John Searle a los 85 años, en la provincia lombarda de Como, Italia, en septiembre de 2017. Fotografía de Leonardo Cendamo. Fuente: Getty Images.
En septiembre de este año falleció John Searle. Nacido en 1932, Searle ha sido uno de los filósofos más importantes de finales del siglo XX y comienzos del XXI. Su especialidad era la filosofía del lenguaje, campo en el que desarrolló una interpretación realista que marchaba en la dirección opuesta a la tendencia dominante. Su libro La construcción de la realidad social (1997) es una obra maestra que polemiza mesuradamente con las exageraciones del constructivismo y con las nuevas formas de irracionalismo. Pero si de cara a las ciencias sociales cuestionó la exorbitante atribución de influencia al lenguaje y las ingenuidades del relativismo y del constructivismo lingüístico y social, de cara a las ciencias naturales fue un crítico severo de la reducción del pensamiento humano a cálculo computacional (la ilusión detrás de la inteligencia artificial). En Mentes, cerebros y programas (1980), expuso su célebre experimento de “la habitación china”, por el que demostraba cómo una máquina puede realizar una acción sin siquiera entender lo que hace ni por qué lo hace. En La mente: una breve introducción (2004), expuso la que quizá sea la mejor discusión sobre el viejo problema teológico y filosófico del “libre albedrío”.
Nuestra compañera Lorena Vargas Ampuero ha escrito las siguientes líneas en su homenaje.
El 17 de septiembre falleció John Searle. Sin embargo, supe de ello hace unos días, un mes y pico después, por un comentario al pasar hecho por un colega del equipo de investigación al que pertenezco. “¿Vieron que falleció John Seale?”, dijo, y terminó el paréntesis de lo que estaba diciendo. Nadie estaba al tanto, y a nadie parecía importarle. Pero a mí sí. Ignoro si mis colegas notaron algo, pero en el momento en que lo supe sentí que mi corazón latía con fuerza. Una ola de sudor recorrió mi espalda, mientras imaginaba que un torrente de sangre circulaba por mis piernas y brazos. Me faltaba el aire. Luego sentí ganas de llorar, unas ganas locas, pero no pude hacerlo. No era el contexto. Ahora, en retrospectiva, me pregunto: ¿habrá un contexto para hacerlo? Detrás de esa tristeza se esconde una historia curiosa, acaso insólita, en la que la distancia es tirana y, sin embargo, el tiempo y el espacio se tornan porosos.
La pena en sí, pude comprender más tarde, estaba menos relacionada con su fallecimiento, a los 93 años, que con el hecho del egoísmo propio de la condición humana: caer en la cuenta de que ya nunca podría conocerlo, ya nunca escribiría nada más, ya nunca podría volver a leer algo nuevo que haya escrito.
Conocí la obra de John Searle a partir del programa de la cátedra paralela de Teoría de la Historia, dictada por Ariel Petruccelli, a mediados de 2006. A partir de 2007, me sumergí en la investigación de lo que luego sería mi tesis de licenciatura en Historia. Sin embargo, me parecía un imperativo categórico aprovechar mi trabajo como ayudante alumna en esa clase para –a partir de ese trabajo y en conjunto con la investigación– averiguar qué tipo de intelectual quería ser. Y eso implicaba adoptar una visión del mundo. De todo ese programa, me pareció que el trabajo de Searle era aquel que mejor podía ayudarme a construir esa visión del mundo, junto con Crítica de la razón dialéctica de Jean-Paul Sartre. Pero esta historia no es sobre Sartre, sino sobre Searle.
Cuando llegó a mis manos la fotocopia prestada de La construcción de la realidad social, recuerdo haber dedicado tres días, un fin de semana largo en plena primavera, a leerlo de manera íntegra y concienzuda, encerrada en la habitación de la pensión que alquilaba. A disfrutarlo, a tratar de comprender aquello que, con tanta claridad, pero no sin un necesario esfuerzo, estaba diciendo Searle sobre una ontología y epistemología alejadas del giro lingüístico que, en esos momentos, dominaba su disciplina: la filosofía del lenguaje. Era una visión a contrapelo de las modas académicas: crítica, realista, mordaz, audaz, pretenciosa. En buena medida, Searle defendía todo aquello que por esos días se había transformado en anatema, y que aún lo sigue siendo. John Searle jamás se escudó detrás de las falsas modestias al discutir con otras grandes figuras de la ciencia y la filosofía. Argumentaba con rigor y debatía sin pelos en la lengua.
Luego de ese contacto inicial, las obras de Searle inspiraron todas mis investigaciones, junto con el existencialismo sartreano. En el fondo, aunque no los mencione, Sartre y Searle siempre están ahí.
Unos días después de leer La construcción de la realidad social, le dije a Petruccelli soñando en voz alta “¡cómo me gustaría que Searle leyera lo que escribí!”. A lo que él contestó, “conseguí su correo electrónico y escribile”, encogiéndose de hombros. Entonces le escribí, en una época en que escribir un email, al menos para la gente de mi clase social, implicaba ir al ciber. Consideré ese email un mensaje en una botella. Me presenté tímidamente, expliqué la situación, adjunté un archivo con el borrador de la tesis y lo envié, olvidando el asunto y sin esperar respuesta.
Para mi sorpresa, dos semanas después tenía en la bandeja de entrada un correo de John Searle. Recuerdo que tardé un rato en abrirlo. Tenía temor a la respuesta… Cuando finalmente lo abrí, descubrí detrás del intelectual brillante a un ser humano que rebosaba modestia y humildad. Se había tomado el trabajo no sólo de leer el escrito, sino de comentarlo. Searle se sentía honrado de recibir una aplicación de sus conceptos, y también sorprendido porque dicho empleo tuviera lugar en un área donde jamás imaginó que fuera aplicable: la historia de la música popular. En suma, como suele decir la antropóloga Lucía Caisso, supo leer con generosidad. Lo que, en estos tiempos, no pasa muy seguido que digamos. Mucho menos si se trata de leer e intercambiar ideas entre perfectos desconocidos. La verdad es que yo no tenía nada para darle, salvo ese borrador. Y tampoco deseaba pedirle nada. En un mundo académico donde cada intercambio supone un compromiso de dar en forma condicionada, que alguien en una posición de poder pueda leer generosamente origina ineludiblemente gratitud, e incluso sorpresa ante semejante falta de arrogancia.
De todos los libros en el mundo, se tomó el trabajo de leer el mío, de responder mis emails y de halagar un trabajo hecho de forma artesanal, sin becas ni subvenciones, en una tierra remota.
A partir de allí, mantuvimos a lo largo de los años un intercambio amistoso de correos electrónicos, que cesó en 2014. No voy a exponer aquí esas conversaciones. Sólo daré cuenta de su último mensaje:
“Dear Lorena, Thank you for your kind thoughts. It would be very great to meet you in person and discuss these issues. Best wishes, John Searle”
[Gracias Lorena, gracias por sus amables palabras. Sería un placer conocerla en persona y conversar sobre estos temas. Los mejores deseos, John Searle.]
Lorena Vargas Ampuero