Fotografía: retrato de Peter Bichsel (2018) por Isolde Ohlbaum para la agencia Laif. Fuente: www.tagblatt.ch
Peter Bichsel nació en 1935 en Lucerna, Suiza. De niño se mudó al cantón de Solothurn –Soleura en español–, de habla alemana, donde actualmente reside. Estudió para ser maestro de escuela primaria y ejerció la docencia durante más de una década. En los años 60 comenzó a escribir y publicar. En 1964 llamó la atención de la crítica con su colección de microrrelatos [Kürzestgeschichten] titulado En realidad, la señora Blum quería conocer al lechero [Eigentlich wollte Frau Blum den Milchmann kennenlernen], y fue premiado y acogido por el llamado Grupo 47, conformado por escritores de lengua alemana que buscaban revitalizar la literatura de posguerra. Es uno de los escritores suizos vivos más conocidos. Su prosa es minimalista, despojada de frases largas y adjetivaciones. Bichsel narra historias breves de gente sencilla, pero que encierran grandes interrogantes existenciales. En la edición alemana de Eigentlich wollte Frau Blum… realizada por Suhrkamp (Fráncfort del Meno, 1996) podemos leer: “el autor ha conseguido algo único para su tiempo y para el nuestro: registrar sucesos cotidianos de forma lacónica, casi sin emoción, observando de cerca y sin embargo conmoviendo, y «extraer» de ellos historias, cada una de las cuales tiene la mundanidad y la profundidad de una epopeya”. Su estilo lacónico, simplista, no debe conducirnos a subestimar su hondura: el autor nos demuestra que es posible presentar situaciones sencillas y en un prosa simple y despojada, capaces de despertar reflexiones de una gran profundidad filosófica en el lector.
La narración breve que presentamos aquí pertenece a su libro de relatos Kindergeschichten (1969). El título de esta obra, que puede traducirse como Historias para niños/as o Historias infantiles, también puede dar lugar a equívocos, ya que no se trata de una obra exclusivamente infantil. Como toda buena obra literaria, los relatos allí contenidos admiten diversos niveles de comprensión. Siguiendo a María Teresa Andruetto –y también a Juan José Saer–, cabría hablar aquí sencillamente de una “literatura sin adjetivos”, ya que en el mercado editorial “se le atribuye a la literatura infantil la inocencia, la capacidad de adecuarse, de adaptarse, de divertir, de jugar, de enseñar y sobre todo la condición central de no incomodar ni desacomodar (…); la literatura infantil/juvenil se asimila con demasiada frecuencia a lo funcional y lo utilitario (…). De todo lo que tiene que ver con la escritura, la especificidad de destinatario es lo primero que exige una mirada alerta, porque es justamente allí donde más fácilmente anidan razones morales, políticas y de mercado.”1
Y lo que los textos de Bichsel consiguen es justamente incomodar y desacomodar las posiciones del llamado “sentido común”, cuyo convencionalismo no proviene de ninguna inmediatez originaria, sino que es el resultado de una construcción social fuertemente sobredeterminada. Sin embargo, es el carácter lúdico y cierto cuestionamiento a primera vista “inocente” de lo dado lo que articula la trama de estas historias. Y es justamente esa pretendida inocencia, junto a la intención lúdica, lo que solemos relacionar con el adjetivo “infantil”. Los personajes de Kindergeschichten comparten una mirada despojada de convencionalismos que no se limita a plantearse la pregunta “infantil” y, a la vez, profundamente filosófica “¿por qué algo es así y no de otra manera?”, sino que actúan como motivados por la intención de rebatir en la praxis la respuesta del sensato sentido común “es así porque así debe ser”. En ese sentido, el título del volumen es elocuente.
La contratapa de la edición alemana de Suhrkamp lo dice de la siguiente manera: “Siete historias para grandes y chicos, para lectores que no han dejado de preguntarse ¿qué pasaría si…?”. Los siete relatos del libro “convocan, de manera lúdica, a la reflexión”. Y acota: “Siete historias en las que excéntricos bichos raros, fracasados, ridículos rebeldes, descendientes del caballero de la triste figura se atreven a cuestionar la inmutabilidad de lo dado. Está el hombre que sabe, pero no cree, que la Tierra es redonda y tiene que comprobarlo; está aquel que da nuevos nombres a todas las cosas, de modo que los demás ya no lo entienden. Uno que afirma que América no existe; o está el inventor que solo inventa cosas que ya existen. El hombre que sabe de memoria todo el horario de trenes sin haber viajado nunca, y que, al enterarse de que los vendedores de boletos saben tanto como él, comienza a contar todos los escalones del mundo para llegar a saber algo que nadie más sabe”2.
El relato que traducimos del alemán y presentamos aquí en Kalewche nos muestra a un personaje bastante anodino, casi insustancial. Se trata de un hombre abstracto, pues “casi nada lo distingue de los demás”, que viste enteramente de gris, como para que ningún matiz lo aparte de su indeterminación ontológica y de su consecuente posibilidad de identificación universal. Nos corregimos: sabemos que es un hombre viejo y de cuello muy delgado. Pero estas características –su edad avanzada y cierta fragilidad asociada a ésta y a las dimensiones de su garganta– no contribuyen tanto a determinarlo, como más bien a des-sustancializarlo. La vida de nuestro hombre gris está marcada por el tedio y la monotonía. Un día soleado (que un día soleado se convierta en un día especial es algo que tiene mucho sentido para un habitante del Norte de Suiza) decide que algo tiene que cambiar, y sucumbe al fetichismo del cambio por el cambio mismo. Movido por la desmesura de una voluntad individualista que pretende ejercer una libertad absoluta se dispone a transformar a su capricho un fenómeno profundamente social como es el lenguaje, y termina por sufrir en su propio ser “el terror puro de lo negativo” –en palabras de Hegel– que acaba por menoscabar las posibilidades reales de su libertad efectiva. La “hipótesis fantástica”, como la llama Gianni Rodari, podría formularse en el caso de nuestro personaje así: “¿qué pasaría si el individualismo metodológico que afirma que lo colectivo no existe, sino sólo el individuo y su libertad absoluta, es llevado a sus últimas consecuencias, y aplicado a fenómenos sociales, como el lenguaje?”. Tal reductio ad absurdum de la premisa liberal, y a fortiori de la del libertarianismo liberticida de un Milei y sus seguidores, nos demuestra no sólo su falsedad, sino lo pernicioso de llevar dichas ideas a la práctica. Ni hablar del intento de refundar un Estado sobre tal premisa: el experimento mileísta no puede menos que terminar en una catástrofe social.
Quiero contarles acerca de un anciano, un hombre que ya no dice ni una sola palabra, que tiene un rostro cansado, demasiado cansado para sonreír y demasiado cansado como para enfadarse. Vive en un pueblo pequeño, al final de la calle o cerca del cruce. Casi no vale la pena describirlo, pues casi nada lo distingue de los demás. Lleva un sombrero gris, pantalones grises, un saco gris y un abrigo largo gris en invierno, y tiene un cuello delgado, cuya piel está seca y arrugada –los cuellos blancos de sus camisas le quedan demasiado holgados–.
Tiene su habitación en el último piso de la vivienda, quizás estuvo casado y tuvo hijos, quizás vivió en otro pueblo. Sin duda fue niño alguna vez, pero eso fue en una época en la que los niños vestían como adultos. Uno puede verlos así en el álbum de fotos de la abuela. En su habitación hay dos sillas, una mesa, una alfombra, una cama y un armario. Sobre una mesita hay un despertador; al lado, periódicos viejos y el álbum de fotos; de la pared cuelgan un espejo y un cuadro.
El anciano daba un paseo por la mañana y otro por la tarde, hablaba unas palabras con su vecino y, por las noches se sentaba a su mesa.
Eso nunca cambiaba, ni siquiera los domingos. Y cuando el hombre se sentaba a la mesa, oía el tictac del despertador, siempre el tictac del despertador.
Pero un día fue especial, soleado, ni demasiado caluroso ni demasiado frío, con el canto de los pájaros, con gente amable, con niños jugando… y lo especial fue que, al hombre, de repente, le gustó todo aquello.
Sonrió.
«Ahora todo va a cambiar», pensó.
Se desabrochó el botón superior de la camisa, agarró el sombrero, aceleró el paso, incluso hizo ruido con las rodillas al caminar, y se alegró. Llegó a su calle, saludó con la cabeza a los niños, entró a su casa, subió las escaleras, sacó las llaves del bolsillo y abrió su habitación.
Pero en la habitación todo estaba igual, una mesa, dos sillas, una cama. Y cuando se sentó, volvió a oír el tictac, y toda la alegría desapareció, porque nada había cambiado.
Y al hombre le invadió la rabia.
Vio en el espejo cómo su cara se ponía roja, cómo se le entrecerraban los ojos; entonces apretó las manos en forma de puños, las levantó y golpeó con ellas el tablero de la mesa, primero un solo golpe, luego otro, y entonces empezó a tamborilear sobre la mesa, gritando una y otra vez:
«¡Tiene que cambiar, tiene que cambiar!».
Y ya no oía el despertador. Entonces empezaron a dolerle las manos, le falló la voz, volvió a oír el despertador y nada cambió.
«Siempre la misma mesa», dijo el hombre, «las mismas sillas, la cama, el retrato. Y a la mesa la llamo mesa, cuadro al cuadro, cama a la cama y silla a la silla. ¿Por qué?» Los franceses llaman a la cama «li», a la mesa «tabl», al cuadro «tabló» y a la silla «shes», y se entienden. Y los chinos también se entienden.
«¿Por qué la cama no se llama cuadro?», pensó el hombre y sonrió, luego rió y rió hasta que los vecinos golpearon la pared y gritaron “silencio”. «Ahora está cambiando», gritó y a partir de ahora llamó a la cama “cuadro”.
«Estoy cansado, quiero ir al cuadro», decía, y por la mañana a menudo se quedaba en el cuadro mucho rato, pensando en cómo querría llamar a la silla, y a la silla la llamó “despertador”.
Así que se levantaba, se vestía, se sentaba en el despertador y apoyaba los brazos en la mesa. Pero la mesa ya no se llamaba mesa, ahora se llamaba alfombra.
Así que, por la mañana, el hombre se levantó del cuadro, se vistió, se sentó a la alfombra sobre el despertador y pensó en cómo podría llamar a qué.
A la cama la llamó cuadro.
A la mesa la llamó alfombra.
A la silla la llamó despertador.
Al periódico lo llamó cama.
Al espejo lo llamó silla.
Al despertador lo llamó álbum de fotos.
Al armario lo llamó periódico.
A la alfombra la llamó armario.
Al cuadro lo llamó mesa.
Y al álbum de fotos lo llamó espejo.
Entonces:
Por la mañana se quedó el anciano hasta tarde en el cuadro, a las nueve sonó el álbum de fotos, el hombre se levantó y se puso de pie sobre el armario para no sentir frío en los pies, luego cogió su ropa del periódico, se vistió, miró a la silla en la pared, luego se sentó en el despertador junto a la alfombra y hojeó el espejo hasta que encontró la mesa* de su madre.
Al hombre le pareció divertido, y practicó todo el día, memorizando las nuevas palabras. Ahora todo tenía otro nombre: Ya no era un hombre, sino un pie, y el pie era una mañana y la mañana era un hombre.
Ahora pueden ustedes mismos continuar la historia. Y luego pueden cambiar las demás palabras, como hizo el hombre:
sonar se dice levantar,
sentir frío se dice mirar,
acostar se dice sonar,
estar parado se dice sentir frío,
levantar se dice hojear.
De modo que se diga:
En el hombre se quedó el viejo pie hasta tarde en el cuadro sonado, a las nueve se levantó el álbum de fotos, el pie sintió frío y se hojeó sobre el armario, para no mirar en las mañanas.
El viejo se compró cuadernos azules y los llenó con las nuevas palabras, se entretuvo mucho con ellas y rara vez se le veía por la calle.
Luego aprendió los nuevos nombres para todo y cada vez olvidaba más los correctos. Ahora tenía un nuevo lenguaje que le pertenecía sólo a él.
De vez en cuando soñaba en la nueva lengua, traducía las canciones de su época escolar a su idioma y las cantaba en voz baja para sí mismo.
Pero pronto también le resultó difícil traducir, pues casi había olvidado su antigua lengua y tenía que buscar las palabras correctas en sus cuadernos azules. Y le daba miedo hablar con la gente. Tuvo que pensar mucho cómo la gente llamaba a las cosas.
La gente llama cama a su cuadro.
La gente llama mesa a su alfombra.
La gente llama silla a su despertador.
La gente llama periódico a su cama.
La gente llama espejo a su silla.
La gente llama despertador a su álbum de fotos.
La gente llama armario a su periódico.
La gente llama alfombra a su armario.
La gente llama cuadro a su mesa.
La gente llama álbum de fotos a su espejo.
Y llegó un momento en que el hombre tenía que reírse cuando oía hablar a la gente.
Tenía que reírse cuando oía a alguien decir:
«¿Vas a ir al partido de fútbol mañana también?» O cuando alguien decía: «hace dos meses que llueve». O cuando alguien decía: «tengo un tío en América».
Tenía que reírse porque no entendía nada de eso.
Pero no se trata de una historia divertida. Empezó siendo triste y terminó triste.
El viejo del abrigo gris ya no podía entender a la gente, pero eso no era tan malo.
Lo que era mucho peor era que ellos ya no podían entenderle a él. Y por eso no dijo nada más.
Permaneció en silencio,
sólo hablaba consigo mismo,
y nunca más saludó a nadie.
Peter Bichsel
NOTAS
1 M. Teresa Andrueto, “Hacia una literatura sin adjetivos”, en https://iesbolivar-cba.infd.edu.ar/sitio/upload/Andruetto_-_Hacia_una_literatura_sin_adjetivos_IES_LENGUA.pdf. Cfr. también Juan José Saer, “Una literatura sin atributos”, en El concepto de ficción, Bs. As., Seix Barral, 2014, pp. 264-267.
2 Peter Bichsel, Kindergeschichten, Berlín, Suhrkamp, 2022.
* En alemán, Bild significa tanto “cuadro” como “foto, imagen”. Aquí “la mesa de su madre” se refiere a su foto.