Ilustración: detalle de Multicultural (2009), de Robert Daniels. Fuente: https://fineartamerica.com
Con este ensayo, nuestro camarada argentino Federico Mare cierra el tríptico que inició con “El librepensamiento fuera de Occidente y antes de la modernidad”, en octubre del año pasado, y que prosiguió con “Racionalidad, universalismo y etnocentrismo”, en febrero del corriente. El nuevo artículo, asimismo, se relaciona y complementa bastante con otro escrito de su autoría: “De la patria capitalista al terruño comunista”, que vio la luz en mayo de 2024, también en Kalewche. Pensándolo bien, quizás sea más apropiado hablar de tetralogía que de trilogía.
Gran parte de “El peligro capitalista del multiculturalismo y la esperanza socialista de la interculturalidad” fue originalmente publicada como artículo de opinión en el Observatorio del Laicismo de Europa Laica (España) hace más de diez años, allá por septiembre de 2014, bajo el título “Los riesgos del multiculturalismo”. No obstante, los pasajes añadidos son muchos y extensos, especialmente en la segunda mitad. El segmento recuperado, además, ha sido corregido y actualizado. Todas estas modificaciones pertenecen al autor.
El multiculturalismo, hoy tan en boga, se presta en muchos casos a peligrosos malentendidos. Malentendidos que pueden legitimar violaciones de los derechos humanos1 y las libertades públicas, o también el avasallamiento de la laicidad. ¿En qué casos? Cuando los valores fundantes de la civilidad democrática son arrojados a la trituradora del relativismo cognitivo y moral, cuando son rebajados al estatus de meros constructos ideológicos de la cultura occidental moderna.
Un multiculturalismo a ultranza, llevado hasta sus últimas consecuencias lógicas, supone irremediablemente la claudicación de toda ética humanista universalista. Si el multiculturalismo consiste en respetar el derecho de las minorías étnicas de un Estado a conservar –por ej.– su idioma, su arquitectura, sus artes plásticas, su música, sus tradiciones orales y su gastronomía, bienvenido sea. ¿Pero qué sucede cuando en nombre de determinadas creencias colectivas (nazismo, Manifest Destiny, sionismo, wahabismo,etc.) se violan los derechos humanos más elementales? Pienso en la Shoá, en el genocidio armenio, en la destrucción de Hiroshima y Nagasaki con bombas atómicas, en la Masacre de Nankín, en los gulags de la Rusia estalinista, en el genocidio que Israel está perpetrando en Gaza, en la lapidación islámica, en la ablación del clítoris en el África central, en la prohibición de enseñar la teoría de la evolución en algunos lugares de EE.UU., en los testigos de Jehová que se rehúsan terminantemente a que sus hijos reciban transfusiones de sangre aun cuando está en riesgo la vida, etc.
El multiculturalismo extremo entra en contradicción, de modo inexorable y ostensible, con el ideario humanista, laico y universalista de las izquierdas. Puede que en esta época posmoderna suene políticamente incorrecto decirlo, pero creo que hay que decirlo. El concepto de multiculturalismo debe ser problematizado, porque su absolutización entraña peligros enormes para la convivencia humana pacífica y fraterna. Hay que bregar por una ética universalista centrada en los derechos humanos, por más que a algunos les parezca que esa pretensión es una trampa eurocéntrica. Si los dogmas religiosos y las tradiciones atávicas prevalecen sobre el humanismo secular, el panorama a futuro de la humanidad será harto complicado.
El multiculturalismo suele ir de la mano con el argumento tradicionalista. En lógica, se denomina argumentum ad antiquitatem o «apelación a la tradición» a la falacia de pretender legitimar moralmente una determinada institución o costumbre de la sociedad en función de su antigüedad o espesor histórico: dado que A existe desde hace mucho tiempo, A es bueno y debe seguir existiendo. Se trata, sin lugar a dudas, de la piedra angular del pensamiento conservador. Hace más de dos siglos, el británico Edmund Burke se valió de este sofisma para impugnar la Revolución Francesa en Reflections on the Revolution in France (1790), pero su compatriota Thomas Paine le salió al cruce e hizo añicos su argumentación en Rights of Man (1791). La crítica ilustrada de Paine al tradicionalismo no ha perdido ni un ápice de vigencia, en lo medular.
Si echamos mano al método de la reducción al absurdo, rápidamente descubrimos cuán insostenible es este razonamiento. Por ejemplo, en los países del África subsahariana localizados alrededor de los Grandes Lagos (muy especialmente en Tanzania), se halla muy extendida la tradición de segregar, perseguir y asesinar brutalmente a las personas albinas, y de traficar intensamente con sus órganos. Inmemoriales creencias religiosas hacen de la ausencia congénita de melanina un ominoso e infamante estigma de maldición y mala suerte, y de los cuerpos que padecen dicha carencia, una codiciada fuente para obtener ingredientes mágicos y ofrendas rituales. Se trata obviamente de un caso extremo, pero que, precisamente por ello, facilita la dilucidación de la crítica que aquí se plantea. ¿Ha de permitirse que dicha práctica cultural se perpetúe indefinidamente por los siglos de los siglos, so pretexto de su tradicionalidad? ¿Acaso las sociedades son entes estáticos que no pueden ni deben cambiar jamás? Claro que no. Las tradiciones pueden y deben ser modificadas, sobre todo cuando entrañan violaciones de derechos humanos. En Argentina, por citar otro ejemplo, hubo un tiempo en que era tradición obedecer a un monarca absoluto de España, importar y explotar esclavos africanos, y excluir a las mujeres de la política por juzgárselas «incapaces»; y sin embargo, hoy, esas ideas nos resultan antediluvianas, y consideramos su superación histórica como algo muy saludable.
Lo consuetudinario, por sí solo, no puede ser nunca un criterio concluyente o inapelable de eticidad y juridicidad. Es por demás necesario que las tradiciones sean objeto de reflexión crítica. Es preciso, si se quiere de veras que haya avances sustantivos en materia de derechos humanos, que las costumbres sean revisadas periódicamente a la luz de una racionalidad ético-jurídica despojada de falsos esencialismos étnicos o religiosos, vale decir, inspirada en valores humanísticos de proyección universal. El pluralismo democrático exige discernir entre tradiciones que son compatibles con la libertad y la igualdad, y tradiciones que no lo son. El argumentum ad antiquitatem, por su misma lógica inmanente (apología acrítica de lo ancestral per se), representa, para la civilidad de los derechos humanos, una caja de Pandora. Es la ominosa antesala del vale todo: racismo, violencia de género, xenofobia, imperialismo, intolerancia religiosa, esclavitud, guerras, antisemitismo, homofobia, segregación, «limpieza étnica», genocidio y muchos otros males sociales.2
Por lo tanto, querer preservar todas las prácticas culturales existentes en el mundo so pretexto de su antigüedad o tradicionalidad resulta intelectual y moralmente insostenible. Puesto que muchas de ellas vulneran derechos y libertades de importancia capital para la dignidad humana, se impone la necesidad de un discernimiento y una selección. En una sociedad auténticamente democrática, ninguna tradición cultural, por muy antigua que sea, está por encima de la racionalidad crítica, la ética de los derechos humanos y la civilidad de las libertades públicas.
Yendo al caso puntual de los pueblos originarios de América, el multiculturalismo extremo implicaría, entre otras cosas, hacer la vista gorda con las prácticas machistas ancestrales –muchas de ellas de origen precolonial– que resultan lesivas a los derechos humanos de las mujeres. En algunas comunidades indígenas de América Latina, por caso, las mujeres acusadas de adulterio sufren castigos con altas dosis de violencia física y psíquica, y muchos varones adultos, con la anuencia de sus comunidades ancestrales de pertenencia, suelen practicar la pedofilia, prácticas que son a todas luces incompatibles con los postulados más elementales de la Convención contra la Tortura y otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes; la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer; y la Convención sobre los Derechos del Niño. Por otro lado, ciertos tabúes sexuales –al impedir la difusión de métodos modernos de profilaxis y anticoncepción– entrañan graves consecuencias humanitarias en términos de salud pública, como altas tasas de embarazo adolescente y el aumento del índice de morbilidad del VIH-sida. En el sudoeste de Colombia, la etnia emberá-chamí todavía practica clandestinamente la clitoridectomía. Aunque esta costumbre sexista está en declive, aún no ha desaparecido.
Insisto: aunque en este siglo XXI suene antipático, hay que señalar sin pelos en la lengua que si la lógica del multiculturalismo es llevada hasta sus últimas consecuencias (aceptación acrítica de todas y cada una de las manifestaciones culturales que existen en el mundo, sin ningún criterio meta-étnico o meta-religioso de discernimiento racional, a contramano de los ideales éticos universales del humanismo secular), muchas violaciones de derechos humanos quedarían avaladas, ya que esas violaciones se inscriben en antiguas culturas que las dotan profusamente de significación y sentido, y que las vuelven no sólo «legítimas», sino incluso «necesarias» e «imperativas». El supremacismo blanco en el Sur de EE.UU. y en las comunidades bóeres de Sudáfrica tiene profundas raíces histórico-culturales en el mito bíblico de la maldición de Caín; el antisemitismo abreva en un manantial lleno de antiguas creencias pseudo-justificatorias (el estigma neotestamentario del «deicidio», los libelos de sangre, los apócrifos Protocolos de los sabios de Sión, etc.); en Nigeria, la organización terrorista Boko Haram ha asesinado o reducido a esclavitud sexual a miles de preadolescentes y adolescentes mujeres «en nombre de Alá» por concurrir a la escuela; en Camerún, las niñas que entran a la pubertad sufren el planchado de senos; en India, la discriminación por castas no se ha extinguido…
Si nos remontamos atrás en el tiempo, constatamos lo mismo: la Inquisición española torturó y ejecutó a un sinnúmero de «herejes» y «apóstatas» en nombre de sofisticadísimas razones teológicas; en Mesoamérica, los aztecas sacrificaban miles de vidas humanas al año movilizados por su compleja cosmovisión (mito del Nahui Ollin o Quinto Sol); durante la Segunda Guerra Mundial, los japoneses invadieron numerosos países de Asia y Oceanía en cumplimiento de sagrados deberes para con su Tennō o «soberano celestial»; en Camboya, los jemeres rojos llevaron a cabo un genocidio de enormes proporciones movidos por su peculiar ideología etnonacionalista; en la Norteamérica colonial, los puritanos quemaban «brujas»… En 1948 y 1967, los israelíes, convencidísimos de su excepcional estatus de «pueblo elegido» y de su derecho bíblico a recuperar la «Tierra Prometida» de cualquier forma, llevaron a cabo una «limpieza étnica» en toda regla contra el pueblo palestino: la Nakba y la Naksa (historia de terror que, desde octubre de 2023, cuenta con un tercer capítulo: el genocidio en Gaza). Estados Unidos lleva muchas décadas actuando como hegemón imperial (saqueando recursos, invadiendo países, derrocando gobiernos, masacrando civiles, etc.) en base a su autopercepción de «faro de la democracia» y «gendarme de la civilización».
En síntesis, toda práctica social, independientemente de la opinión o valoración moral que tengamos de ella, se inscribe en un contexto cultural que la explica acabadamente, que la hace perfectamente inteligible, que la dota de significación y sentido. Todas las violaciones de derechos humanos socialmente aceptadas pueden ser objeto de una thick description o «descripción densa» (Clifford Geertz) que las vuelva completamente diáfanas, lógicas y previsibles desde una perspectiva historiográfica o etnográfica emic, es decir, asumiendo el punto de vista del propio agente individual o colectivo que las perpetra. La segregación racial, la discriminación sexista, la intolerancia religiosa, la criminalización del aborto voluntario y otras prácticas conculcatorias nunca acontecen en un vacío ideológico. Siempre hay semiosis en ellas.
Ahora bien: el imperativo ético-intelectual de comprender profundamente la alteridad en sus propios términos axiológicos no implica necesariamente su aceptación in totum, su convalidación en bloque. El respeto de la diversidad cultural no debe ser un cheque en blanco. El multiculturalismo debiera operar dentro de los límites que impone la necesidad de garantizar la vigencia irrestricta de los derechos humanos. Ese desideratum ético de raigambre ecuménica e ilustrada debiera resultar irrenunciable.
Admito que justificar desde la teoría la universalidad e inalienabilidad de los derechos humanos, y, más aún, consensuar en la praxis su contenido y alcances precisos, resulta una tarea extremadamente compleja, espinosa y problemática, habida cuenta la diversidad étnico-cultural de la humanidad, la pluralidad de cosmovisiones. Más aún en esta era posmoderna signada por el giro lingüístico, las modas intelectuales subjetivistas y relativistas, la difusión de los estudios poscoloniales y el auge del pensamiento decolonial.
Vivimos en tiempos donde la razón se halla bajo la permanente sospecha de eurocentrismo, donde muchos la ven como un mero constructo ideológico del Occidente imperialista y no como una cualidad universal del género humano. Ya no sólo se cuestiona el uso eurocéntrico y colonial de la razón –cuestionamiento que comparto–, sino la razón misma, o al menos la razón basada en los principios de la lógica formal clásica, una posición extremista que considero equivocada, aunque no es aquí el ámbito para discutirlo.
En este irracionalista clima de época, donde tanto campea la desconfianza hacia todo lo que «huela a occidental», el hecho objetivo de que la ética y la juridicidad de los derechos humanos hayan tenido su génesis histórica en el Occidente moderno, constituye un serio problema. ¿No serían ellas también, acaso, una invención cultural eurocéntrica? Muchos intelectuales ya se han hecho esta pregunta, y algunos de ellos, con sinceridad y sin abrigar segundas intenciones, le han dado una respuesta afirmativa, a veces sin reparar del todo en las delicadas consecuencias prácticas que podría tener su escepticismo.
Lo trágico del asunto es que muchos regímenes y movimientos reaccionarios del mundo ya se han hecho eco de esa respuesta. En los países islámicos más ortodoxos, por ejemplo, quienes defienden la inferioridad de la mujer y su sumisión al varón, su relegamiento al ámbito doméstico y también su lapidación en caso de adulterio (algunos de ellos formados intelectualmente en universidades de Europa y EE.UU.), alegan que los reclamos feministas de igualdad y libertad son meros síntomas de una cultura occidental decadente y prepotente, corrompida por el ateísmo e incapaz de comprender y respetar a las otras culturas.
Para algunos, la fundamentación iusnaturalista –teológica o secular– de los derechos humanos sigue siendo válida, satisfactoria. No es mi caso. No creo que los derechos humanos estén objetivamente dados. Ni la ciencia empírica ni la especulación filosófica han podido demostrar que exista realmente el ius naturale (tampoco Dios). Los derechos humanos representan una aspiración de orden ético que trasciende la esfera de la naturaleza. Son de carácter social, cultural, histórico. Es cierto que la ciencia ha demostrado que los seres humanos, más allá de sus diferencias fenotípicas, son esencialmente iguales en su configuración biológica. Pero de eso no se deduce que deban serlo en sus relaciones sociales. Personalmente, desde mis premisas filosóficas, considero que deberían serlo. Pero soy consciente de que se trata de un juicio de valor subjetivo que está más allá del conocimiento científico. El iusnaturalismo, por muy noble que sea su intención de dotar a los derechos humanos de un fundamento racional sólido, de una axiología inapelable, adolece de la fragilidad inherente a toda petición de principio. Además, los iusnaturalistas no se ponen de acuerdo en cuáles son exactamente los derechos humanos más allá de lo que estipule o no la legislación positiva, como lo ilustran los acalorados debates sobre la propiedad privada y el aborto voluntario, entre tantos otros.
El problema resulta apasionante, sin duda. Y reviste una importancia inmensa, tanto en la teoría como en la práctica. Pero es extremadamente complejo, y su abordaje excede ampliamente el propósito de este artículo, de modo que nada más agregaré al respecto. Lo que está claro es que el multiculturalismo es un arma de doble filo, una postura filosófica con luces y sombras, bondades y riesgos. Por eso digo: seamos todo lo multiculturalistas que queramos, siempre y cuando ello no suponga un vale todo en términos de convivencia humana.
¿Pero no hay acaso un objetivo de mínima a corto plazo? Sí lo hay: empezar de a poco a repensar el concepto de multiculturalismo, no sólo en nuestra «zona de confort», sino también a la luz de realidades más problemáticas. Urge dejar de lado la mirada ingenua y complaciente del turista embelesado con las manifestaciones bucólicas e inocuas de la multiculturalidad, y aguzar el ojo crítico para percibir aquellas otras que entrañan violencia material o simbólica. No hacerlo sería incurrir en la falacia de muestra sesgada (tomar en consideración únicamente los casos que nos resultan favorables, dejando de lado aquellos otros que contradicen nuestros aprioris). Es fácil ser multiculturalista cuando la diversidad étnica consiste en un «menú a la carta» de tradiciones culinarias o musicales totalmente inofensivas, pero ¿qué sucede cuando la alteridad cultural se expresa en ideologías como el racismo o en prácticas como el genocidio? ¿Hay que respetar el racismo? ¿Hay que aceptar el genocidio? ¿Todo lo que hacemos debe ser tolerado si hay una Weltanschauung subyacente que lo explica y motiva? ¿Conquistar, masacrar, esclavizar, violar, torturar, lapidar, etc., son acciones permisibles simplemente porque responden a representaciones colectivas que le confieren sentido y legitimidad?
El multiculturalismo es incongruente y peligroso. Le viene como anillo al dedo aquel refrán que reza: “el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones”. El capitalismo globalizado posmoderno, que ha hecho del consumismo segmentado en targets uno de sus grandes vectores, no tiene mayores problemas con la diversidad cultural (siempre y cuando no cuestione las instituciones y lógicas troncales del statu quo económico global: propiedad privada, mercado, trabajo asalariado, acumulación de capital). Al contrario, la multitud babélica de identidades –étnicas, religiosas y otras– se acopla muy bien a la estrategia comercial de crear o estimular la demanda diversificando la oferta. Hace rato que estamos en la era posfordista. La producción y el consumo estandarizados son cosas del pasado.
Pero cuidado: esta diversidad cultural del capitalismo posmoderno que tanto nos encandila, tiene mucho de ilusorio… La globalización neoliberal de las últimas décadas ha tenido un fuerte componente de homogeneización superestructural –no sólo de occidentalización, aunque también de occidentalización– en materia de valores y costumbres. Como bien ha hecho notar Russell Jacoby, el capitalismo, más allá de las apariencias, está destruyendo la diversidad del mundo, tanto la biológica como la cultural. Las alteridades étnicas van quedando progresivamente reducidas a nichos de consumo, a identidades folclorizadas, a subculturas de una gran Babel planetaria –la “aldea global”, para quienes prefieren los eufemismos– regida por la lógica ubicua y omnímoda del capital.
No obstante, aunque cada vez más domesticada y desguazada, aunque cada vez más heterónoma y superficial, la multiculturalidad sigue existiendo. Romantizarla, idealizarla apologéticamente porque la globalización capitalista va imponiendo de profundis una monstruosa dinámica de uniformización social que degrada el tejido comunitario, sería un grave error. El «progreso» del cosmopolitismo neoliberal es una calamidad. Está exacerbando sin límites el individualismo atomista, el subjetivismo narcisista, el hedonismo consumista y el fetichismo tecnológico, contra el telón de fondo de una sociedad cada vez más agonal y desigual, donde el capital se financiariza, trasnacionaliza e hiperconcentra; donde el trabajo se precariza, abarata y aliena; donde los pocos bienes y servicios públicos que aún quedaban en pie son privatizados, comercializados y rapiñados; donde los vínculos humanos –al decir de Zygmunt Bauman– se vuelven líquidos, es decir, frágiles y superficiales, efímeros en duración y apocados en intensidad; donde la cultura se uniforma y banaliza a la sombra del capitalismo digital y de un metropolitan lifestyle obsesionado con el confort; donde además, pero no menos importante, nuestro delicado metabolismo como especie con la naturaleza –absolutamente vital, en sentido figurado y literal– está siendo gravemente trastornado por el productivismo, la mercantilización, el extractivismo, la contaminación y la pérdida de biodiversidad. Claro que hay que combatir esta tendencia impetuosa de nuestra época, pero la resistencia no debe suponer una reacción nostálgica de tipo comunitarista y tradicionalista, por más que se le ponga el seductor moño de “multiculturalismo”. Los nacionalismos étnicos y los fundamentalismos religiosos –donde hacen su agosto los demagogos neoconservadores y los populistas de ultraderecha– no son el camino. Lo mismo cabe decir del racismo pseudocientífico y del sexismo patriarcal. Se trata de avanzar, no de retroceder…
Pero la solución tampoco es el falso e hipócrita universalismo neoliberal de un Occidente imperialista y etnocéntrico, que asume sin más su particularidad histórico-geográfica como una generalidad pan-civilizatoria, bajo la actual supremacía de los Estados Unidos, la superpotencia capitalista vencedora de la Guerra Fría, que no se cansa de exportar y naturalizar –a través de sus poderosas industrias culturales– el American way of life como «modernidad» a secas, sin adjetivos. Este universalismo espurio, encorsetado por una globalización capitalista donde las asimetrías y dependencias centro-periferia (Occidente-Oriente, Norte-Sur) han tenido un fuerte impacto material y simbólico, resulta inaceptable para toda izquierda genuinamente revolucionaria, radical.
La izquierda debe bregar por un mundo igualitariamente socialista y fraternalmente federado, de autorrealización individual y cooperación colectiva, donde las libertades democráticas y los derechos humanos alcancen su plena concreción, sobre premisas internacionalistas3 y laicas, plurinacionales e interculturales. La utopía comunista del mañana no será un mundo sin diversidad cultural, sin colorido étnico, sin variedad regional o local. Será un mundo donde esa diversidad, ese colorido, esa variedad tengan solamente dos límites: 1) no a los sistemas económico-sociales basados en la explotación, la desigualdad y la opresión de clase; y 2) no a un multiculturalismo extremo, relativista a ultranza en lo cognitivo y en lo moral, que implique un vale todo incompatible con los derechos humanos y la convivencia intercultural. Aunque, pensándolo bien, debemos agregar un punto más: 3) no a todo sistema de extracción, producción, distribución y consumo que pongan en peligro el ecosistema, del que somos parte como especie.
Ahora bien: si no existe –como hemos admitido sin rodeos, cuando criticamos al iusnaturalismo– la posibilidad de una ética universal de derechos humanos objetivamente válida, ¿qué debemos hacer? Es un hecho que la humanidad es multicultural, étnicamente heterogénea, por más que la globalización capitalista haya limado sus diferencias. Esa diversidad tiene obvias implicaciones morales. No existe una ética única, ecuménica, aun cuando la axiología burguesa –originalmente occidental, fuertemente eurocéntrica; pero hoy más cosmopolita que estrictamente occidental, habida cuenta la creciente gravitación y relativa autonomía de varias potencias asiáticas como China– se ha ido difundiendo horizontal y verticalmente en la sociedad contemporánea, sobre todo desde la posmodernidad.
¿Es posible entonces una ética de derechos humanos universalista y anticapitalista –socialista– objetivamente válida, sin sesgos culturales etnocéntricos? No, en lo que concierne a la validez objetiva, a la ausencia de etnocentrismo.
Por un lado, debe recordarse que los valores –morales, estéticos, etc.– son argumentables, mas no demostrables. Resulta imposible pasar del ser al deber ser sin sacrificar la objetividad, o como queramos llamarla, si esta palabra nos da tirria porque está demasiado contaminada por el positivismo y sus pretensiones desmesuradas de verdad absoluta, no relativa, no aproximada. (Ni hablar de la imparcialidad, que en ningún caso existe ni podría existir). Los valores –individuales o colectivos– son siempre subjetivos, aunque haríamos mal en equiparar –relativismo mediante– una moral tradicionalmente inculcada con una ética filosóficamente razonada.
Por otro lado, los sesgos culturales etnocéntricos, por mucho que los detestemos, son inevitables. Todas las culturas –no sólo el Occidente moderno– han adolecido de ese problema, en todo tiempo y lugar. Erradicarlo es imposible, una tarea sobrehumana. No obstante, sí podemos –y deberíamos– esforzarnos en limitar el etnocentrismo todo lo humanamente posible, por medio de la conciencia autocrítica. Esa búsqueda, ese desideratum, es una de las premisas fundamentales para avanzar hacia el internacionalismo y la interculturalidad, la hermandad solidaria y el respeto comprensivo entre los pueblos.
Hasta aquí, el medio vaso vacío: la imposibilidad de una ética inmaculadamente objetiva, libre de sesgos culturales. Pero también tenemos el medio vaso lleno, aunque a menudo –demasiado a menudo en estos tiempos posmodernos– lo olvidemos.
Es posible construir una ética universal desde un espacio común de diálogo y reflexión, fundado en dos pilares: 1) la apertura consciente –teórica y práctica, cognitiva y empática– a la interculturalidad, entendida como un cosmopolitismo pluralista que supera dialécticamente la etnicidad, integrándola en una totalidad que no niega las particularidades; y 2) la búsqueda de consenso general, de acuerdos mínimos. Independientemente de nuestras procedencias geográficas y pertenencias etnográficas, todas las personas estamos dotadas racionalidad y somos capaces de conocer, comprender y argumentar. Y aunque muchas son las diferencias consuetudinarias y axiológicas que existen entre culturas y cosmovisiones, no olvidemos que también hay muchos valores morales compartidos, religiosos o seculares. Estos valores morales compartidos son un buen punto de partida para elaborar por consenso, a través del diálogo racional, una ética universal e intercultural de derechos humanos.
Un acuerdo más básico de finalidad, más utilitario o pragmático si se quiere, también podría servir de ayuda en la prosecución de esa meta: darnos cuenta de que un mundo habitable como hogar –verdaderamente vivible, no meramente sobrevivible– necesita imperiosamente de paz y concordia. Y el requisito para la paz y la concordia nunca podrá ser el relativismo multiculturalista, los particularismos étnicos fagocitados y exacerbados –en la superficie, no en el fondo– por la globalización capitalista; ni tampoco el pseudo-universalismo de un Occidente porfiadamente etnocéntrico e imperial, promotor de un cosmopolitismo monocorde y líquido que oculta sus intereses; sino una ética de derechos humanos auténticamente universal –internacionalista e intercultural– basada en la utopía socialista, que significa libertad-igualdad-fraternidad en sentido radical.
Va siendo hora, pues, de que cifremos nuestras esperanzas en el comunismo.
Federico Mare
NOTAS
1 Podemos remitirnos aquí con mucha cautela crítica, como referencia preliminar, como primera aproximación, a la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948) de las Naciones Unidas. Para este autor, el preámbulo y los treinta artículos de la DUDH distan mucho de la perfección, debido a varias omisiones y ambigüedades, pero son fácilmente perfectibles. Valen como punto de partida, aunque no necesariamente como punto de llegada, sobre todo en lo concerniente al derecho de propiedad. El art. 17, por ejemplo, conformado por los incisos “1. Toda persona tiene derecho a la propiedad, individual y colectivamente” y “2. Nadie será privado arbitrariamente de su propiedad”, demanda precisiones sustantivas muy obvias desde una perspectiva revolucionaria de izquierda como la de Kalewche, que asume como fin la utopía comunista; y como medio, la socialización de los medios de producción, un proceso que resulta imposible sin grandes y medianas expropiaciones anticapitalistas. Tanto el derecho de propiedad privada como el derecho de herencia deben ser severamente restringidos y regulados, para evitar dinámicas de concentración económica y estratificación social de clases. Lo mismo vale, desde luego, para la libertad de comercio y la libertad de empresa. Por otro lado, la institución política del Estado, que en la DUDH es una presuposición incuestionada, quedaría excluida de una ética humanitaria basada en el comunismo anárquico, aunque no de una ética humanitaria de transición basada en el socialismo libertario, que propugne la socialización de la economía al mismo tiempo que la radicalización de la democracia (menos mecanismos indirectos de representación, más mecanismos directos de participación, pero sin abolición aún del aparato estatal).
2 Para un ejemplo concreto y detallado de crítica al tradicionalismo, con los argumentos aquí planteados, véase mi artículo “Reinas de la Vendimia: belleza, sexismo y banalidad”, en Kalewche, 3 de marzo de 2024, disponible en https://kalewche.com/reinas-de-la-vendimia-belleza-sexismo-y-banalidad. En él se hallará una jugosa cita a Paine, en polémica con Burke.
3 En este artículo se habla tanto de internacionalismo como de cosmopolitismo. Para este autor son conceptos interrelacionados, pero no equivalentes. El internacionalismo remite, más bien, al plano político: la búsqueda de solidaridad fraternal y cooperación multilateral entre los pueblos, superando las fronteras nacionales. No todo internacionalismo es necesariamente de izquierda, pero el que aquí se defiende es el socialista, también llamado “proletario”, que supone priorizar la lucha de clases y el activismo anticapitalista, reduciendo o manteniendo a raya todo patriotismo, y rechazando de plano todo chovinismo y etnonacionalismo. En cuanto al concepto de cosmopolitismo, si bien en la tradición marxista y anarquista ha suscitado mucha repulsa o recelo, nos parece reivindicable, siempre y cuando se lo disocie críticamente del globalismo posmoderno, es decir, básicamente, del capitalismo y del imperialismo. Un cosmopolitismo neoliberal y occidentalista nos parece inaceptable, más aún, repudiable. Pero creemos que es posible y deseable un universalismo socialista que conjugue el internacionalismo a nivel político, con cierto cosmopolitismo a nivel cultural. Un cosmopolitismo genuinamente socialista debería ser un cosmopolitismo no sólo anticapitalista y antiimperialista, sino contrario a toda homogeneización cultural, mesuradamente sensible y respetuoso –dentro de los límites generales básicos que establece la ética de los derechos humanos– hacia la diversidad étnica y el colorido telúrico de las pertenencias locales. Vale decir, no un cosmopolitismo de uniformidad, sino de interculturalidad. Pero no sólo de interculturalidad. Debería también contener, en otro plano, la preservación y el desarrollo de una cultura universal verdaderamente común e inclusiva, en la cual se busque conscientemente superar los sesgos etnocéntricos y los privilegios hegemónicos que han impedido o dificultado la confraternidad en igualdad entre los pueblos. En tal sentido, una interlengua como el esperanto representa una gran contribución. Véase al respecto mi artículo “Esperanto: la utopía de un idioma-mundo sin fronteras”, en Kalewche, 27 de noviembre de 2022, disponible en https://kalewche.com/esperanto-la-utopia-de-un-idioma-mundo-sin-fronteras.
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