Fotografía: Spanish Revolution
Nota.— Hace dos semanas, publicamos una reseña de Ecofascismo, el último libro de Carlos Taibo, primero editado en España y luego en Argentina. Hoy damos a conocer la entrevista que le realizamos con posterioridad, donde hablamos del contenido de la obra, pero también de otros tópicos de actualidad no menos interesantes. Quienes no hayan leído la recensión bibliográfica de nuestro compañero Ariel Petruccelli y deseen hacerlo, aquí tienen el enlace. Nuestra profunda gratitud con el entrevistado por su predisposición y amabilidad.
El debate en torno a un eventual colapso ecosocial tiene larga data y bastante intensidad en España. En nuestras geografías es apenas un debate incipiente. En general, la posibilidad de un colapso se asocia, al parecer, a dos variables críticas: el cambio climático y el agotamiento de los recursos energéticos no renovables. En los medios masivos de comunicación, sin embargo, al menos en América Latina, se habla mucho de lo primero y casi nada de lo segundo. ¿Sucede lo mismo en su país? Y si tal fuera el caso, ¿qué explicación daría de este fenómeno?
Lo primero que debo señalar es que el debate sobre un posible colapso general lo es, en España, y pese a las apariencias, de minorías. A duras penas se asoma al discurso político al uso y a los medios de incomunicación. Aunque está presente, en cambio, y llamativamente, en la literatura y en el cine, sospecho que la mayoría de las manifestaciones del fenómeno tienen que ver con un código de ocio, de diversión y de distracción, muy lejos del horizonte de alentar al respecto un pensamiento crítico. Esto aparte, soy consciente de que el propio concepto de colapso exhibe, o puede exhibir, cierta dimensión etnocéntrica. En el Norte rico comparamos el escenario de hoy con algo que puede manifestarse en el futuro; en el Sur global el colapso es, por el contrario, una realidad que está ya presente por todas partes.
Me cuesta trabajo, por lo demás, responder a la pregunta relativa al relieve que corresponde, en la discusión española, al cambio climático y al agotamiento de las materias primas (de las energéticas y de las no energéticas, ojo). Supongo que al respecto un elemento interesante es el hecho de que la economía depende claramente, en el día a día, de las materias primas en cuestión, de tal forma que los efectos de su agotamiento son más claros, por inmediatos, que los del cambio climático. Pero, aun así, entiendo que el escenario no es muy diferente del latinoamericano.
En Ecofascismo, usted argumenta que las derivas autoritarias potencialmente asociadas a la crisis ecosocial podrían venir muy fuertemente no sólo de minorías ultraideológicas que habitan los márgenes de la vida política, sino del seno mismo de las tecnocracias estatales y empresariales. ¿Podría abundar en esta hipótesis?
En efecto. Procuro subrayar que cuando hablo de ecofascismo no estoy pensando, o no lo estoy haciendo de forma singular, en marginales grupos neonazis o de extrema derecha. Estoy pensando, antes bien, en un proyecto que nace en el seno de algunos de los principales centros de poder político y económico, cada vez más conscientes de la escasez que se avecina y cada vez más firmemente decididos a preservar en unas pocas manos esos recursos escasos al amparo de un horizonte de darwinismo social militarizado. La perspectiva que invoco tiene mucho que ver con las prácticas más conocidas del colonialismo de siempre, en el buen entendido de que, en este caso, en la raíz de muchos movimientos –obviamente no de todos– hay razones vinculadas con los costos ingentes derivados del cambio climático y con el agotamiento de las materias primas del que antes hablábamos.
Me interesa subrayar, en este orden de cosas, que la extrema derecha –olvidaré las discusiones relativas a la idoneidad del término– es comúnmente negacionista: niega que exista el cambio climático, o en su defecto asevera que este último no ha sido provocado por la acción humana, de la misma suerte que niega que las materias primas se estén agotando. El ecofascismo, sin embargo, no es un proyecto negacionista. Se asienta, muy al contrario, en la certificación del relieve de los dos fenómenos mencionados.
Cierto es, en fin, que la discusión que propongo se ve marcada en un grado u otro por el hecho de que, lo que en su momento pudieron parecer posiciones ideológicas ultraminoritarias –las de la extrema derecha–, hoy ya no lo parecen tanto en muchos escenarios. Al fin y al cabo, a partir de 1933 los propios nazis dejaron de ser una fuerza minoritaria en Alemania.
En su libro, dedica usted un capítulo a la pandemia de Covid-19, a la que ve como una estación intermedia. En Kalewche (y Corsario Rojo) hemos analizado en reiteradas ocasiones este fenómeno, de manera muy crítica a las respuestas dominantes. ¿Cree usted que las miradas y las respuestas ofrecidas desde la izquierda fueron inadecuadas? Y en tal caso, ¿cómo explicarlo?
Bien sabéis que conozco, y he utilizado, vuestras reflexiones sobre la pandemia, con las que me siento muy identificado. Aunque no me cuesta trabajo aceptar que el escenario de esta disputa era complejo, como balance general me parece que hay que concluir que la izquierda –habría que determinar, claro, cuál es el significado preciso que atribuimos a este término– no estuvo a la altura de las circunstancias. Al respecto, y al menos en lo que hace a la izquierda que vive en las instituciones y cree en ellas, pueden invocarse señales varias: la primacía de un discurso manifiestamente estatolátrico, la aceptación de que se imponía el despliegue de fórmulas represivas, el acatamiento de las imposiciones de la industria farmacéutica y la aniquilación de las numerosas iniciativas de apoyo mutuo popular que planteaban un horizonte de respuesta social, autogestionada, desde la base. Más allá de todo ello, creo que pocas fueron las personas, y los movimientos, que se percataron de lo que la gestión estatal de la pandemia supuso, de la mano de un formidable ejercicio de servidumbre voluntaria de poblaciones enteras, en materia de acumulación de conocimientos y experiencias de cara al despliegue de un eventual proyecto ecofascista.
Entre las causas de tantos silencios y concesiones se cuentan, a buen seguro, la integración de la izquierda de la que hablo en la lógica del sistema, el alejamiento con respecto a los movimientos de base popular y autogestionaria, la incapacidad consiguiente de contrarrestar el discurso dominante y, en suma, la aceptación de muchas de las aberraciones de una propuesta que, aparentemente tecnocrática, ocultaba intereses muy connotados.
Desde hace muchos años, es usted partidario del decrecentismo. Los críticos del decrecentismo suelen decir que los decrecentistas son excesivamente catastrofistas y que no ofrecen alternativas claras ni en términos políticos, ni en términos económicos, ni en términos sociales. ¿Qué clase de decrecentismo es el que usted propugna?
Hay muchas modulaciones del discurso decrecentista. No creo que la que yo abrazo sea catastrofista. Interpreto que se asienta en un pronóstico racional y probabilístico que llama la atención sobre riesgos muy reales, pero que no apunta al respecto certezas manifiestas. En cualquier caso, prefiero mi opción a la que defienden algunos de esos críticos del decrecentismo, que no es otra cosa que el sistema imperante, en el mejor de los casos en la forma de un capitalismo verde que en muchos escenarios del Sur huele poderosamente, eso sí, a ecofascismo.
Muchas veces he señalado, por lo demás, que para mí lo del decrecimiento es un lema o, mejor aún, una perspectiva que conviene agregar a lo que postulan grandes cosmovisiones como las aportadas por determinadas corrientes, más bien heterodoxas, derivadas del pensamiento de Marx o con las prácticas abrazadas por el mundo anarquista/libertario. A menudo he señalado que, a mis ojos, cualquier horizonte de superación del capitalismo en el inicio del siglo XXI tiene que ser, por definición, autogestionario, decrecentista, antipatriarcal e internacionalista. Y tiene que serlo porque, de lo contrario, estará moviendo, acaso muy a su pesar, el carro del sistema que dice, o que cree, contestar.
Así las cosas, la alternativa no la ofrece el decrecimiento, o no la ofrece en lugar prominente; y ello por mucho que en España hayan aparecido recientemente algunos estudios, interesantes, sobre lo que debería incorporar un programa decrecentista. La determinan esas grandes cosmovisiones que acabo de invocar, en la forma, qué sé yo, de la abolición del trabajo asalariado y de la mercancía, o en la de la socialización y la autogestión de los medios de producción. Las cosas como fueren, mi propuesta decrecentista exige su combinación con la lucha de clases y con la lucha anticolonial. Se materializa, hoy por hoy, en verbos como rerruralizar, destecnologizar, despatriarcalizar, descolonizar, descomplejizar y desmilitarizar nuestras mentes, nuestras vidas y nuestras sociedades. Con el agregado de que es una perspectiva claramente concebida para su aplicación en los países ricos del Norte.
Como estudioso de Europa oriental, ha investigado usted el caso ucraniano y ha escrito incluso sobre la actual guerra. ¿Qué perspectivas ve en la actual conflagración entre Rusia y Ucrania/OTAN? ¿Cree que esta guerra se relaciona con la situación energética en alguna medida?
No es sencillo engarzar la guerra que se libra en buena parte de Ucrania con las grandes discusiones relativas a un eventual colapso o al ecofascismo. Aun con ello, creo que ese conflicto remite a cuatro disputas importantes.
La primera es, ciertamente, la que se refiere a materias primas energéticas manifiestamente escasas. En este terreno, despuntan dos fenómenos: el incremento sustancial registrado en las exportaciones estadounidenses de petróleo y, sobre todo, de gas natural, y el hecho de que, pese a las sanciones occidentales, Rusia sigue exportando, también, grandes cantidades de esas dos materias primas energéticas. Hace unos días, corrió por aquí la noticia de que España nunca había comprado tanto gas natural ruso como en los dos últimos años. Me permito agregar que las sanciones occidentales sobre Rusia, aparte de castigar, claro, a esta última, hacen mucho más daño a la Unión Europea que a Estados Unidos: el comercio bilateral de la primera con Rusia era, antes de 2022, quince veces superior al que mantenía Estados Unidos.
La segunda disputa remite a lo que algunos estudiosos, con un lenguaje un poco abstruso, describen como la diversificación de dos líneas de creación del valor: la occidental, por un lado, y la rusochina, por el otro. Si, en realidad, el proyecto de la globalización capitalista había entrado en crisis mucho antes de la guerra de Ucrania, parecería como si esta última le diese la puntilla, en el buen entendido de que la teorización correspondiente no deja de plantear problemas. Si uno de ellos lo aportan las dudas en lo que respecta a una no tan evidente alianza entre Rusia y China, otro llega de la mano de la certificación de que, pese a las apariencias de hoy, no es en modo alguno descartable un horizonte inquietante: el de que las élites responsables de esas dos líneas de generación del valor acaben buscando acuerdos, en un grado u otro, inspirados en un proyecto ecofascista de escala planetaria.
Una tercera discusión bebe de la certificación, a mi entender insoslayable, de que no hay imperio bueno (y prefiero esquivar ahora las controversias generadas por el empleo de ese sustantivo). Quien no se haya percatado de las condiciones que los Estados Unidos pretenden imponer, con razonable éxito, en Ucrania, tiene problemas graves para comprender el núcleo de la trama imperante en el planeta contemporáneo –con China en el centro de la belicosidad norteamericana–; y quien piense que hay algún proyecto de justicia y de solidaridad en la Rusia de Putin y en la mentada China de Xi Jinping, anda visiblemente fuera de juego.
El cuarto debate, en fin, no es otro que el de la militarización del planeta. En febrero de 2022, el presidente ruso, Vladímir Putin, realizó un regalo espléndido a una organización mortecina que se hace llamar del Tratado del Atlántico Norte. Al amparo de ese regalo, son ya una cruda realidad el crecimiento espectacular de los gastos en defensa, el despliegue de negocios muy prósperos en provecho de la industria militar, un creciente autoritarismo, la represión de todas las disidencias e intervenciones militares que no van a precisar la etiqueta, edulcoradora, de «humanitarias». Y esto tanto en el mundo occidental como en el de sus supuestos, o reales, enemigos. Por no hablar, claro, del renacido riesgo de una guerra nuclear.
La guerra de Ucrania parece ser otro fenómeno difícil de asir para las izquierdas, tanto las de filiación anarquista como marxista. ¿Está de acuerdo? ¿Dónde reside, a su juicio, eventualmente, esa dificultad?
El conflicto es difícil, ciertamente, de procesar. Y más difícil aún parece actuar en relación con él. Creo que las razones son varias. Una de ellas la aporta la necesidad de simultanear una crítica del imperialismo occidental y otra del ruso en un escenario en el que unos y otros demandan adhesiones fuertes e inquebrantables. A los ojos de muchos, quien repudia lo que hace la OTAN no puede ser sino un vendido a la Rusia putiniana, y quien critica a esta última no puede ser sino un sicario de la OTAN. Romper este juego maniqueo lleva su trabajo. En este orden de cosas, es necesario fundir una contestación activa del militarismo occidental, materializado en las tres últimas décadas en un cerco sobre Rusia lleno de provocaciones, y contestar activamente lo que significa la Rusia de estas horas en términos de pulsión imperial, nacionalismo étnico, discurso neoconservador, lacerantes desigualdades y represión de toda disidencia.
Mayor relieve tiene tal vez, con todo, la dificultad de encontrar aliados locales que se ajusten al lema “no a la guerra entre los pueblos, no a la paz entre las clases”. Hemos dejado a su suerte a quienes, en Ucrania como en Rusia, acaso no muchos, se proponían mantener una relación fluida entre los pueblos y rechazaban los discursos, de nuevo maniqueos y militaristas, claramente marcados por una condición de clase, de los gobernantes respectivos. Llamativo es que en marzo de 2022 la Unión Europea rehuyese aceptar la demanda, formulada por la Internacional de Resistentes contra la Guerra, encaminada a que se reconociese la condición de refugiados a los insumisos ucranianos y rusos. De por medio, creo que lo que se ha revelado ha sido una lamentable insensibilidad ante el sufrimiento ajeno.
Pero en un tercer y último escalón, hay que preguntarse también por qué nos preocupan conflictos como los de Ucrania y, ahora, Palestina, pero apenas nos interesan otros muchos. Cualquier respuesta antes esa pregunta nos deja –me temo– en mal lugar. Prefiero, aun con ello, la zozobra y las dudas que se derivan de todo lo anterior a las certezas y las adhesiones inquebrantables que se revelan por todas partes.