Ilustración: poster soviético del Ejército Rojo (1972).
Nota.— El presente artículo de nuestro compañero Ariel Petruccelli, que incluimos en nuestra sección Jangada Rioplatense, es una versión corregida y aumentada del que fuera originalmente publicado en La Izquierda Diario, el 26 de diciembre de 2023, cuando el semanario Kalewche se hallaba de receso vacacional.
Puede ser que haya gente que sufre
del síndrome de Estocolmo.
Javier Milei
Cuando el recién asumido presidente Javier Milei lanzó un tan radical como absurdo decreto de necesidad y urgencia (DNU) por el que pretendía modificar cosas tan poco urgentes como la posibilidad del carácter no lucrativo de los clubes de fútbol, espontáneos manifestantes salieron a las calles, cacerola en mano, a hacer conocer su descontento. El presidente afirmó ante la prensa que debería ser gente que sufría del “síndrome de Estocolmo”: con ello quería remarcar la supuesta identificación de cierta gente con la causa o los responsables de sus malestares. Y agregó en tono escandalizado: “hay gente que siente nostalgia por el comunismo”. Para el prolijamente despeinado amante de los perros y despreciador de las personas, alguien que añore el comunismo sólo puede ser un lunático. En cambio, pensar que el sentido de la vida es acumular capitales le parece la cima de la racionalidad, por mucho que ese anhelo haya colocado a la humanidad a las puertas de una catástrofe civilizatoria. La estrechez de miras presidencial, empero, le impidió ver que la misma acusación podría lanzarse contra sus votantes: votan recetas pro-mercado cuando es la racionalidad mercantil capitalista la que genera la inflación, la precarización del empleo y la desocupación. Todo eso que provoca el malestar social que hace posible que figuras más propias de un programa dedicado a la farándula sean gobernantes. Es una tontería –es este caso una tontería presidencial– explicar situaciones sociales apelando a categorías psicológicas. Podemos escandalizarnos por la tontería echada a volar por Milei. Podemos tomarla a broma. Y también podemos resignificar en sentido positivo el supuesto “síndrome de Estocolmo”. Aunque no tengamos ninguna nostalgia por el comunismo tal y como existió en el siglo XX, tenemos todo el derecho de reivindicar el ideal del comunismo en versiones no mancilladas por la lacra estalinista. ¿Por qué no reivindicar que somos comunistas de Estocolmo?
Después de todo, hay muy buenas razones por las que deberíamos reclamar a viva voz nuestra condición de comunistas, sin temor a que nos acusen de padecer el síndrome de Estocolmo.
Deberíamos decirlo simple y claro. No habrá ninguna solución real sin una verdadera revolución. Hay que atreverse a decirlo a bocajarro, en todos lados, a toda hora. Puede que al principio suene abstracto o esotérico. Pero habría que decirlo igual. Y luego explicar con calma y paciencia. Pero lo primero es plantar bandera, y hacerlo de la manera más radical.
Si una lección deberíamos aprender las izquierdas de los derechistas libertarianos, es la misma que deberíamos haber aprendido de los neoliberales (progenitores de los libertarianos actuales): que no hay que tener miedo a hablar en los más puros términos ideológicos, sin concesiones intelectuales al pragmatismo.
Lo que hay que decir muy contundentemente es que progresistas, por un lado, y libertarianos o neoliberales, por el otro, comenten el mismo error: creer que el estado es la clave de la vida, para bien o para mal. Pero no es así: la clave en nuestras sociedades es la propiedad privada. Esa propiedad privada de los medios de producción en manos de unos pocos que priva a la inmensa mayoría de una vida digna. El estado es un gestor de las relaciones capitalistas basadas en la propiedad privada, pero no sobre medios de subsistencia, bienes de consumo personal o una vivienda (a la que buena parte de la población no puede acceder), sino sobre los grandes medios de producción. Sucede que en el contexto actual –producto de cambios tecnológicos, económicos, políticos y culturales– el desarrollo del capitalismo aumenta de manera indefectible la precariedad del trabajo y de la vida, las desigualdades sociales, la crisis climática y la crisis energética. El estado es importante, pero no hay que endiosarlo. Y hay que ser conscientes que si la toma del poder estatal no es el primer paso para expropiar las grandes fortunas y socializar –no necesariamente estatizar– los principales medios de producción, entonces las políticas del estado serán un tenue y deshilachado taparrabo que protegerá muy poco a las grandes mayorías de la reducción de sus ingresos, la expansión de la miseria, la alienación mercantil generalizada y la fragilización de la vida en todos sus aspectos. Hay que correr el eje analítico que comparten neoliberales y progresistas: que lo fundamental es el estado. El fetichismo del estado es producto de su compromiso con la perdurabilidad del capitalismo. Unos creen en esta perdurabilidad con entusiasmo y pensando que el capitalismo es el mejor de los mundos posibles; los otros con resignación. Lo que sucede es que, en ausencia de alternativas reales, las políticas progres logran frenar muy poco los embates del capital, que vuelve con renovadas fuerzas en cuanto se presenta una oportunidad: oportunidades que nunca faltan, porque en medio de una concentración de capitales que crece a escala mundial en los marcos de una economía globalizada, el margen de maniobra de los gobiernos que se limitan a gestionar al sistema económico no sólo es limitado, sino que tiende a generar situaciones de crisis. Para cortar este nudo gordiano, hay que atreverse a pensar en una revolución. Una revolución que no se limite a tratar de poner algún límite legal o burocrático a la voracidad de capitales cada vez más concentrados. Una revolución que se proponga expropiar a los grandes tiburones.
Los neoliberales y los libertarianos aman la competencia. Pero las personas y las instituciones pueden cooperar tanto como competir. Los comunistas preferimos la cooperación. Pero no negamos la competencia. Eso sí: para que haya competencia, tiene que haber cierta paridad. El ámbito por antonomasia de la competencia no es el mercado, sino los deportes. Pero todo el mundo sabe que en los deportes hay cierta paridad relativa. En el fútbol, más allá de los nombres, juegan 11 contra 11; y si un equipo no puede reunir siete jugadores, se suspende el partido. En los deportes de combate hay categorías: no hay competencia entre un boxeador de 100 kilogramos y uno de 60. ¿Pero qué paridad hay entre un multimillonario y un laburante? Como los comunistas nos tomamos en serio la competencia, proponemos que la misma sea real. Para eso hay que expropiar a las grandes fortunas, de modo tal que esa gente quede a la par del común de los mortales. Hay que abolir el derecho de herencia (limitándolo a una vivienda y poco más) para garantizar que nadie se beneficie de méritos que no son suyos. Y hay que garantizar educación y sanidad gratuitas de calidad semejante a toda la población, para que estén en verdaderas condiciones de competir en igualdad de condiciones, si es eso lo que desean, o de cooperar como verdaderos iguales. Evidentemente, para lograr verdaderas condiciones de competencia, hay que hacer todo esto, y los libertaristas que tanto aman la competencia deben reconocerlo. De lo contrario, su apelación a la competencia y la libertad no es lo que dicen, sino una excusa para legitimar y profundizar la tendencia de que los peces grandes se coman a los peces chicos sin ninguna competencia real. Porque tengamos en cuenta que, si bien los libertarianos creen fervientemente en el individuo, los individuos somos lo que somos, en primerísimo lugar, por el medio en que nacimos y fuimos criados. Tanto es así que las enormes desigualdades sociales no son resultado de méritos o características de los individuos, sino enteramente de condiciones sociales. Las diferencias individuales entre las personas son en verdad muy pequeñas: nadie es mil veces más inteligente, más alto, más rápido, más pesado, más elástico o más hábil que el promedio. Sin embargo, hay personas que son mil veces más ricas que el promedio (e incluso mucho más). Lo que hace esto posible es la sociedad: en concreto, la sociedad capitalista. Los méritos que los libertaristas atribuyen a los individuos son, en realidad, resultado completo de una sociedad determinada. Una sociedad que, lejos de basarse en una competencia real, en la manida «meritocracia», se funda es una estructura de clases que garantiza la explotación y expoliación de las mayorías por parte de una pequeña minoría: la clase capitalista. Hay que cambiar la sociedad expropiando a los grandes capitales. Si no hacemos esto, la miseria y la precariedad, el desastre climático y la desigualdad social continuarán expandiéndose, más rápido o más lento, con algunos períodos de estancamiento o de ligero retroceso, pero a largo plazo todo irá a peor para la inmensa mayoría. Cuanto antes nos convenzamos, vamos a poder luchar mejor y crear una verdadera alternativa. Poder ir más allá de los estallidos y las revueltas que sirven apenas para conseguir un respiro temporal, casi siempre en condiciones deterioradas, antes de un nuevo embate del capital. No hay solución sin revolución.
Ariel Petruccelli