Ilustración de Pandagolik (2023). Fuente: www.istockphoto.com
Nota.— En el último número del NACLA Report on the Americas, que viene a engrosar su volumen 56, salió un oportuno artículo acerca del fenómeno global de las nuevas derechas radicales (Trump, Milei, Bolsonaro, Vox, Orban, Meloni y un largo etcétera), que discute su exacta caracterización ideológica, las causas sociales de su éxito político de masas, su proyección y entramado a nivel internacional, su hibridismo iliberal: “Extreme Rights 2.0, A Big Global Family”, del historiador italiano Steven Forti, graduado en la Universidad de Bolonia y profesor en la Universidad Autónoma de Barcelona; especialista en fascismos, etnonacionalismos y ultraderechas del período contemporáneo; autor de los libros El peso de la nación (2014) y Extrema derecha 2.0. Qué es y cómo combatirla (2021), entre otros.
Más allá de algunas discrepancias o insuficiencias (como la equiparación indulgente de ciertos partidos o coaliciones “progresistas” con las izquierdas, la habitual ambigüedad conceptual de estos tiempos en torno a “neoliberalismo” y “capitalismo”, o el abordaje acrítico u opaco de las derivas culturales woke), nos parece que el texto de Forti es valioso, pues polemiza con lugares comunes de simplificación analítica –o exageración alarmista– muy falaces y contraproducentes, sobre los cuales venimos llamando la atención desde hace rato, tanto en Kalewche como en Corsario Rojo. La parte más floja del artículo es el final, con su reductio ad Hitlerum apresurada, donde el autor pierde la mesura crítica a la hora de interpretar lo que está ocurriendo en Argentina con el gobierno ultraliberal y neoconservador de Milei, que sin dudas encarna una derecha radicalizada y patriotera, minarquista y retrógrada, profundamente antiobrera y antipopular en su política económica, mano dura o poco tolerante con la protesta social, culturalmente filistea y oscurantista, pero escasamente etnonacionalista y nada soberanista/antiglobalista, y sin aspiraciones golpistas o dictatoriales, al menos por ahora (aunque sí presenta algunos rasgos iliberales de presidencialismo y populismo exacerbados, como la obsesión por conseguir facultades extraordinarias sensiblemente aumentadas, a contramano de la división de poderes; la pretensión de hacer una modificación integral del sistema jurídico argentino sin consensuar ni concretar una reforma constitucional, apenas con un decreto y una ley; y una demagogia singularmente violenta y manipulativa a través de los medios de comunicación y las redes sociales, basada en el trolling y el hating a gran escala.
Aunque Forti se centra en Europa y las Américas, nos parece que mucho de lo que afirma es bastante extrapolable –mutatis mutandis– a los otros continentes, como creemos que ejemplifican la India de Narendra Modi y el BJP, con su ideología del hindutva (supremacismo hindú); la derecha sionista de Israel, con Netanyahu, el Likud y los sectores aliados del judaísmo ultraortodoxo; Australia, con el abiertamente xenófobo partido de oposición Pauline Hanson’s One Nation (PHON); y Sudáfrica, con el renovado Movimiento de Resistencia Afrikáner, un bastión minoritario del racismo blanco neonazi, o bien, el Inkhata, la derecha chovinista zulú; entre otros casos.
La traducción del inglés al castellano –que hemos revisado, corregido y anotado– la hemos obtenido del propio sitio de NACLA, que es bilingüe. Supimos de ella por la “Miscelánea 3/5/2024” de Carlos Valmaseda para la página web de Salvador López Arnal. Nuestra gratitud con ambos camaradas españoles por su criteriosa y perseverante labor de selección y difusión de textos, tan provechosa para el público lector de izquierdas en lengua castellana. Internet se ha vuelto un monstruoso laberinto de Creta, donde todo hilo de Ariadna resulta vital.
La victoria de Javier Milei en las elecciones presidenciales argentinas del pasado mes de noviembre ha significado el estallido de una verdadera bomba atómica cuya onda expansiva va mucho más allá del país latinoamericano. El economista paleolibertario, conocido por sus zafios insultos contra los “zurdos”, recibió inmediatamente las felicitaciones de los miembros de la –al decir de la filósofa y política española Clara Ramas– nueva Internacional Reaccionaria. Aunque no hayan enarbolado nunca una motosierra en sus mítines, para Donald Trump, Jair Bolsonaro, Viktor Orbán, Giorgia Meloni, Santiago Abascal y José Antonio Kast, Milei es uno de los “suyos”.
La llegada del líder de La Libertad Avanza a la Casa Rosada es solo la última muestra de un proceso que se viene dando desde hace al menos tres décadas, y que se ha acelerado tras la crisis económica de 2008. En la actualidad, además de Argentina, la extrema derecha gobierna en cuatro países europeos (Italia, Hungría, Finlandia y la República Checa), apoya externamente un ejecutivo conservador en Suecia y dentro de poco podría llegar al gobierno en los Países Bajos, tras el éxito de Geert Wilders en los comicios del pasado mes de noviembre. Como se sabe, gobernó también en Polonia durante dos mandatos, y en Brasil y Estados Unidos por uno. Las elecciones de este 2024 podrían elevar formaciones ultraderechistas al gobierno de Portugal y Austria, sin contar el terremoto político que podría causar un avance electoral en los comicios para el Parlamento Europeo del mes de junio y, sobre todo, en Estados Unidos en noviembre, con el posible regreso de Trump en la Casa Blanca.
En resumidas cuentas, como apuntó el politólogo neerlandés Cas Mudde, estas fuerzas políticas se han desmarginalizado. Es decir, por un lado, se han convertido en actores políticos relevantes y han accedido al gobierno en distintos países. Por el otro, sus ideas se han normalizado; marcan las agendas políticas y son compartidas también por espacios convencionales. La radicalización de los partidos de la derecha mainstream es la prueba fehaciente de ello, así como la “conquista de la calle” de la ultraderecha, que en Estados Unidos, Brasil o España ha recurrido incluso a la violencia contra sedes institucionales o de partidos políticos.
En este comienzo de siglo XXI un nuevo fantasma recorre el mundo. No es el fantasma del comunismo, como explicaban a mediados del siglo XIX Karl Marx y Friedrich Engels, sino el fantasma de la extrema derecha. Aunque todavía no hay intelectuales de cabecera ni un manifiesto del partido ultraderechista mundial, esto no significa que no se trate de una fuerza política organizada globalmente, si bien heterogénea. Los acontecimientos a los que hemos asistido en los últimos tiempos, a un lado y al otro del Atlántico, lo demuestran con creces.
¿Derecha fascista, populista o radical?
El auge de estas formaciones políticas ha conllevado toda una serie de debates en la academia y la opinión pública. El primero se relaciona con la definición de este fenómeno. A menudo se dice que ha vuelto el fascismo. A este respecto, la tesis del fascismo eterno o Ur-fascismo planteada por el intelectual italiano Umberto Eco ha tenido una notable circulación en los últimos años. Según Eco, para que se pueda crear una “nebulosa fascista” sería suficiente la presencia de al menos una de las catorce características que presenta en su texto, entre las cuales menciona el culto a la tradición, el miedo al Otro o el llamamiento a las clases medias frustradas. ¿Es esto cierto? La cuestión no es baladí porque la capacidad para definir un fenómeno político es el primer paso indispensable para poderlo entender y, por ende, combatir.
No cabe ninguna duda de que estas nuevas ultraderechas, o mejor dicho –como se explicará más adelante– extremas derechas 2.0 son, hoy en día, la mayor amenaza existente a los valores democráticos y a la misma supervivencia de las democracias liberales pluralistas. Ahora bien, no resulta correcto interpretarlas con las gafas del fascismo. Como apuntó el historiador italiano Emilio Gentile, la tesis del fascismo eterno es una consecuencia de la banalización del fascismo que, por un lado, ha convertido ese concepto en un insulto y un sinónimo del “mal absoluto” y, por el otro, ha comportado una especie de ahistoriología “en la que el pasado histórico se va adaptando continuamente a los deseos, esperanzas y temores actuales”.
En síntesis, lo que el mismo Gentile llama fascismo histórico no fue solo un movimiento político ultranacionalista, racista y xenófobo. El fascismo, que se creó en Europa tras la Primera Guerra Mundial, tenía también otras características nucleares que no encontramos en las extremas derechas de la actualidad, como el ser un partido-milicia, el totalitarismo como forma de gobierno, el imperialismo como proyecto de expansión militar, el encuadramiento de la población en grandes organizaciones de masas o el presentarse como una revolución palingenésica y una religión política. Esto no significa que no existan elementos de continuidad entre aquellas experiencias y las actuales. Sin embargo, el fascismo fue otra cosa. Hoy en día siguen existiendo grupúsculos neofascistas y neonazis, pero son ultraminoritarios.
Resumiendo, la ultraderecha utiliza las herramientas retóricas y lingüísticas del populismo, pero el populismo de por sí no nos ayuda para definirla y entenderla. Junto al del “fascismo”, hay otro obstáculo que no nos permite definir y entender las nuevas extremas derechas: el “populismo”. El debate al respecto ha sido interminable en las últimas dos décadas, y aún no se ha llegado a un consenso sobre lo que es el populismo, más allá de haberlo convertido en una especie de cajón de sastre donde meter todo lo que no encaja con las ideologías políticas tradicionales. Algunos lo consideran una ideología, aunque delgada. Otros, en cambio, prefieren hablar de una estrategia o un estilo políticos. Al no disponer de un corpus doctrinal, creo que es más acertada la segunda interpretación. Añádase que estamos viviendo una fase en que el populismo lo empapa todo. Si tanto Javier Milei como Gustavo Petro e incluso el presidente francés Emmanuel Macron son populistas, ¿de qué nos sirve este concepto? Más bien, es la marca de la época en la cual vivimos, y convendría hablar, como apuntaron Marc Lazar e Ilvio Diamanti, de “pueblocracia”. Resumiendo, la ultraderecha utiliza las herramientas retóricas y lingüísticas del populismo, pero el populismo de por sí no nos ayuda para definirla y entenderla.
Dicho lo cual, ¿qué concepto deberíamos utilizar para definir a los partidos o movimientos políticos liderados por Trump, Milei, Bolsonaro, Kast, Meloni, Le Pen, Orbán o Abascal? Hay quien habla de nacionalpopulismo y quien se decanta por posfascismo, lo que no nos permite, al fin y al cabo, superar los escollos conceptuales mencionados anteriormente. El término que quizás ha tenido más recorrido es el de “derecha radical”. Según Mudde, a diferencia de la extrema derecha, que rechazaría la esencia misma de la democracia, la derecha radical aceptaría “la esencia de la democracia, pero se opondría a elementos fundamentales de la democracia liberal, y de manera muy especial, a los derechos de las minorías, al estado de derecho y a la separación de poderes”. En la práctica, la derecha radical aceptaría unas elecciones libres, aunque no justas –véase el caso de la Hungría de Orbán en los últimos doce años– y lo que a fin de cuentas sería un simulacro de la democracia, tal y como la conocemos.
Sin embargo, esta propuesta es problemática. Por un lado, ¿es correcto definir con el mismo adjetivo (radical), como si existiese una especie de simetría, a las formaciones de la nueva ultraderecha y a las de izquierda como Podemos, Syriza, el Frente Amplio de Chile o La France Insoumise? Personalmente, creo que es un error: la izquierda radical, de hecho, critica a los sistemas liberales existentes, centrándose sobre todo en el modelo neoliberal y las cuestiones económicas, pero no pone en discusión ni la separación de poderes, ni las conquistas y los derechos democráticos garantizados por estos mismos sistemas. Más bien, pide una ampliación y profundización de estos mismos derechos, junto a una disminución de las desigualdades. Por otro lado, como apunta Beatriz Acha Ugarte, “¿podemos concebir una democracia no pluralista? ¿Podemos calificar de democráticas –aunque no en su ‘versión liberal’– a fuerzas que, en su tratamiento del ‘otro’ (inmigrante, extranjero), muestran su desprecio al principio democrático de igualdad?”. Al defender una ideología de la exclusión incompatible incluso con la versión procedimental de la democracia, y al poner en cuestión la misma existencia del estado de derecho, deberíamos ser cautos en considerarlas formaciones democráticas.
¿Por qué la gente vota a la extrema derecha?
El segundo debate tiene que ver con las causas del avance electoral de estas formaciones políticas. ¿Por qué la gente las vota? Resumiendo, se han detectado tres grandes causas que no son nunca excluyentes, sino que se deben sumar, teniendo en cuenta las peculiaridades de cada contexto nacional.
En primer lugar, el aumento de las desigualdades, así como la precarización del trabajo, el debilitamiento del estado de bienestar y el achicamiento de la clase media, habrían empujado una parte del electorado, insatisfecho con las recetas económicas neoliberales, a escoger la papeleta de formaciones políticas que critican el orden existente.
En segundo lugar, encontramos lo que se ha denominado cultural backlash, es decir, la reacción cultural contra la globalización liberal. Nuestras sociedades se han transformado paulatinamente en multiculturales, y muchas reivindicaciones puestas bajo la etiqueta de post-materialistas se han convertido en derechos durante las últimas décadas, desde el divorcio y el aborto hasta el matrimonio homosexual. Esto ha llevado, según diferentes especialistas, a una reacción por parte de sectores de la población que sienten amenazada su posición en la sociedad, e incluso su identidad. De ahí, pues, que voten por partidos que rechazan la inmigración, critican lo que consideran excesos progresistas y defienden la familia tradicional.
En tercer lugar, las democracias liberales viven una profunda crisis: nuestras sociedades se han deshilachado, vale decir, son más líquidas y atomizadas a causa del modelo neoliberal imperante y de la revolución tecnológica. Los partidos políticos ya no cumplen con la función de correa de transmisión entre territorios e instituciones. Los sindicatos tienen enormes dificultades para adaptarse a una realidad totalmente posfordista. La desconfianza de la ciudadanía sigue en aumento. En sociedades tan fragmentadas donde la confianza hacia las instituciones parece haber desaparecido, no resulta descabellado imaginar que parte del electorado opte por partidos que dicen querer reventarlo todo o, como mínimo, que se oponen al establishment y critican el funcionamiento de democracias que consideran lentas, ineficaces o desconectadas de la voluntad del pueblo.
A estas tres causas, podríamos añadir una cuarta que tiene que ver, aún más si cabe, con las percepciones de la población. La demanda de protección y seguridad ha aumentado en un mundo que cuesta entender. ¿Qué será de mi empleo dentro de diez años, con la inteligencia artificial? ¿Qué pasará en nuestros barrios si siguen llegando migrantes de otros continentes? ¿Qué será del modelo de familia en que muchos se han criado, si se permite adoptar hijos a parejas homosexuales o se acepta la fluidez de género? ¿Qué será de nuestras relaciones sociales en tiempos de realidad virtual con proyectos como el del Metaverso? A su manera, la extrema derecha 2.0 sabe ofrecer seguridad y protección a mucha gente que vive con miedo y temor a lo que nos puede deparar el futuro, dando respuestas sencillas a problemas complejos.
Extremas derechas 2.0
Resumiendo, por un lado, hay una gran confusión sobre cómo llamar a estas formaciones políticas. Por el otro, hay una serie de causas que explican sus avances electorales tanto a un lado como al otro del Atlántico. A veces, en un país, una región o incluso un municipio una de estas causas podrá pesar más que las otras. Sin embargo, debemos siempre tenerlas en cuenta todas. ¿La victoria de Milei se explica solo por la crisis económica y el aumento de las desigualdades en Argentina? Sin negar su importancia, sería equivocado relegar en un segundo o tercer plano los altos niveles de desconfianza de la ciudadanía hacia las instituciones y los partidos políticos tradicionales, así como la reacción cultural al llamado “consenso progresista”.
Se repite que el contexto europeo y el latinoamericano no son comparables. Ahora bien, no creo que convenga mantener separados los análisis y, consiguientemente, las definiciones de este fenómeno. Que haya algunas diferencias, o que entre las causas que expliquen su auge electoral haya alguna peculiaridad nacional, no invalida la posibilidad de pensar y utilizar un concepto a escala global. Al contrario, resulta útil forjar una macro-categoría lo suficientemente elástica para incluir todas estas formaciones políticas. A partir de estas consideraciones, he propuesto la definición, un tanto provocadora si se quiere, de extremas derechas 2.0.
Con este concepto, declinado en plural, quiero remarcar no solo que los Trump, las Le Pen, los Milei y los Orbán son un fenómeno distinto al fascismo histórico, con elementos radicalmente nuevos respecto al pasado, sino también que las nuevas tecnologías han tenido un papel crucial para el auge de estas formaciones políticas. Asimismo, quiero remarcar que, más allá de algunas divergencias, son más las cosas que comparten, tanto desde el punto de vista de las referencias ideológicas como desde el punto de vista de las estrategias políticas y comunicativas. Last but not least, todos ellos no solo se conocen y mantienen relaciones con cierta frecuencia, sino que se consideran parte de una misma familia global.
Entre las referencias ideológicas comunes, podemos mencionar un marcado nacionalismo, una crítica profunda al multilateralismo y al orden liberal, el antiglobalismo, la defensa de los valores conservadores, la defensa de la ley y el orden, la crítica al multiculturalismo y a las sociedades abiertas, el antiprogresismo, el antiintelectualismo y la toma de distancia formal de las pasadas experiencias del fascismo, sin por esto desdeñar la llamada dog whistle politics, es decir, guiños o referencias a los regímenes autoritarios del pasado. En Europa y Estados Unidos, el identitarismo, el nativismo, la condena de la inmigración tachada de “invasión”, la xenofobia y, más en concreto, la islamofobia, juegan desde luego un papel crucial en comparación con América Latina, aunque no faltan casos –pensemos en Chile– donde la ultraderecha ha utilizado claramente un discurso de rechazo a la inmigración (venezolana, principalmente). Dicho esto, las que José Antonio Sanahuja y Camilo López Burian han propuesto llamar en Latinoamérica derechas neopatriotas comparten la gran mayoría de los elementos que tienen las ultraderechas europeas.
Además, tampoco las extremas derechas de Europa son exactamente todas iguales. Tampoco lo eran los fascismos de la época de entreguerras, y esto no implica que no podamos utilizar una misma macro-categoría para hablar de los regímenes de Hitler, Mussolini o Franco. Entre estas divergencias cabe mencionar, en primer lugar, el programa económico ya que hay quienes, como Vox en España o Chega en Portugal, son ultraliberales y quienes, como Le Pen, defienden el llamado welfare chauvinism [chovinismo de bienestar], sin por esto poner en cuestión el modelo neoliberal. En segundo lugar, encontramos el tema de los valores, ya que en el sur y el este de Europa la posición es mucho más ultraconservadora que la de las extremas derechas de los Países Bajos o Escandinavia, un poco más abiertas sobre temas como los derechos de la comunidad LGTBQIA+ y el aborto. Finalmente, encontramos la geopolítica, ya que hay partidos rusófilos y otros atlantistas.
Los nuevos ultraderechistas no solo se han hecho más “presentables”, sino que intentan apropiarse de las banderas progresistas y de izquierdas. Asimismo, hay otros elementos comunes. Por un lado, el tacticismo exacerbado –es decir, la habilidad para cambiar rápidamente de posición sobre temas cruciales, sin tener ningún reparo en parecer incoherentes (como sobre la Unión Europea o sobre las medidas para hacer frente a la pandemia de Covid-19), con el objetivo de marcar la agenda mediática. Asimismo, la capacidad de utilizar las nuevas tecnologías y las redes sociales para viralizar sus mensajes, perfilar los datos de los ciudadanos y polarizar más la sociedad con las guerras culturales. Por otro lado, como explicó el historiador argentino Pablo Stefanoni, la voluntad de presentarse como transgresoras y rebeldes frente a un sistema supuestamente hegemonizado por la izquierda que habría instaurado una dictadura progresista o de lo “políticamente correcto”. Los nuevos ultraderechistas no solo se han hecho más «presentables», sino que intentan apropiarse de las banderas progresistas y de izquierda –piénsese en el concepto de libertad o en fenómenos como el homonacionalismo o el ecofascismo– en un momento histórico marcado por lo que el sociólogo francés Philippe Corcuff ha llamado confusionismo ideológico.
Una gran familia global
En resumidas cuentas, parafraseando al historiador Ricardo Chueca, que estudió la Falange española durante el régimen franquista, cada país da vida a la extrema derecha 2.0 que necesita. Y, podemos añadir, que cada ultraderecha es hija de las culturas políticas existentes en cada contexto nacional. De ahí sus peculiaridades, que no impiden considerarlas parte de una gran familia global, ya que, además, existen redes transnacionales que trabajan en fortalecer los lazos existentes, elaborar una agenda común y financiar estos partidos políticos.
Por un lado, todos estos líderes políticos tienen relaciones personales. Se conocen, hablan a menudo entre ellos, se felicitan en las redes sociales, se reúnen y participan en encuentros organizados por los demás partidos. En la Unión Europea, además, la existencia de los partidos de Identidad y Democracia (ID) y de los Conservadores y Reformistas Europeos [ECR, por sus siglas en inglés], que reúnen a las formaciones ultraderechistas del continente, ofrece lugares donde compartir ideas y experiencias. Es cierto que ni en el pasado, ni en la actualidad, la extrema derecha ha conseguido unificarse en un solo grupo en el Europarlamento, ni en un solo partido de ámbito comunitario, pero tanto los partidos que están en ID como los que están en ECR comparten gran parte del diagnóstico y pueden llegar a compromisos, como ha demostrado el manifiesto en defensa de una Europa cristiana que la mayoría de estos partidos subscribieron en julio de 2021.
Por otro lado, cobran centralidad las redes globales tejidas por fundaciones y think tanks conservadores. Una de estas es la Conferencia de Acción Política Conservadora [CPAC, por sus siglas en inglés], vinculada al Partido Republicano de EE.UU., que tiene tentáculos en Australia, Japón, Brasil, México y Hungría. Asimismo, encontramos la Red Atlas, promotora –desde Washington, DC– del libre mercado, o la Fundación Edmund Burke, fundada en 2019 y vinculada a sectores ultraconservadores israelíes, estadounidenses y europeos. Una de las figuras clave es el filósofo israelí Yoram Hazony, autor del libro La virtud del nacionalismo y presidente del Instituto Herzl, principal animador de lo que se presenta como “nacionalconservadurismo”.
Al mismo tiempo, muchos de estos partidos han creado sus escuelas de formación que, a menudo, entre sus profesores, tienen miembros de las extremas derechas de otros países. Marion Maréchal Le Pen ha creado en Francia el Instituto Superior de Sociología, Economía y Política que, de la mano de Vox, abrió una sede también en Madrid. Entre las muchas organizaciones progubernamentales creadas por Orbán en Hungría, cabe mencionar el Colegio Matías Corvino, que en la actualidad cuenta con más de veinte sedes en el país magiar, Rumania y Bruselas, y alrededor de 7.000 estudiantes. Entre los ponentes, estuvo el experiodista de Fox News, Tucker Carlson. El director de su Centro de Estudios Europeos es el español Rodrigo Ballester, vinculado a Vox y su think tank Fundación Disenso. Mientras, en Polonia, el partido de ultraderecha Ley y Justicia ha promovido su universidad, el Collegium Intermarium, que tiene vínculos con el think tank ultracatólico Ordo Iuris. Además, el ECR organiza cursos para “futuros líderes” a lo largo y ancho de Europa, a través de su fundación, Nueva Dirección.
Ahora bien, las conexiones son cada vez más transatlánticas. No solo gracias a la CPAC o por el activismo de la Hungría de Orbán, que organiza foros como la Cumbre Demográfica de Budapest, sino también por el papel que está jugando Vox en relación con América Latina. A partir de la Fundación Disenso, el partido de Abascal ha desarrollado la noción de “Iberosfera”, que promueve lazos entre los partidos derechistas a ambos lados del Atlántico, entre la Península Ibérica y la América Latina. Vox también ha lanzado la Carta de Madrid, un manifiesto programático que oficializa el concepto de “Iberosfera”, y que ha permitido crear el Foro Madrid. Esta organización, que se presenta como el contrapeso del Foro de São Paulo y del Grupo de Puebla, ha venido organizando varios encuentros en la región, como el de Bogotá en 2022 y el de Lima en 2023, además de las cumbres de la Iberosfera. De esta forma, Vox ha estrechado relaciones con las ultraderechas latinoamericanas, desde Brasil a Chile, pasando por Argentina, Perú, Colombia y México, ofreciendo espacios de encuentro para compartir una agenda común. Uno de los principales enlaces ha sido el eurodiputado de Vox, Hermann Tertsch, vicepresidente tercero de la Asamblea Parlamentaria Eurolatinoamericana (EuroLat), lo que muestra una vez más la importancia de las redes que se van tejiendo desde Bruselas.
A todo ello, debemos añadir las redes creadas por los ambientes integristas cristianos, muy activos, como mínimo, desde finales de los años noventa. Un ejemplo entre los más conocidos es el Congreso Mundial de las Familias, organización fundada entre Estados Unidos y Rusia en 1997, que tiene ramificaciones en todo el globo y de la cual, por ejemplo, es parte también HazteOir.org, fundada en 2001 por Ignacio Arsuaga, que en 2013 ha lanzado su lobby internacional, CitizenGo. Asimismo, encontramos Red Política por los Valores, presidida por José Antonio Kast, que organiza desde hace una década encuentros transatlánticos. Entre sus principales miembros, destaca el español Jaime Mayor Oreja, exministro en los gobiernos del Partido Popular en tiempos de José María Aznar, y fundador de la «plataforma cultural» One of Us, otro think tank ultracatólico que defiende la prohibición del aborto, de la eutanasia y del matrimonio homosexual, como así también de la “ideología de género” en general. Este breve repaso es solo una pequeña muestra de un tupido entramado muy bien organizado.
Autocracias electorales
Teniendo en cuenta todo esto, es difícil no considerar a estas formaciones políticas como parte de una misma familia política. Defienden en gran medida las mismas ideas, promueven políticas similares, comparten los mismos foros a nivel internacional. Además, tienen los mismos objetivos. En primer lugar, ultraderechizar el debate público, es decir, mover la ventana de Overton para que discursos y narrativas que hasta hace unos años no eran aceptables, hoy lo sean. En segundo lugar, radicalizar a las derechas tradicionales, ya sea conquistándolas desde adentro o ya sea obligándolas a aliarse con ellas. En tercer lugar, llegar al poder para instaurar una democracia iliberal, siguiendo el modelo de Orbán. La Hungría de hoy en día no es una democracia plena, sino un “régimen híbrido de autocracia electoral”, tal y como la ha definido en septiembre de 2022 el Parlamento Europeo.
Las extremas derechas 2.0 no son el fascismo histórico, pero son, sin duda alguna, la mayor amenaza existente para los valores democráticos. Y Hungría es un modelo. No es ninguna casualidad que Orbán haya viajado a Buenos Aires el pasado 10 de diciembre para la investidura de Milei, y se haya reunido con el nuevo mandatario argentino. Asimismo, políticos ultraderechistas europeos, estadounidenses y latinoamericanos han viajado a menudo a Budapest para aprender cómo vaciar la democracia desde dentro. Cuando no lo consiguen, tachan de fraude las elecciones e impulsan acciones violentas contra las instituciones, como hemos visto en Washington en enero de 2021 y, dos años más tarde, en Brasilia. Las extremas derechas 2.0 no son el fascismo histórico, pero son, sin duda alguna, la mayor amenaza existente para los valores democráticos.
Basta con ver las medidas aprobadas por Milei tras su toma de posesión. En las primeras semanas de su gestión, se han ejecutado medidas tendientes a la desregulación de la economía, junto a los brutales recortes a las ayudas sociales, el ataque indiscriminado a los derechos de los ciudadanos o la criminalización de los sindicatos y de cualquier tipo de protesta, hasta el punto de socavar [con el “Protocolo Antipiquetes”] la misma libertad de reunión y manifestación. En este contexto, no es descabellado hacer un paralelismo entre el mega-DNU firmado por Milei para implementar su “terapia de shock” y, sobre todo, la “Ley Bases y Puntos de Partida para la Libertad de los Argentinos”, y la “Ley Habilitante” aprobada por el Parlamento alemán en marzo de 1933. El avasallamiento del Congreso que intenta imponer Milei con esta “Ley Ómnibus” implica, en la práctica, el fin de la separación de poderes y del mismo estado de derecho, es decir, la muerte de la democracia. Lo que justamente pasó en Alemania con la llegada de Hitler al poder.
Steven Forti