Ilustración original de Andrés Casciani
Nota preliminar.— Compartimos en Naglfar, nuestra sección literaria, otra candente alegoría satírica de Nicolás Torre Giménez –nuevamente un microrrelato en clave mordaz de parodia y reductio ad absurdum– acerca del «experimento libertariano» en la Argentina de hoy, con el lunático Milei aterrizado en Casa Rosada. Quienes deseen leer las dos alegorías anteriores, pueden hacerlo aquí, donde también hallarán un artículo cinéfilo del autor mendocino sobre el neorrealismo italiano y la película Ladrones de bicicletas. En Corsario Rojo, por otra parte, hemos publicado dos sesudos ensayos suyos de temática filosófica muy afín, una suerte de díptico: “De la libertad a la liberación. Un recorrido por la obra de Jean-Paul Sartre” y “La libertad sartreana en la mirada de la Generación del 25 en Argentina”. Polimatía con lucidez, buena pluma y parresía. No es poco en estos tiempos de fragmentación, oscuridad, filisteísmo y mansedumbre.
Luego del desafortunado naufragio del barco donde había tenido lugar una convención de libertarianos en alta mar, los dos únicos sobrevivientes de ambas desgracias terminaron flotando a la deriva, abrazados a un mismo trozo de la nave zozobrada. Luego de largas horas de incertidumbre, la corriente marina arrastró a los sensatos caballeros hasta una desolada y diminuta isla de ubicación desconocida. Como se trataba de personas que compartían los mismos principios, no necesitaron ponerse de acuerdo para saber cómo habrían de proceder. Antes de abandonar su improvisada barca, les bastó una mirada para creer identificar, cada uno en el otro, el reconocimiento de una oportunidad que no debía ser desaprovechada. Sin mediar palabras, y como respondiendo a un sordo tiro de largada, ambos se lanzaron en el mismo momento a una desesperada carrera que parecía concertada –y que a su manera lo era–. A pocos pasos de haber salido del mar, uno de ellos pisó la cola rasgada de lo que quedaba de su frac y, intentando evitar un tropezón seguro, giró sobre sí mismo con tal mala suerte que su pie derecho se dobló, recibiendo sobre el tobillo todo el peso de su cuerpo multiplicado por la inercia alcanzada, y cayó inexorablemente sobre la arena. Al grito sordo de dolor del desgraciado, le siguió una carcajada burlona del otro y un ronco clamor individual: “¡Viva la libertad, carajo!”. El segundo –de nombre Murray–, ebrio de alegría y haciendo oídos sordos al pedido de ayuda del primero –llamado Javier–, sacó del bolsillo interior de su frac una bobina de hilo, ató una punta del primer árbol que encontró y emprendió la tarea de rodear toda la isla con el mismo, hasta cercar por completo el perímetro delimitado por la vegetación del lugar. Acto seguido, extrajo del mismo bolsillo una lapicera y un papel, sobre el cual escribió “Propiedad privada”, y lo colgó del improvisado cerco perimetral.
—Ayuda, por favor, creo que me he fracturado el tobillo.
—Oh, pobre de usted. Le puedo ayudar, por supuesto, pero todo tiene su precio.
—No tengo mi dinero aquí.
—Aquí su dinero no vale nada, caballero.
—¿Qué quiere, entonces?
—Que prometa fidelidad eterna al credo libertariano.
—Me ofende, caballero. Soy un libertariano convencido. No necesito dar mi palabra por aquellas ideas por las que estaría dispuesto a morir, si fuera necesario.
—Usted jure nomás, que yo le ayudo.
—Doy mi palabra de honor que defenderé con mi propia vida las ideas libertarianas de autopropiedad y apropiación de todo aquello que no es propiedad de nadie.
Y así fue que Murray ayudó a Javier. Del bolsillo interior de su frac, extrajo una venda con la cual inmovilizó el pie de su compañero de ideas, que sólo había sufrido un esguince. Incluso lo alimentó con frutos de los árboles de su propiedad y le dio de beber de la laguna que le pertenecía mientras estuvo convaleciente, dando muestras de que un libertariano bien podía ser solidario si se lo proponía libremente, es decir, sin la coacción de ninguna fuerza externa. Una vez que el herido pudo levantarse, Murray lo saludó, le deseó buena suerte en su nuevo proyecto de vida y se dirigió a su minifundio, que comprendía un 99% de la isla.
Al otro día, los gritos de Javier despertaron a Murray.
—¿Qué pasa? –le preguntó–. ¿Por qué esos gritos tan temprano?
—Tengo sed.
—¿Y cómo puedo ayudarle?
—Usted tiene agua en su terreno.
—Y usted es muy perspicaz, amigo.
—Quisiera saber si podría tomar un poco de su agua.
—Todo tiene su precio.
—Y en este caso, ¿cuál es el precio de un cuenco de agua?
—Me extraña que un prominente libertariano como usted me haga una pregunta tan fácil de responder desde la doctrina por la cual usted ha jurado dar la vida. Si es tan amable, respóndase usted mismo: ¿cómo puede ser determinado el precio de un bien?
—El precio de un producto del mercado está determinado por el equilibrio entre la oferta y la demanda.
—Lo felicito, caballero, por su irrefutable respuesta.
—¿Pero eso qué significa en este caso?
—Bueno, teniendo en cuenta que en este caso concreto la demanda es igual a uno –ya que sólo usted quiere comprar agua– y la oferta es igual a cero –ya que yo no tengo ningún interés en venderla–… Déjeme ver… Uno dividido cero… Mm… La aritmética no tiene respuesta para ese cálculo. Mire, voy a hacer un esfuerzo y suponer que tengo un interés, aunque sea muy mínimo, en vender un cuenco de agua. Soy libre de hacerlo, ¿no? Digamos… Déjeme pensar… Digamos que mi disposición a enajenar esa cantidad de agua es equivalente al uno por mil de sus ganas de adquirirla. Eso da… Déjeme pensar: 1 dividido 0,001 da 1.000. Le puedo cobrar mil.
—¿Mil qué?
—Mil veces lo que valdría el agua en caso de que la oferta fuese igual a la demanda, pero eso también resulta imposible de calcular porque no disponemos de ese precio. Hagamos una cosa: usted podría trabajar para mí a cambio de agua –siempre que así lo decidiera–. Y yo podría –si así lo deseara– cobrarle un tiempo de trabajo infinito por un cuenco de agua, pero como su vida no es infinita y la mía lamentablemente tampoco, tendremos que buscar una solución más razonable, ya que somos caballeros razonables, ¿no es cierto? Por lo demás, usted precisaría tomar agua a diario, y también comer todos los días para mantenerse con vida. Supongamos que, en el mejor de los casos –para los dos–, a usted le queden cuarenta años de vida. Podría pedirle que trabaje cuarenta años ininterrumpidos para mí a cambio de agua y frutos, pero eso ya no es razonable, ya que usted precisa dormir para recuperar fuerzas y que su trabajo vuelva a rendir lo mismo de antes. Entonces habría que calcular unos treinta años por trecientos sesenta y cinco días, por veinticuatro horas, que daría un total de 262.800 horas de trabajo. Mire, hagamos la cuenta más simple. Si usted trabaja dieciséis horas diarias para mí –siempre que usted esté de acuerdo–, yo le daré cada día comida y bebida para que pueda mantenerse vivo y realizar su proyecto de vida como mejor le parezca. Usted es completamente libre para tomar o dejar mi oferta, y yo estoy obligado por mis principios a aceptarla, ya que el liberalismo, como usted bien sabe, es el respeto irrestricto del proyecto de vida del prójimo, basado en el principio de no agresión y en defensa del derecho a la vida, a la libertad y a la propiedad. Y, si bien se lo mira, la oferta que le acabo de hacer duplicó el número de sus opciones y, por lo tanto, su libertad se vio aumentada en un 100%. Antes tenía usted sólo una opción: morirse de sed. Ahora, en cambio, gracias a mi propuesta, tiene usted dos alternativas para elegir sin coerción por parte de terceros: morirse de sed o trabajar para mí. ¡Elija y ejerza libremente su voluntad!
Y fue así como Javier –llevando a la práctica los principios del libertarianismo– optó por la servidumbre voluntaria y empezó a trabajar para Murray, y Murraylandia prosperó como jamás había prosperado ninguna nación en la historia. Si extrapoláramos los valores de la economía murraysiana a gráficas comparativas entre todos los países del globo, obtendríamos para la pequeña isla los mejores indicadores, tanto en PBI per cápita (¡una isla con todas sus riquezas naturales «dividida» entre dos personas!) y productividad (altísima), como en tasa de ocupación (¡vaya si los habitantes de Murraylandia no estaban ocupados, el uno en mandar, el otro en obedecer!), riesgo país (bajísimo) y mortalidad infantil (¡nula!).
Nicolás Torre Giménez
Nota final.— El personaje de Javier es el alter ego de Javier Milei, desde luego. Murray, el otro náufrago, viene a ser el trasunto del economista estadounidense Murray Rothbard (1926-1995), a quien el presidente argentino idolatra como gurú (uno de sus perros se llama Murray en homenaje a él). Rothbard se cuenta entre las figuras más destacadas e influyentes de la Escuela Austríaca y de la derecha libertariana norteamericana. Para más precisiones sobre Milei, Rothbard y el libertarianismo en general, véase en Kalewche, sección de teoría Kamal, la conferencia de Fernando Lizárraga “El desafío libertariano”; así como también su ensayo para Corsario Rojo, nro. 2, “Los libertarianos y el contrato caníbal”.