Por qué Sartre? ¿Por qué Sartre hoy? Adentrados de lleno en la dinámica frenética del siglo XXI –en sus vaivenes políticos, sus crisis, sus desafíos tecnológicos, sus redes virtuales, sus guerras, sus pandemias–, la figura del intelectual francés parece muy lejana. Nada de lo que vivió, ni de lo que lo condujo a posicionarse política y filosóficamente en su contexto histórico, parece haber sobrevivido. La Guerra Fría concluyó hace más de 30 años, y con ella desapareció la Unión Soviética, el faro político de la izquierda internacional que, para bien o para mal, constituyó por décadas el referente obligado de todos aquellos que sostenían una crítica a la sociedad capitalista y a sus efectos más nocivos. Los partidos comunistas, las luchas sindicales, los movimientos anticapitalistas, las guerrillas se difuminaron con el tiempo hasta conformar un recuerdo vago de luchas e ilusiones casi perdidas. El «consenso democrático» se impuso silenciosamente, y los que decidieron seguir protestando, lejos de cuestionar dicho consenso, se alinearon a sus principios básicos y redirigieron sus fuerzas al reclamo de determinados derechos y a la solución de determinados problemas en el marco de una mercantilización acelerada y apenas cuestionada. Los sujetos políticos dijeron adiós al proletariado y se volvieron, de pronto, ecologistas, feministas, poscolonialistas, integrantes del movimiento LGBT+, etc. En el plano teórico, se declaró la muerte de los grandes relatos, en especial del marxismo, y se dio paso a un relativismo epistémico que adquirió la forma política del pluralismo y del multiculturalismo globalizado. En una de sus tantas paradojas antinómicas, el capitalismo devino global cantando loas a los particularismos y a los etnicismos, tan caros a los decoloniales, mientras, en la práctica, los reducía a escombros. Finalmente, con pocas excepciones, los intelectuales abandonaron la plaza pública para regresar a la academia y resguardarse en el frío universo de los cubículos y las revistas indexadas de reproducción endogámica.

Visto desde la óptica de nuestra época, Sartre representa todo lo que hoy resulta inadecuado: el firme compromiso político de sus escritos filosóficos y literarios, su activismo comunista, su justificación de la violencia revolucionaria y anticolonial, su racionalismo inquebrantable, su crítica a la democracia burguesa, su defensa irrestricta de un sentido de la Historia… Todo esto resulta deleznable para una época que cedió su voluntad al liberalismo hegemónico y al discurso de lo «políticamente correcto», disfrazado de conducta radical y libertaria. ¿Por qué, entonces, Sartre? ¿Por qué regresar a un pensador que le habló a otra época, con intereses diametralmente distintos a los nuestros, y sostuvo tesis que hoy le parecen inaceptables a la mayoría política e intelectual? ¿Se trata simplemente de una provocación, una bravata, o hay un trasfondo que obligue a revalorar la intervención literaria y teórica de uno de los intelectuales más prominentes del siglo XX?

No hay, por supuesto, de nuestra parte, ninguna provocación de fondo, por lo menos no una intencional o consciente. A la época contemporánea, claro, todo lo que se aleja de la narración dominante, de la fe inamovible en la democracia liberal, la «libertad de expresión», la globalización, el «multiculturalismo», el mercado, el discurso de género, etc., le parece una provocación escandalosa, digna de la condena inmediata en todas las redes sociales y en los mass media. El dogma hegemónico reprueba cualquier intento de cuestionar radicalmente sus verdades indubitables y –fiel a su perspectiva ideológica de supuesta «neutralidad» política– iguala, de manera irresponsable y banal, los despropósitos de la ultraderecha (de mentalidad reaccionaria y terraplanista) con las intervenciones críticas de los pocos pensadores y activistas que intentan ir más allá de las categorías superficiales con las que el sistema pretende justificar su existencia. Despolitiza y confunde, generando culpa, temor y, finalmente, sometimiento moral e intelectual a sus principios. Es un dogma que se retroalimenta de las desviaciones que inspira.

Lo primero que resalta, desde este mirador, en la obra y vida de Sartre, es su ferviente antidogmatismo. Incluso antes de que trazara rutas de entendimiento con el marxismo, Sartre fue un pensador que se opuso decididamente a todo intento de arrebatarle la libre voluntad a los sujetos concretos en nombre del destino, el inconsciente, el ser, la naturaleza o la Historia; de tal manera que elaboró, desde el comienzo, una filosofía de la libertad que afirmaba sin tapujos la autonomía y la responsabilidad absoluta de los individuos, y caracterizaba como mala fe toda tentativa de escapar de esa realidad para resguardarse en el refugio de la inexorabilidad ontológica, biológica, social o histórica (y hoy podríamos agregar: cultural). Los individuos son libres en esencia, e incluso su sometimiento psicológico, social, jurídico y económico encuentra su raíz última en la libre esclavitud, en el libre vasallaje.* Nadie puede, aunque lo intente, huir de su responsabilidad. En nuestro mundo, en cambio, la mala fe impera por doquier: se bombardea en nombre de los derechos humanos, se cree ver libertad allí donde impera la alienación, se censura en nombre de la democracia, quienes destruyen el planeta nos lanzan admoniciones morales para salvarlo, en nombre de la igualdad se inventan diferencias y asimetrías, apelando a la justicia social los ricos son cada vez más ricos y los pobres más pobres… ¿No son razones suficientes para regresar a Sartre?

El discurso filosófico y moral de Sartre es incómodo desde la primera línea porque deriva en una exigencia de coherencia absoluta entre nuestros proyectos y nuestra capacidad inviolable de decisión y acción, lo cual choca con la tendencia espontánea del humano –en conexión con la angustia existencial y el temor que genera la incerteza del porvenir– a disculpar sus propios actos como productos del destino o las circunstancias. Esta radicalidad filosófica del pensamiento existencialista de la libertad, una vez que Sartre encontró el camino hacia el marxismo y la crítica a la sociedad capitalista, lo llevó a enfrentarse con las posturas oficiales y dogmáticas de los partidos comunistas y con la vulgata marxista-leninista impuesta desde la Unión Soviética. Su punto de partida fue la crítica a la vanguardia intelectual del Partido Comunista Francés, a la cual acusó correctamente de reproducir un materialismo metafísico, cargado de categorías antidialécticas contrarias a la obra de Marx; y la denuncia de los dogmas estalinistas, que nada tenían que ver con el espíritu revolucionario del comunismo. Simpatizó, ciertamente, con la Unión Soviética, pero nunca asumió sus posturas oficiales ni se sometió a la doctrina del socialismo en un solo país; denunció públicamente la insensatez de las intervenciones en Hungría (1956) y Checoslovaquia (1968), y apoyó al movimiento del 68 con entusiasmo y respeto, convirtiéndose –junto a Henri Lefebvre– en uno de los mentores intelectuales de los jóvenes rebeldes; en contra del fervor nacionalista francés, expresó sus simpatías con la lucha argelina de liberación y fue un aliado moral e intelectual del Tercer Mundo.

Esas posiciones filosóficas, políticas y morales se reflejaron de manera coherente en sus productos teóricos y literarios. Como lo constata el magnífico ensayo ¿Qué es la literatura?, su defensa de la llamada «literatura comprometida» no tuvo nada que ver con la sumisión política a un partido o a un líder, sino con la demostración impecable de que no hay forma de desvincular, en el terreno de la prosa, las palabras de sus contenidos, y que sólo un acto de mala fe puede desentenderse de lo que se escribe y plantea públicamente, puesto que las letras manifiestan ideas y las ideas están ligadas, de manera velada o abierta, con el autor que las expresa y sustenta. Comprometerse con la literatura significa comprometerse con las ideas que se expresan a través de ella, y no esconderse en el subterfugio de la inspiración, el inconsciente o la pureza formalista de l’art pour l’art. La literatura es también un campo de batalla, y como todo campo de batalla, exige que sus participantes tomen posición y asuman las consecuencias de sus dichos y sus actos.

Para el Sartre marxista, el que toma forma plena en una de las más geniales obras filosóficas del siglo XX, Crítica de la razón dialéctica, el materialismo dialéctico no puede ser comprendido nunca como el método infalible para entender a priori la totalidad de los acontecimientos que constituyen la Historia y su devenir, sino que su puesta en práctica requiere reconocer que se trata de una totalización siempre en curso de realizarse desde las voluntades libres de los sujetos, que, por su misma condición libre, no pueden nunca fungir como totalizadores que cierren o definan su sentido de antemano. La Historia es entendida, así, como una totalización abierta, nunca como una totalidad cerrada y abstracta. Una obra de todos y de nadie.

Sartre fue, pues, un antidogmático radical que, tomando posición, comprometiéndose a plenitud con sus ideas, con su pensamiento, con sus actos, no se sometió jamás a partido, idea o persona alguna. Fue un ejemplo de la defensa irrestricta de la libertad en situación, esto es, de la experiencia concreta de la subjetividad en el contexto histórico, político, social y cultural que le tocó vivir y padecer, a pesar de las críticas y ataques que ello le acarreó. Ese es, precisamente, el ejemplo que rescatamos hoy, en esta época dogmática que, desde la mala fe ideológica que la caracteriza, rehúye al reconocimiento de su credo inamovible, y lo presenta como el culmen de la experiencia democrática y la libertad. Al contrario, se trata de un mundo de sometimiento político, de estado de excepción permanente, de marginación económica y social, de recrudecimiento de la explotación y la miseria, de concentración de la riqueza, de fortalecimiento de las estructuras jerárquicas y clasistas, de destrucción ecológica, de reducción de las oportunidades de realización personal, de idiotización y manipulación ideológica en todos los niveles culturales, especialmente los relacionados con los nuevos medios tecnológicos y digitales de comunicación. Todo esto oculta la ideología dogmática del capitalismo liberal contemporáneo; todo esto promueve desde su fachada de libertad y democracia. Pero para denunciarlo, para hacerlo visible, es necesario formar voluntades firmes que no se arredren ante las apariencias dogmáticas e ideológicas, y las confronten con decisión, inteligencia, creatividad y pasión. Sartre es un ejemplo de esa posibilidad militante y libre de la acción teórica y política. Por eso lo retomamos hoy.

En este, su tercer número, Corsario Rojo propone un recorrido monográfico por la obra y la vida de Jean-Paul Sartre. La ruta de navegación es la siguiente. Comienza por mares poco transitados: la traducción y presentación de un capítulo del tomo II, inacabado y póstumo, de la Crítica de la razón dialéctica (inédita en castellano), tarea acometida con destreza por el mexicano Carlos Herrera de la Fuente. Luego se adentra en las tumultuosas aguas de los años sesenta y setenta: un recuento excelso de la recepción de Sartre en Argentina a cargo de Eduardo Grüner, quien da a conocer íntegramente lo que es el estudio introductorio a una nueva y completa –por ahora demorada– edición castellana de El idiota de la familia, aquel monumental –aunque inconcluso– ensayo sobre Flaubert. A continuación, se recala en uno de los puertos favoritos de nuestro autor: Nicolás Torre analiza con detenimiento todas las inflexiones del concepto sartreano de libertad. Por último, en una travesía transatlántica que enlaza la América del Sur con la Europa mediterránea, Buenos Aires con Zaragoza, la académica rioplatense Yanina Lo Feudo entrevista al intelectual español Juan Manuel Aragüés, especialista en Sartre. Es hora de abordar. Que este número nos inspire a todos.

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Colectivo Kalewche


NOTA

* Ésta es la posición extrema que Sartre desarrolla en El Ser y la Nada, pero que irá matizando conforme avance en el estudio y la comprensión de los fenómenos sociales con el apoyo del marxismo. Para el Sartre posterior, no hay forma de entender al sujeto concreto si no es desde la dialéctica entre libertad y necesidad, que condiciona su actuar proyectivo en el mundo.