. Tal fue la obra de Newton y demás hombres de su tiempo. Pero el desarrollo de la física inició una faena de carácter opuesto a la unificación. Para progresar, la ciencia necesitaba que los hombres de ciencia se especializasen. Los hombres de ciencia, no ella misma. La ciencia no es especialista. Ipso facto dejaría de ser verdadera. Ni siquiera la ciencia empírica, tomada en su integridad, es verdadera si se la separa de la matemática, de la lógica, de la filosofía. Pero el trabajo en ella sí tiene –irremisiblemente– que ser especializado. Sería de gran interés, y mayor utilidad que la aparente a primera vista, hacer una historia de las ciencias físicas y biológicas mostrando el proceso de creciente especialización en la labor de los investigadores. Ella haría ver cómo, generación tras generación, el hombre de ciencia ha ido constriñéndose, recluyéndose, en un campo de ocupación intelectual cada vez más estrecho. Pero no es esto lo importante que esa historia nos enseñaría, sino más bien lo inverso: cómo en cada generación el científico, por tener que reducir su órbita de trabajo, iba progresivamente perdiendo contacto con las demás partes de la ciencia, con una interpretación integral del universo, que es lo único merecedor de los nombres de ciencia, cultura, civilización europea.
La especialización comienza precisamente en un tiempo que llama hombre civilizado al hombre «enciclopédico». El siglo XIX inicia sus destinos bajo la dirección de criaturas que viven enciclopédicamente, aunque su producción tenga ya un carácter de especialismo. En la generación subsiguiente, la ecuación se ha desplazado, y la especialidad empieza a desalojar dentro de cada hombre de ciencia a la cultura integral. Cuando en 1890 una tercera generación toma el mando intelectual de Europa, nos encontramos con un tipo de científico sin ejemplo en la historia. Es un hombre que, de todo lodo que hay que saber para ser un personaje discreto, conoce sólo una ciencia determinada, y aun de esa ciencia sólo conoce bien la pequeña porción en que él es activo investigador. Llega a proclamar como una virtud el no enterarse de cuanto quede fuera del angosto paisaje que especialmente cultiva, y llama dilettantismo a la curiosidad por el conjunto del saber.
El caso es que, recluido en la estrechez de su campo visual, consigue, en efecto, descubrir nuevos hechos y hacer avanzar su ciencia, que él apenas conoce, y con ella la enciclopedia del pensamiento, que concienzudamente desconoce. ¿Cómo ha sido y es posible cosa semejante? Porque conviene recalcar la extravagancia de este hecho innegable: la ciencia experimental ha progresado en buena parte merced al trabajo de hombres fabulosamente mediocres, y aun menos que mediocres. Es decir, que la ciencia moderna, raíz, y símbolo de la civilización actual, da acogida dentro de sí al hombre intelectualmente medio y le permite operar con buen éxito. La razón de ello está en lo que es, a la par, ventaja mayor y peligro máximo de la ciencia nueva y de toda civilización que ésta dirige y representa: la mecanización. Una buena parte de las cosas que hay que hacer en física o en biología es faena mecánica de pensamiento que puede ser ejecutada por cualquiera, o poco menos. Para los efectos de innumerables investigaciones es posible dividir la ciencia en pequeños segmentos, encerrarse en uno y desentenderse de los demás. La firmeza y exactitud de los métodos permiten esta transitoria y práctica desarticulación del saber. Se trabaja con uno de esos métodos como con una máquina, y ni siquiera es forzoso, para obtener abundantes resultados, poseer ideas rigurosas sobre el sentido y fundamento de ellos. Así, la mayor parte de los científicos empujan el progreso general de la ciencia encerrados en la celdilla de su laboratorio, como la abeja en la de su panal o como el pachón de asador en su cajón.
Pero esto crea una casta de hombres sobremanera extraños. El investigador que ha descubierto un nuevo hecho de la naturaleza tiene por fuerza que sentir una impresión de dominio y seguridad en su persona. Con cierta aparente justicia, se considerará como «un hombre que sabe». Y, en efecto, en él se da un pedazo de algo que junto con otros pedazos no existentes en él constituyen verdaderamente el saber. Ésta es la situación íntima del especialista, que en los primeros años de este siglo ha llegado a su más frenética exageración. El especialista «sabe» muy bien su mínimo rincón de universo; pero ignora de raíz todo el resto.
He aquí un precioso ejemplar de este extraño hombre nuevo que he intentado, por una y otra de sus vertientes y haces, definir. He dicho que era una configuración humana sin par en toda la historia. El especialista nos sirve para concretar enérgicamente la especie y hacernos ver todo el radicalismo de su novedad. Porque antes los hombres podían dividirse, sencillamente, en sabios e ignorantes, en más o menos sabios y más o menos ignorantes. Pero el especialista no puede ser subsumido bajo ninguna de esas dos categorías. No es un sabio, porque ignora formalmente cuanto no entra en su especialidad; pero tampoco es un ignorante, porque es «un hombre de ciencia» y conoce muy bien su porciúncula de universo. Habremos de decir, que es un sabio-ignorante, cosa sobremanera grave, pues significa que es un señor el cual se comportará en todas las cuestiones que ignora, no como un ignorante, sino con toda la petulancia de quien en su cuestión especial es un sabio.
Y, en efecto, éste es el comportamiento del especialista. En política, en arte, en los usos sociales, en las otras ciencias tomará posiciones de primitivo, de ignorantísimo; pero las tomará con energía y suficiencia, sin admitir –y esto es lo paradójico– especialistas de esas cosas. Al especializarlo, la civilización le ha hecho hermético y satisfecho dentro de su limitación; pero esta misma sensación íntima de dominio y valía le llevará a querer predominar fuera de su especialidad. De donde resulta que aun en este caso, que representa un máximun de hombre cualificado –especialismo– y, por lo tanto, lo más opuesto al hombre-masa, el resultado es que se comportará sin cualificación y como hombre-masa en casi todas las esferas de la vida.
La advertencia no es vaga. Quienquiera puede observar la estupidez con que piensan, juzgan y actúan hoy en política, en arte, en religión y en los problemas generales de la vida y el mundo los «hombres de ciencia», y claro es, tras ellos, médicos, ingenieros, financieros, profesores, etcétera. Esa condición de «no escuchar», de no someterse a instancias superiores que reiteradamente he presentado como característica del hombre-masa, llega al colmo precisamente en estos hombres parcialmente cualificados. Ellos simbolizan, y en gran parte constituyen, el imperio actual de las masas, y. su barbarie es la causa inmediata de la desmoralización europea.
Por otra parte, significan el más claro y preciso ejemplo de cómo la civilización del último siglo, abandonada a su propia inclinación, ha producido este brote de primitivismo y barbarie.
El resultado más inmediato de este especialismo no compensado ha sido que hoy, cuando hay mayor número de «hombres de ciencia» que nunca, haya muchos menos hombres «cultos» que, por ejemplo, hacia 1750. Y lo peor es que con esos pachones del asador científico ni siquiera está asegurado el progreso íntimo de la ciencia. Porque ésta necesita de tiempo en tiempo, como orgánica regulación de su propio incremento, una labor de reconstitución, y, como he dicho, esto requiere un esfuerzo de unificación, cada vez más difícil, que cada vez complica regiones más vastas del saber total. Newton pudo crear su sistema físico sin saber mucha filosofía, pero Einstein ha necesitado saturarse de Kant y de Mach para poder llegar a su aguda síntesis. Kant y Mach –con estos nombres se simboliza sólo la masa enorme de pensamientos filosóficos y psicológicos que han influido en Einstein– han servido para liberar la mente de éste y dejarle la vía franca hacia su innovación. Pero Einstein no es suficiente. La física entra en la crisis más honda de su historia, y sólo podrá salvarla una nueva enciclopedia más sistemática que la primera.
El especialismo, pues, que ha hecho posible el progreso de la ciencia experimental durante un siglo, se aproxima a una etapa en que no podrá avanzar por sí mismo si no se encarga una generación mejor de construirle un nuevo asador más poderoso.
Pero si el especialista desconoce la fisiología interna de la ciencia que cultiva, mucho más radicalmente ignora las condiciones históricas de su perduración, es decir, cómo tienen que estar organizados la sociedad y el corazón del hombre para que pueda seguir habiendo investigadores. El descenso de vocaciones científicas que en estos años se observa –y a que ya aludí– es un síntoma preocupante para todo el que tenga una idea clara de lo que es civilización, la idea que suele faltar al típico «hombre de ciencia», cima de nuestra actual civilización. También él cree que la civilización está ahí, simplemente, como la corteza terrestre y la selva primigenia.
José Ortega y Gasset