Ilustración: Selva Gallegos, boceto en dibujo de la serie Pinturas blancas sobre la guerra de Malvinas (Córdoba, 1983). Archivo personal de la artista. Fuente: https://journals.openedition.org/nuevomundo/76925.
Presentación.— El presente ensayo de nuestro compañero Federico Mare, que incorporamos a la sección de debates Naumaquia con motivo de la reciente efeméride malvinense del 2 de abril, es una versión ligeramente adaptada y actualizada del primer capítulo de la obra Si quieren venir que vengan. Malvinas: genealogías, guerra, izquierdas, que coescribió con Ariel Petruccelli, Andrea Belén Rodríguez y Ariel Pennisi (Bs. As., Red Editorial, 2022). Se sugiere complementar su lectura con la de los otros capítulos del libro. Dos de ellos han sido reproducidos con algunos retoques en Kalewche el año pasado: “Miradas sobre la guerra del Atlántico Sur (y un poco más allá)”, de nuestro camarada Petrus (bajo el título “Malvinas, 1982: una guerra absurda que Argentina pudo haber ganado”); e “Izquierdas y Malvinas”, también de Federico. El cuento de Andrés Carminati que hemos publicado simultáneamente en Naglfar, la sección literaria, y que lleva por título “La intemperancia”, también es alusivo en buena medida –pero no solamente, y allí es donde radica quizás su mayor pregnancia y potencia– a la efeméride del 2 de abril.
Se cumplen 42 años de la guerra de Malvinas. Buena ocasión –o pretexto– para hacer memoria y balance, para revisar y repensar uno de los problemas más acuciantes de nuestra historia reciente. Malvinas, vexata quaestio si las hay. Asunto enmarañado, doloroso, polémico, conflictuado, interpelante, traumático, obsesionante, maldito, irresuelto… Asunto vigente, como pocos.1
Sirva este dato anecdótico como botón de muestra: a fines de 2021, cuando se supo que Boric había triunfado en el balotaje por la presidencia de Chile, en Argentina se viralizó un viejo entrevero por Twitter entre el político trasandino y el embajador británico. Este había publicado, en febrero de 2013, una postal malvinense con el epígrafe “linda foto del pleno verano en las Islas Falkland con sus pingüinos felices”, y Boric le había salido al cruce con el comentario “Malvinas viejo, Malvinas Argentinas”2. Ocho años y medio después, en medio de la fiebre noticiosa producida por los comicios presidenciales de Chile, alguien de Argentina buscó y desempolvó aquel intercambio tuitero, y, en cuestión de horas, se volvió viral. Amplios sectores de nuestra sociedad (incluyendo a importantes figuras del gobierno nacional como Daniel Filmus y Felipe Solá) se solazaron de que en Chile hubiera ganado un candidato filoargentino, al menos en lo que respecta a la cuestión Malvinas. Todos los pronunciamientos de Boric sobre los grandes temas de la agenda pública chilena (economía, salud, educación, medio ambiente, proceso constituyente, pueblos originarios, derechos de las mujeres, terrorismo de estado durante la dictadura de Pinochet, etc.) quedaron en segundo plano. De este lado de los Andes, nada importó más que un viejo y perdido tuit malvinero de cuando Boric era un joven dirigente estudiantil… La anécdota ilustra lo lejos que hemos llegado con nuestro «malvinocentrismo». Las islas irredentas del Atlántico Sur se han vuelto una manía nacional. Hace dos años, la crisis de Ucrania también fue objeto de interpretaciones en clave malvinera (por ej., memes futboleros que ironizaban sobre la doble vara de la FIFA, muy diligente en sancionar a Rusia por haber ocupado territorio ucraniano, pero no a Inglaterra por haber usurpado las islas del Atlántico Sur).
Malvinas es una pasión argentina por antonomasia, aunque –parafraseando a Spinoza– podríamos preguntarnos si se trata de una pasión alegre o triste, una pasión que nos eleva o degrada como sociedad.3 ¿Nos ha hecho mejores o peores? Por lo pronto, dejando de lado este interrogante político-filosófico, desde la ciencia histórica podemos constatar que nos ha hecho tal como somos, con luces y sombras. Digámoslo con más cautela y precisión: ha contribuido significativamente a modelar nuestra identidad como pueblo. De ahí su importancia histórica objetiva, con independencia de nuestras valoraciones ideológicas subjetivas.
Indudablemente, la cuestión Malvinas es uno de los tópicos troncales y estructurantes del nacionalismo argentino. Sin irredentismo4 malvinero, el patriotismo –tal como lo conocemos– sería inconcebible en Argentina. Uno se siente tentado de preguntarse qué sería del nacionalismo argentino si las islas del Atlántico Sur fueran algún día recuperadas. No estoy sugiriendo que no podría haber patriotismo en nuestro país si las Malvinas fueran reintegradas. Lo que trato de decir es que, si ese hecho ocurriera, el nacionalismo argento sería muy diferente a como hoy es, tanto en su ethos como en su pathos. Probablemente, estaría menos obsesionado con el imperialismo británico, y tendría menos victimismo trágico.5
Sin cuestión Malvinas, sucesos como las Invasiones Inglesas, el empréstito de la Baring a Rivadavia, la Vuelta de Obligado, las huelgas de La Forestal, el pacto Roca-Runciman y la nacionalización de los ferrocarriles con Perón, posiblemente ya no serían objeto, en los manuales escolares, de una evocación tan insistente, tan enfática, tan obsesiva, tan dramática.6 Creo que no nos damos cuenta –al menos no lo suficiente– de cuánto ha influido la perspectiva Malvinas en nuestra memoria histórica. Somos muy conscientes, sí, de ese condicionamiento en el terreno futbolero. Sabemos perfectamente, por ejemplo, que la vehemencia con que festejamos los dos goles de Maradona a los ingleses en el mundial del 86 tuvo mucho que ver con el trauma bélico del 82. No ignoramos que nunca se hubiera festejado tanto la pícara irreverencia de Rattín en el Wembley, allá por 1966, si la rivalidad angloargentina hubiese sido puramente deportiva.7 Pero rara vez nos percatamos, sin embargo, de hasta qué punto ha incidido el irredentismo malvinero en la selección y jerarquización de los saberes históricos que conforman nuestra identidad nacional.8
Nacionalismo, hegemonía, pasado y esencialismo
Lo que Karl Marx, en su célebre introducción a la Crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel, dijera de la religión –que es, al mismo tiempo, “base universal de consolación y justificación”–9, bien podría extrapolarse a lo que un sociólogo estadounidense, en los años 60, definió como civil religion10: el nacionalismo. Este fenómeno ideológico tan característico de la modernidad supone, tanto en su variante más liberal o contractualista como en su variante más romántica o étnico-esencialista (pero más en la segunda que en la primera), una comunidad imaginada11, una conciencia del nosotros –y de la otredad– que hace tabla rasa, al interior de cada sociedad, con la conciencia de clase y las relaciones de antagonismo/pertenencia que se tejen en torno a ella, a la vez que obstaculiza el afianzamiento del internacionalismo entre los sujetos subalternos. Dicho de otro modo, la idea de nación lleva en su germen la ilusión de un consenso general, de una armonía interclasista, sin la cual –como bien advirtió Gramsci– la hegemonía de la burguesía, y en último término su dominación misma (porque ninguna dominación es viable en el largo plazo si sólo se apoya en la coacción), serían imposibles.12
Pero el fenómeno ideológico del nacionalismo, al igual que el religioso, no se agota en la autojustificación del opresor, en la lógica del poder. También se nutre, oblicuamente, de la autoconsolación del oprimido, de sus anhelos utópicos de redención social. Si en las religiones tradicionales el bien supremo es una esperanza metafísica –la creencia en un futuro paradisíaco más allá de esta vida y de este mundo–, en las religiones cívicas es un recuerdo histórico y mítico a la vez: la creencia en un pasado ideal, en una edad de oro representada por el momento inaugural de la patria, el tiempo heroico y ejemplar de los próceres. En ambos casos, la opción concreta de una emancipación aquí y ahora queda desdibujada, y se ofrece, como satisfacción vicaria, la nostalgia por la gloria de antaño o la fe en la gloria por venir; actitudes que, en su conformismo, desmovilizan y coadyuvan a la preservación del status quo.
La cosmovisión nacionalista, erigida sobre la negación o disimulación de las desigualdades y conflictos sociales, sólo puede perpetuarse recreando constantemente el nacimiento de la patria, el acto fundacional del estado-nación. La comunión ciudadana tiene en el universo simbólico de la conmemoración histórica –un universo saturado de discursos y rituales aglutinantes– su medio vital. El primordialismo, la sacralización del pasado, la regresión eufórica al origen, la propensión a hacer de las festividades patrias auténticas «ceremonias de resurrección», etc., son aspectos medulares del nacionalismo. No hay nacionalismo sin mistificación, sin «mística nacional».13
Desde luego, la imagen del pasado que unifica a los diferentes estratos sociales como nación no es azarosa, sino ideológica. Es una imagen hegemónica, una visión particular y parcial de la historia que expresa –y legitima– los intereses y las aspiraciones de la clase dominante. El nacionalismo carece de neutralidad. No es aséptico. Tampoco lo es, por ende, su representación de los tiempos pretéritos. Uno y otra están atravesados por lógicas de poder, condensan correlaciones de fuerza. La llamada historia oficial, igual que el revisionismo histórico, son indisociables del nacionalismo.14
El escenario por excelencia de la conmemoración cívica es la escuela, institución que tiene a su cargo la socialización y endoculturación de las nuevas generaciones (también lo fue el cuartel, cuando existía el servicio militar obligatorio). La ocasión privilegiada para dicha «ceremonia de resurrección» son las efemérides patrias.15
Pero como nuestra concepción del tiempo ha sido moldeada por el sistema decimal, los aniversarios tienen un poder de evocación dispar: los decenarios tienen más fuerza o impacto que los anuarios. Esto no es un dato menor. Porque la memoria, las tradiciones, la historiografía, no son etéreas ni estériles. Ellas mismas constituyen un factor activo en la historia. Forman parte del tejido cultural de la sociedad, e inciden, por ende, en el devenir que esta experimenta. Las efemérides, como coyunturas de excepcional resonancia histórica, como momentos de máxima evocación o de alta densidad rememorativa, acrecientan la influencia del pasado sobre el presente. He aquí la importancia que revisten, para la vigencia –o reactualización– de la cuestión Malvinas, las conmemoraciones del 2 de abril y 10 de junio.
Un poco de geografía e historia
Malvinas, Georgias del Sur, Sándwich del Sur, Orcadas del Sur. Cualquiera que mire un mapa, y compruebe lo cerca que están ellas del litoral argentino, de la costa patagónica, y lo sideralmente lejos que están del Reino Unido, se da cuenta fácilmente que todos esos territorios insulares donde hoy flamea la Union Jack son soberanía argentina, y que deben, por lo tanto, volver a ser posesión efectiva de la República Argentina, como municipios o distritos de su provincia más austral, Tierra del Fuego (así lo establece la ley 23.775). La geografía no deja lugar a dudas.16
Ni hablar en el caso de las Malvinas, situadas a solo 256,4 km de la Isla de los Estados (Tierra del Fuego). Las Malvinas son las ínsulas más grandes, pobladas y ricas del Atlántico Sur17. Las otras, menos valiosas, están más distantes del continente, no cabe duda. Pero no tanto como para que Gran Bretaña pueda discutirle a la Argentina, con argumentos geográficos serios, sus pretensiones soberanas. Si lo hicieran Chile o Uruguay (o incluso Sudáfrica si se quiere, en el caso de las Georgias y Sándwich del Sur), sería igualmente injustificado, improcedente, pero quizás no tan desmesuradamente absurdo.
Añádase otra verdad, muy simple, casi de Perogrullo: las Malvinas se hallan en aguas epicontinentales. Dicho de otro modo, se encuentran sobre la plataforma americana, siendo la República Argentina el único estado del Cono Sur que linda con el Atlántico a esas latitudes tan meridionales. En cuanto a las recónditas Georgias y Sándwich del Sur, emplazadas mucho más al este, y las también remotas Orcadas del Sur, tan al sur que son vecinas de la Península Antártica, no hay ningún otro país más próximo a ellas que el nuestro.
Figurémonos lo siguiente: las capitales de Puerto Argentino (Stanley) y Londres están muy lejos del ecuador, curiosamente a igual latitud: paralelo 51°. Es decir, son equidistantes respecto al paralelo 0°. Pero claro, hay un pequeño detalle: ¡se ubican en hemisferios opuestos! No solo eso, su longitud es disímil. La metrópoli londinense está en el famoso meridiano de Greenwich, el meridiano 0°,18 mientras que la ciudad cabecera de las Malvinas se emplaza en el meridiano 57°. Todo esto implica en concreto que, entre Puerto Argentino y Londres, median casi 12.700 km en línea recta, con una diferencia horaria de ±3. La distancia entre King Edward Point –asentamiento principal de las Georgias y Sándwich del Sur– y la capital del Reino Unido es similar: 12.200 km, aproximadamente. Cabe entonces preguntarse: ¿de qué otra forma interpretar la dependencia ultramarina de las Malvinas –y demás islas del Atlántico Sur– a Gran Bretaña, sino como un caso flagrante y escandaloso de colonialismo?
Pero también la historia avala el reclamo argentino sobre las Malvinas, y saber esto es importante. Lo que sigue es un somero racconto del pasado prehistórico e histórico de las islas, sin ninguna aspiración de exhaustividad u originalidad.19
Desde tiempos inmemoriales, los pueblos originarios de la Patagonia austral (canoeros yámanas y/o tehuelches) habrían visitado estacional o esporádicamente las Malvinas, sin poblarlas de modo permanente. Eso al menos sugiere el registro arqueológico actual, siempre provisorio por estar sujeto a la eventualidad de nuevos hallazgos. Por otra parte, el guará o zorro-lobo malvinense, especie extinguida a mediados del siglo XIX y tradicionalmente considerada endógena, podría ser, en realidad, descendiente del perro fueguino, que bien pudo haber sido introducido en las islas por cazadores-pescadores yaganes.20 Lo cierto es que, cuando los europeos desembarcaron por primera vez en las Malvinas, estaban deshabitadas.
Durante la primera mitad del siglo XVI, diversos exploradores ibéricos podrían haber avistado las islas. Aunque hay más de un candidato a «descubridor» europeo, el más aceptado es el marino portugués Estêvão Gomes, piloto de Magallanes al servicio de la Corona de Castilla, quien se habría topado con las Malvinas hacia 1520 en su travesía desertora de regreso a Sevilla. Sea como fuere, existe cierto consenso historiográfico –en base a diferentes fuentes primarias como relatos, cartas y mapas– respecto a que alguna de las muchas expediciones españolas que buscaban febrilmente el paso del sudoeste –ya sea el estrecho de Magallanes o el pasaje de Drake– tiene que haber divisado las islas bastante antes que lo hicieran, presuntamente, los corsarios ingleses John Davis y/o Richard Hawkins a fines del siglo XVI.21 Resulta poco probable, casi inverosímil, que el archipiélago malvinense, tan cerca como está al continente, no haya sido avistado por ninguno de los muchos navegantes de Castilla que, bordeando la Patagonia atlántica, rumbearon hacia el Pacífico con posterioridad a los viajes de Colón. Huelga aclarar que el debate historiográfico sobre el primer avistamiento europeo de las Malvinas se ha visto fuertemente condicionado y sesgado por los intereses y sentimientos nacionalistas (léase: irredentismo argentino y colonialismo británico).22
Durante el siglo XVII y la primera mitad del XVIII, los buques comenzaron a recalar con creciente frecuencia en las Malvinas, para aprovisionarse de agua dulce, víveres y madera, o efectuar reparaciones. Sin embargo, ninguna potencia europea juzgó necesario colonizar las islas en dicho período. España, amparándose en la bula papal Inter Caetera IIy el tratado de Tordesillas con Portugal, las reclamaba como suyas. Las consideraba parte de la gobernación del Río de la Plata, dependiente, a su vez, del Virreinato del Perú. Pero no creó ningún asentamiento permanente en ella.
Fueron los franceses quienes, en 1764, colonizaron por primera vez las Malvinas, bajo la dirección de Louis Antoine de Bougainville, un explorador al servicio de Luis XV. Desde el siglo XVII, barcos pesqueros y balleneros de Bretaña venían explotando las islas con relativa asiduidad. De hecho, el topónimo «Malvinas» es una castellanización de Malouines, nombre con que los marinos bretones bautizaron al archipiélago (en alusión a Saint-Malo, su puerto de procedencia). A Bougainville le corresponde la fundación de Port Saint-Louis (Puerto Soledad). Pero España pronto protestó, y Francia aceptó retirarse de las islas sin mayores resistencias ni dilaciones. La entrega se concretó en 1767, tres años después de la ocupación.
El asentamiento francés (unos 40 colonos bretones y acadienses) terminó así bajo jurisdicción hispana, como Comandancia de las Islas Malvinas. Este territorio dependía administrativamente de Buenos Aires, y cuando se creó el Virreinato del Río de la Plata en 1776, quedó incorporado a él.
Hacia 1766, los británicos fundaron Port Egmont en la isla Trinidad, al norte de la Gran Malvina. Su aventura colonial duró poco. Fueron vencidos y expulsados por los españoles en 1770, en medio de una crisis diplomática que amagó con una escalada bélica.
Tras la Revolución de Mayo, los mandos realistas de la Banda Oriental ordenaron la evacuación de las islas. La guarnición malvinera fue trasladada a Montevideo en 1811, con el objeto de reforzar la defensa de esta ciudad portuaria –uno de los mayores baluartes de la Armada española en América– frente a la amenaza naval y terrestre de los criollos rebeldes. Las Malvinas quedarían así deshabitadas por varios años, durante gran parte de la guerra de Independencia. Cuando lo que hoy es Argentina se independizó formalmente de España en 1816, las islas pasaron a ser parte de las Provincias Unidas del Río de la Plata, conforme al criterio legal del uti possidetis. Las autoridades rioplatenses tomaron posesión formalmente de las islas en noviembre de 1820, con el envío de la fragata Heroína. El proyecto original era hacer de las Malvinas una colonia penal.
Nueve años después, Luis Vernet –un empresario alemán radicado desde muy joven en el Río de la Plata– fue designado gobernador de las Malvinas, por medio de un decreto que volvió a hacer de ellas, en términos jurisdiccionales, una comandancia política y militar, aunque no ya de la monarquía hispánica de los Borbones, sino de la república sudamericana que luego se llamaría Argentina (el decreto en cuestión, fechado el 10 de junio de 1829, es el origen del Día de la Afirmación de los Derechos Argentinos sobre las Malvinas). Desde hacía algún tiempo, Vernet venía impulsando en las islas el poblamiento, la pesca, la ganadería y el comercio, con permiso argentino.
Por aquel entonces, el merodeo de buques extranjeros en aguas y playas malvinenses se había vuelto un problema serio. Venían a pescar, pero más aún a cazar ballenas, focas, lobos marinos y pingüinos. Lo hacían de forma muy intensiva, indiscriminada, sin licencia del gobierno argentino. Las potencias capitalistas anglosajonas –Gran Bretaña y Estados Unidos– encabezaban esta actividad primaria extractiva, estrechamente ligada a la Revolución Industrial. Eran los tiempos de la fiebre ballenera, que inmortalizara Herman Melville en su novela Moby Dick: largas travesías interoceánicas, peligrosas cacerías con arpones, puertos frenéticos como Nantucket, etc. La grasa de los mamíferos marinos –sobre todo la de los cetáceos– era muy cotizada, pues con ella se producía en abundancia aceite y cera de excepcional calidad para lámparas y velas, entre otros usos lucrativos (todo esto cambiaría con el querosén y el petróleo, pero más adelante). Lo cierto es que las Malvinas quedaron envueltas en aquel negocio náutico, y eso cambiaría irreversiblemente su historia.
En julio de 1831, tres barcos norteamericanos que operaban clandestinamente en la zona –a pesar de las reiteradas advertencias y amonestaciones que habían recibido– fueron capturados y decomisados por subalternos de Vernet, y sus tripulantes quedaron arrestados y procesados. El hecho desató un altercado diplomático con los Estados Unidos, renuentes a aceptar la soberanía argentina sobre las islas, a las que antojadizamente consideraban res nullius, igual que la Patagonia. El 31 de diciembre, la fragata de guerra USS Lexington atacó Puerto Soledad en represalia a lo ocurrido. Los marinos estadounidenses saquearon el asentamiento, provocaron diversos destrozos materiales y arriaron la bandera argentina, en lo que constituye una de las primeras tropelías del Tío Sam y su gunboat diplomacy (diplomacia de cañonero) en la historia de América Latina.
En enero de 1833, el imperio británico, más preocupado por la expansión naval yanqui en el Atlántico Sur que por las pretensiones soberanas de Buenos Aires sobre la Patagonia austral, invadió las Malvinas, entonces gobernadas por José María Pinedo. La ocupación fue llevada a cabo por las corbetas HMS Clio y HMS Tyne, capitaneadas por John Onslow. La exigua guarnición de las islas y el modesto ARA Sarandí, muy superados en poder de fuego, nada pudieron hacer. Los soldados rioplatenses y sus familias fueron deportados a Buenos Aires, y una parte de los colonos optaron por emigrar. Los británicos izaron su pabellón y comenzaron a reconstruir Port Egmont.23 Desde entonces, Reino Unido retiene las islas –a las que llama Falklands– como una colonia de ultramar.
Hacia 1841, con la designación del primer gobernador británico de las Malvinas (Richard Moody), comenzaron a arribar a las islas los primeros contingentes de colonos. En 1843, se fundó Port Stanley, a la que luego los argentinos llamarían Puerto Argentino. En 1845, se instituyeron dos autoridades colegiadas: el Consejo Legislativo y el Consejo Ejecutivo. Para 1849, ya residían en las Malvinas 200 colonos.
A mediados del siglo XIX, las islas se beneficiaron bastante con la fiebre del oro de California. Todavía no existía el canal de Panamá, así es que el tráfico interoceánico por el peligroso cabo de Hornos –donde abundaban los naufragios–24 alcanzó volúmenes inéditos. El aprovisionamiento y la reparación de los barcos a vela que iban y venían de California se volvió el motor de la economía malvinense. La pesca, la caza de mamíferos marinos, la explotación forestal, la extracción de turba (como combustible y como fertilizante) y, sobre todo, la ganadería –especialmente la cría de bovinos y ovejas– crecieron al calor de dicha bonanza, atrayendo nuevos colonos europeos, mayormente pastores y veteranos de guerra del Reino Unido, quienes accedían con relativa facilidad a la propiedad o el usufructo de la tierra. En menor medida, arribaron rioplatenses –sobre todo uruguayos– y chilenos como mano de obra asalariada, básicamente como peones rurales, dando origen a una significativa minoría étnica sudamericana que, con renovados aportes inmigratorios durante la centuria pasada, ha perdurado hasta la actualidad.
Con la crisis de la actividad ballenera y la generalización de los barcos a vapor durante las últimas décadas del siglo XIX, seguidas de la apertura del canal de Panamá a principios del XX, la importancia de las Malvinas como escala interoceánica declinó sensiblemente. Frente a esa situación adversa, los colonos reforzaron su especialización ganadera, adoptando un neto perfil productivo de pastores de ovejas. Esa reconversión fue de la mano con el refinamiento de los rebaños –introducción de nuevas razas ovinas, como la Cheviot– y un fuerte crecimiento de la exportación de lanas a Gran Bretaña. En este contexto, la Falkland Islands Company (FIC) haría pingües negocios, asunto del cual hablamos en otro ensayo.25
Casi dos siglos de reclamos
Desde la usurpación de 1833 hasta hoy, a lo largo de más de 190 años, la Argentina no ha dejado de reclamar la devolución de las Malvinas. No siempre con el mismo ahínco, ni con la misma estrategia, dado que las circunstancias históricas, dentro del país y a nivel mundial, han ido mutando (el primer peronismo, por ejemplo, fue muy principista –nacionalista– en sus reivindicaciones; mientras que el menemismo, en cambio, optó pragmáticamente por tratar de seducir con distintos beneficios a los isleños). Pero puede decirse que, desde los lejanos tiempos de Rosas hasta nuestros días, Argentina nunca ha claudicado en su lucha. Lucha que siempre ha sido pacífica, por vía diplomática, con la única excepción del incidente bélico de 1982. El corpus de argumentos jurídicos, históricos y geográficos esgrimidos por la Cancillería argentina también ha sido relativamente estable, aunque en el siglo XIX no se lo desplegó con tanta firmeza e insistencia como en el XX, una centuria más nacionalista.
Eso sí: durante mucho tiempo (una centuria cuanto menos), el irredentismo malvinero fue solo un reclamo diplomático, no una causa popular. Como bien explica Andrea Rodríguez, recién a partir de los años 30 comenzó la mutación ideológica, que culminó con el primer peronismo, cuando la cuestión Malvinas se escolarizó y masificó.26
La primera protesta diplomática tuvo lugar el 16 de enero de 1833, pocos días después de la ocupación, tan pronto como llegó la noticia del suceso al Río de la Plata. Fue realizada por Manuel Maza, ministro de Relaciones Exteriores de la Confederación Argentina, ante Philip Gore, encargado de Negocios del Reino Unido en Buenos Aires. Un inventario de las demandas diplomáticas ulteriores excede el espacio y la finalidad del presente texto.27
Baste aquí con señalar que Gran Bretaña casi siempre ha hecho oídos sordos a los reclamos de restitución de la República Argentina. Es cierto que, en el siglo XIX y dos primeros decenios del XX, no había ningún sistema internacional de seguridad colectiva, de arbitraje multilateral, que facilitara las cosas. Y es cierto también que, cuando la Sociedad de Naciones fue creada en 1920, este organismo tuvo escaso reconocimiento e influjo (la Argentina de Yrigoyen, de hecho, se retiró a los pocos meses, y recién se reintegraría en 1932 con Justo). Pero cuando la Segunda Guerra Mundial concluyó y nacieron las Naciones Unidas, entidad universalmente avalada y mucho más gravitante que su predecesora, el Reino Unido persistió en su actitud. Londres ignoró las exhortaciones de negociación diplomática de la ONU con la misma tozudez con que había ninguneado o boicoteado el diálogo bilateral con Buenos Aires.
En su resolución 2065 (XX), que data de 1965, las Naciones Unidas encuadraron “el caso de las Islas Malvinas (Falkland Islands)” dentro de “su resolución 1514 (XV), de 14 de diciembre de 1960”, inspirada en “el anhelado propósito de poner fin al colonialismo en todas partes y en todas sus formas” (léase: descolonización)28. Pero claro: la ONU no es tan democrática como dice ser… Tanto Argentina como Gran Bretaña forman parte de la Asamblea General, pero el Reino Unido, además, integra de modo permanente el poderoso Consejo de Seguridad, privilegio geopolítico que solo comparte con cuatro países: Estados Unidos, Rusia, China y Francia. En concreto, esta prerrogativa oligárquica significa la posibilidad de vetar cualquier resolución de la Asamblea General. Dicho de otro modo, gracias al derecho de veto, Gran Bretaña puede ser, en el diferendo Malvinas/Falklands, juez y parte, mientras que nuestro país solo puede ser parte. Cuando el filósofo Immanuel Kant escribió Sobre la paz perpetua (1795), obra precursora del sistema interestatal de seguridad colectiva, jamás propuso una aberración ético-política semejante.
Una digresión: la negativa británica a devolver las Malvinas no responde únicamente a razones ideológicas de arrogancia imperial, o de compromiso metropolitano con una población isleña hostil a la Argentina y orgullosa de su britaneidad. Pensar eso sería incurrir en un reduccionismo idealista muy ingenuo. Hay motivos más materiales, factores geoestratégicos, que inciden en esa posición. En primer lugar, las Malvinas están situadas en un lugar privilegiado para controlar el tráfico marítimo meridional Atlántico-Pacífico, por su cercanía al estrecho de Magallanes y los canales de Beagle y Drake (el canal de Panamá relativizó mucho su importancia, pero no totalmente). En segundo lugar, su posesión contribuye a dar sustento fáctico y jurídico –igual que la posesión de las Georgias y Sándwich del Sur –a la pretensión del Reino Unido de perpetuar su jurisdicción en la Antártida, reservorio del 80% del agua dulce en el planeta (un aspecto otrora poco tenido en cuenta, pero que en las últimas décadas ha adquirido una importancia dramática debido al calentamiento global). En tercer lugar, las Malvinas cuentan con recursos naturales (pesqueros, sobre todo), no tan cuantiosos como fantasea la derecha nacionalista argentina, pero tampoco irrelevantes. Y en último lugar, debe recordarse que allí se emplaza RAF Mount Pleasant, la mayor base militar aérea de Gran Bretaña en todo el Atlántico Sur; base que, según se ha denunciado, albergaría armamento nuclear.29
Pero lo primero –el orgullo imperial– no debe ser subestimado. Como ha explicado con claridad Alan Woods, un intelectual galés marxista, “para una potencia imperialista como Gran Bretaña el prestigio es algo muy importante, ya que tiene acuerdos de defensa con muchos países, por ejemplo, con algunos estados petroleros del Golfo Pérsico”. El 2 de abril de 1982 y días subsiguientes, “las fotos de prensa que mostraban a soldados británicos tendidos en el suelo, prisioneros del ejército argentino, recorrieron todo el mundo y esto suponía un golpe para su prestigio”. Las autoridades conservadoras del Reino Unido “no lo podían tolerar. Por lo tanto, el imperialismo británico contraatacó”30. Además, Thatcher tenía fama de estadista enérgica, férrea y corajuda, sin un solo ápice de falsa modestia, algo que ella siempre había cultivado a conciencia, y que le había dado muchos réditos políticos en su dilatada carrera. “Tengo fama de ser la Dama de Hierro [The Iron Lady, en inglés]. Poseo una gran resolución. Esa resolución es compartida por el pueblo británico”31, declararía altivamente a una cadena de TV norteamericana.
Para concluir este apartado, no estaría de más reconocer que Argentina, por su raigambre cultural hispánica, ha pecado a veces de demasiado legalismo o formalismo leguleyo en su enfoque del problema político de las Malvinas. Subestimar la cuestión fáctica «Kelpers» ha probado ser un error recurrente de nuestra Cancillería. Aunque también hemos caído en el error diametralmente opuesto: menospreciar la argumentación jurídica desde un empirismo y pragmatismo peligrosos, donde se diluye toda ética anticolonial-antiimperialista y se endiosa indebidamente a la población isleña, hasta rozar con posiciones anglófilas y entreguistas. Debiéramos ser capaces de encontrar un justo medio entre ambos extremos.
1982: guerra en el Atlántico Sur
En 1982, Argentina ocupó de nuevo las islas, a casi 150 años de que se las quitaran por la fuerza. La Operación Rosario se concretó el 2 de abril, fecha que dio origen a la otra efeméride malvinense (Día del Veterano y de los Caídos en la Guerra de Malvinas). El Reino Unido se negó a aceptar la pérdida de las islas, y envió una poderosa expedición militar a recuperarlas: la Task Force. Así comenzó la contienda.32
Hasta el 14 de junio, durante dos meses y doce días, hubo guerra en tierra, mar y aire. Muchos argentinos combatieron con valor. Sus avezados e intrépidos pilotos hicieron proezas inimaginables en sus vuelos rasantes contra los buques de la Royal Navy, ganándose el respeto y el elogio de sus enemigos. Pero la superioridad tecnológica del Reino Unido de Thatcher –una de las mayores potencias navales del mundo– era considerable. Además, los Estados Unidos de Reagan –la superpotencia número 1– ayudaron a Gran Bretaña, su principal aliado estratégico dentro de la OTAN, desequilibrando así la balanza. El riesgo de una guerra por la espalda con el Chile de Pinochet, en la Patagonia austral, por el litigio limítrofe del Beagle, seguía latente o eso se creía, y tal situación o suposición le impidió a la Argentina trasladar sus tropas de montaña apostadas en los Andes –las más capacitadas para luchar bajo el frío y la nieve– a las Malvinas. Con un agravante: la dictadura chilena brindó auxilio al Reino Unido, tanto en materia logística como de inteligencia (aunque quizás no tanto como fantasea la derecha nacionalista argentina).
Para colmo, las Naciones Unidas condenaron la Operación Rosario de inmediato, el 3 de abril. El Consejo de Seguridad de la ONU emitió una resolución –la 502– exigiéndole a la Argentina el retiro urgente de sus tropas. El quórum fue ajustadísimo, pero hubo muchas abstenciones que no estaban en los planes de la Junta y que dejaron un sabor amargo a traición y/o derrota, como las de los países no alineados (salvo Panamá), la URSS, China y Polonia (que eran del bloque comunista), y también España, en litigio con Gran Bretaña por la cuestión de Gibraltar, similar a la de Malvinas. Era un fracaso sin atenuantes, que hizo añicos el sueño de una salida diplomática favorable a la crisis. Argentina quedaba casi sola, demasiado aislada internacionalmente.
Ganar la guerra era muy difícil en esas condiciones, aunque la propaganda y la censura del gobierno argentino hicieran creer al principio otra cosa (cantinela triunfalista del “estamos ganando”33). Los errores garrafales de cálculo y el nivel escandaloso de improvisación con que Argentina entró en la conflagración (su Ejército, sobre todo) todavía hoy siguen causando perplejidad y curiosidad entre los analistas expertos de ambos países, y de terceros países también. La Junta Militar decidió ocupar las islas para negociar su restitución desde una posición diplomática más ventajosa, no para defenderlas en una guerra (se barajaban, incluso, escenarios como un condominio angloargentino de transición o un fideicomiso provisional de la ONU con cascos azules). Se supuso cándidamente que la Dama de Hierro no daría una respuesta armada de envergadura a la Operación Rosario, y que, si la daba, Reagan mantendría una postura de estricta neutralidad, de salomónica no intervención (la Junta Militar no tuvo en cuenta algo tan evidente como el recrudecimiento de la guerra fría desde 1979, que hacía esperable una buena sintonía entre Washington y Londres como aliados de la OTAN)34.
En base a esa lectura geopolítica tan errónea, Argentina nunca se preparó seriamente para una conflagración, y tomó pésimas decisiones estratégicas y tácticas una vez iniciado el conflicto. Si se hubiera preparado bien para la resistencia militar, no tenía el triunfo asegurado, pero sí al menos la chance de ganar o empatar un primer round antes del paréntesis invernal, puesto que su inferioridad tecnológica o armamentística se hubiera visto compensada por otros factores, como el geográfico-logístico, el climático-marítimo y, desde luego, el beneficio inicial del ataque sorpresa y la ventaja ulterior de toda defensa terrestre frente a cualquier tentativa de desembarco. Argentina nunca hizo de las Malvinas un bastión, un baluarte; y tuvo un par de semanas de margen para hacerlo, o al menos para intentar hacerlo, pues la Task Force debía recorrer una larguísima distancia desde la metrópoli hasta las islas. No se construyó una pista de despegue y aterrizaje en Malvinas para los A4 y Mirage, y nada menos que 14 de las bombas que impactaron en los cascos de los buques británicos no explotaron por algo tan zonzo como no haber graduado correctamente las espoletas (la cantidad de naves hundidas al enemigo fácilmente pudo ser el doble). No tiene sentido explayarse aquí en esas cuestiones militares porque ya lo ha hecho mi compañero Ariel Petruccelli en otro ensayo que publicamos. Remito al público lector a su texto, y a la bibliografía que él cita y comenta, especialmente el artículo del almirante estadounidense Harry Train, testigo privilegiado y perspicaz de la guerra del 82.35
Pasado el invierno, no parecía del todo seguro que Thatcher –con muchos problemas internos y opositores domésticos debido a sus drásticas reformas neoliberales– se las jugara a enviar una segunda Task Force, por los costos económicos y humanos que eso hubiera significado en una guerra que, al fin de cuentas, era demasiado lejana para el pueblo británico (no se trataba de la Batalla de Inglaterra contra los nazis en 1940, cuando Londres y otras ciudades británicas eran bombardeadas a diario por la Luftwaffe). Aunque, perdida por perdida y faltando tan poco para las elecciones, la Dama de Hierro podría quizás haber asumido que la única carta que le quedaba era una victoria bélica en el frente externo, que le permitiera reavivar las llamas demagógicas del patrioterismo jingoísta36.
Si bien el viejo anhelo argentino de recuperar las Malvinas era justo, legítimo, se vio manchado por el hecho de que, en Argentina, hacia 1982, no había democracia. Regía una dictadura militar, que había cometido innumerables crímenes de lesa humanidad, de terrorismo de estado, que dejarían un saldo trágico de 30 mil personas detenidas-desaparecidas, brutalmente torturadas y asesinadas en centros clandestinos, sin contar las que debieron exiliarse para salvar sus vidas, ni los niños y niñas que fueron víctimas de secuestro y ocultamiento de identidad.37
En 1982, la crisis económica y social era grave, como consecuencia de las políticas neoliberales aplicadas a ultranza por la Junta Militar desde el golpe del 76, especialmente durante la gestión del inefable Martínez de Hoz: devaluación, inflación, endeudamiento externo, quiebra de pequeñas y medianas empresas, desindustrialización, extranjerización, estancamiento y caída del PBI (0% en 1980 y -6% en 1981), desempleo, pobreza, hambre, ollas populares…38 En todo el mundo crecían las denuncias contra la Argentina, de parte de los organismos de derechos humanos (el mundial de fútbol del 78 no había logrado maquillar el horror, porque nadie se creyó aquello de “los argentinos somos derechos y humanos”39). La dictadura estaba desprestigiada y debilitada, y fue por eso que tomó la decisión desesperada de intentar recuperar las Malvinas de las garras del imperialismo inglés. Sabía que la causa Malvinas era muy apreciada por la sociedad argentina, y que iba a generar apoyo popular.40 De hecho, hubo poco antes una apuesta guerrerista similar con Chile por el canal de Beagle, que no salió bien por la interferencia papal. Como dice Woods parafraseando a Clausewitz, “la guerra es la continuación de la política por otros medios. La invasión de las Malvinas era solo la continuación de la política interior de la Junta, dictada por la necesidad de sobrevivencia y para crear una desviación”41. Impecable razonamiento.
Contra todo pronóstico, Leopoldo Fortunato Galtieri, el general dictador del momento, se dio el lujo de llenar la Plaza de Mayo y de jugar a líder populista –cual Perón– desde el balcón de la Casa Rosada. Su verborrea arrogante y desafiante, prematuramente triunfalista, obscenamente temeraria, quedó en los anales del oprobio: “Si quieren venir, que vengan. Les presentaremos batalla”42. Pero la jugarreta de ajedrez en algo sí probó ser eficaz, al menos a corto plazo: las cúpulas sindicales se apuraron a dar marcha atrás con sus huelgas y demás medidas de fuerza. Incluso la CGT Brasil de Ubaldini, más combativa –o menos conciliadora– que la cuasioficialista CGT Azopardo de Triaca, ventiló la consigna “primero la Patria”, al tiempo que anunciaba “un paréntesis en su plan de acción”43. En cuanto al movimiento antidictadura, la Multipartidaria decidía una súbita hibernación, como tributo a la concordia nacional. Incluso la izquierda –salvo honrosas excepciones– se enganchó al tren patriótico del belicismo, convirtiéndose en furgón de cola de la política aventurera del régimen dictatorial con mayores o menores disidencias parciales (esta cuestión está desarrollada en mi ensayo “Izquierdas y Malvinas”44).
Ahora bien: para que el discurso de Galtieri surtiera tanto efecto, para que su irredentismo tuviera un éxito tan arrollador como tuvo, la sociedad civil debía tener cierta receptividad a priori, cierta predisposición a oír con agrado ese discurso. Malvinas era, desde hacía décadas, una causa popular. El pueblo argentino –en sus expresiones mayoritarias, porque siempre hay excepciones o matices en los sujetos colectivos– tuvo algún grado de corresponsabilidad en la guerra. Sería reduccionista echarle toda la culpa a la Junta, y sostener que la sociedad civil fue impolutamente inocente. Un cuarto de siglo después, el filósofo León Rozitchner lo diría con crudeza inapelable en un artículo intitulado “Una complicidad de muerte que se mantiene en silencio”. Extraemos lo más medular:
“En plena guerra de Malvinas el ministro de Obras y Servicios Públicos, ingeniero Sergio Martín, elevó a la Presidencia de la Nación (abril de 1982) los proyectos de privatización de todas las empresas dependientes de esa cartera: YPF, Gas del Estado, Yacimientos Carboníferos Fiscales, Química Río Tercero, Empresa Nacional de Telecomunicaciones (ENTel), Ferrocarriles Argentinos, Aerolíneas Argentinas, Empresa Nacional de Correos y Telégrafos, Obras Sanitarias de la Nación, Servicios Eléctricos del Gran Buenos Aires (Segba), Agua y Energía Eléctrica, ATC Argentina Televisora Color Canal 7, Hidroeléctrica Nordpatagónica (Hidronor S.A.).
La ‘gesta’ de las Malvinas se había convertido en un hecho «objetivo», que mirábamos desde afuera como algo triste acontecido allá lejos. Un día aciago, es cierto, como el de la derrota de Vilcapugio y Ayohuma, los argentinos perdieron otra batalla: las Malvinas. Pero nos negamos a comprenderla como la Gran Batalla, la última con la cual culmina la perdición de la Argentina en la que colaboraron casi todos sus habitantes. Todavía seguimos pagando el botín de esa guerra. Esa mayoría, sin cuyo apoyo unánime no hubiera habido guerra, esa muchedumbre ahora más silenciosa que nunca, ¿puede pensar siquiera que por su adhesión activa vivimos este presente en el que estamos ahora?”45
Luego de la derrota y de la dictadura, se alegaría que la sociedad civil había sido manipulada, engañada en su buena fe, usada, estafada… Este victimismo autocomplaciente y exculpatorio fue el colmo de la hipocresía, y hace recordar a la Alemania de posguerra, donde nadie parecía haber sido nazi ni colaborado con el Tercer Reich. Ningún argentino, ninguna argentina, se quería hacer cargo del apoyo fervoroso a la guerra. El desastre del 82 tuvo como culpable principal a las Fuerzas Armadas y la Junta Militar, pero no se puede desconocer que hubo cierta corresponsabilidad de la sociedad civil, aunque esta prefiera hoy negarlo u olvidarlo. La Plaza de Mayo llenada por Galtieri no es un acontecimiento político unilateral, fabricado o inducido en el vacío. Se inscribió en una tradición histórica, en un imaginario cultural. Esta tradición, este imaginario, no son la causa directa de la Operación Rosario, pero sí su condición de posibilidad. Toda la verdad sea dicha, aunque duela.
Igual que la Junta Militar argentina, el gobierno conservador de Margaret Thatcher también tenía razones oportunistas de política interna para no querer la paz. Sus draconianas recetas monetaristas de ajuste fiscal, la privatización del sector público, la desregulación del mercado financiero, la flexibilización laboral y el cercenamiento de los sindicatos –medidas no muy distintas a las que había aplicado Martínez de Hoz en el país rioplatense, Pinochet en Chile y Reagan en EE.UU.– habían generado muchas críticas y resistencia en el pueblo británico, especialmente en su clase obrera. Las huelgas en las minas de carbón se habían vuelto una pesadilla para Downing Street. Pero la demagogia jingoísta pro-Falklands le permitió a la Dama de Hierro salir del pozo y relanzar su carrera política, consiguiendo en junio de 1983 –victoria bélica mediante– una reelección que parecía imposible.46 A la inversa, la derrota de Malvinas precipitó en Argentina el fin de la dictadura y la restauración democrática (Alfonsín ganó las elecciones apenas cinco meses después que Thatcher).
El irredentismo siempre ha sido un instrumento eficaz de los gobiernos autoritarios para generar fervor nacionalista en las masas y neutralizar los conflictos sociales domésticos, los antagonismos de clase. El caso de la Alemania nazi con los Sudetes así lo ilustra, igual que el ejemplo de la Italia fascista con la Dalmacia, ambos territorios irredentos, según el parecer de Hitler y Mussolini. De todos los lobos con piel de cordero del nacionalismo, el irredentismo ha sido el más peligroso de todos. Nótese que tanto Galtieri como Thatcher hicieron demagogia irredentista con las Malvinas. Primero el dictador argentino, luego la Dama de Hierro… ¿Valía la pena una guerra de más de 900 muertos –de ambos lados– por las Malvinas, sin contar heridos, lisiados, pacientes psiquiátricos y suicidados? Solo desde el maquiavelismo podía pensarse que sí.
Como ya se dijo, nuestro país no estaba preparado para ganarle la guerra a una de las mayores potencias del mundo como Reino Unido, menos aún si los EE.UU. le daban la espalda a Argentina, como de hecho pasó (de modo inconsecuente, el Tío Sam nunca ha querido aplicar la Doctrina Monroe al litigio de Malvinas)47. Quienes pagaron el precio de ese manotazo de ahogado, de esa aventura irresponsable casi suicida, fueron los soldados argentinos, en su gran mayoría pibes conscriptos de 18 años sin ninguna experiencia en combate y mal preparados. Su entrenamiento y equipamiento eran muy insuficientes, y, para colmo, estaban mal abrigados y mal alimentados. Murieron 649 argentinos en la guerra de Malvinas, y casi 1.700 quedaron inválidos o heridos. En las islas, muchos sufrieron tratos degradantes y torturas de sus superiores.
Posguerra, crisis y transición democrática
Cuando los veteranos regresaron, la dictadura los recibió con incomodidad, fastidio, desprecio y rencor. Se los trató de invisibilizar y no se les dio la contención médica, ni psicológica, ni económica que tanto necesitaban y merecían después de los espantos que habían vivido. Hubo una política sistemática de desmalvinización de la memoria colectiva. La Junta Militar no quería que se hablara de Malvinas, por vergüenza y por culpa. Pero también porque no le convenía, habida cuenta su responsabilidad política en todo el desastre ocurrido.
La sociedad civil fue mayoritariamente cómplice de esa invisibilización. Ella también tenía mugre que ocultar debajo de la alfombra, puesto que la Plaza de Mayo no se había llenado sola, por arte de magia, el ominoso 10 de abril de 1982. Como reza la canción de Sumo, era mejor no hablar de ciertas cosas… Junto con la transición política de la dictadura a la democracia, se produjo otra, en el plano de la memoria sobre Malvinas: parafraseando a Guber, la Operación Rosario dejó de ser percibida como causa nacional –porque resultaba comprometedor y culpógeno– y se convirtió en una guerra absurda –porque permitía la evasión y el alivio–.
Los veteranos fueron tratados como unos «fracasados», como unos «perdedores». Se los estigmatizó y silenció. Se los humilló y olvidó. La política de desmalvinización provocó no menos de 350 suicidios entre los veteranos, y probablemente bastantes más. Toda guerra es traumática de por sí, pero mucho más traumática resulta cuando el estado y la sociedad maltratan a los sobrevivientes con tanto desprecio y crueldad, desmemoria e indiferencia.
Las Malvinas son argentinas, cierto. Reino Unido debe devolverlas a nuestro país, porque las usurpó por la fuerza, y porque el colonialismo es algo inaceptable en el siglo XXI. Pero que el patrioterismo de algunos no nos haga olvidar que Argentina, en 1982, estaba bajo una sangrienta dictadura militar, y que esa dictadura se aventuró en una guerra improvisada que no podía ganar –un acting pírrico, una fuga hacia adelante– para tratar de recuperar la legitimidad que había perdido. La irresponsabilidad de esa decisión demagógica causó cientos de muertos en combate y miles de heridos. Y la desmalvinización posterior llevó al suicidio a otros cientos más de veteranos.
No obstante, la responsabilidad política en esta trágica mortandad es compartida. Thatcher también contribuyó, y no poco, a la escalada bélica. Ella descartó de plano cualquier negociación diplomática y se apresuró a cantar retruco. Tanto la Junta Militar argentina como el thatcherismo tuvieron un proceder patriotero y belicista, indiferente a los costos humanos –ajenos y propios– de la guerra.48
Las consecuencias de la conflagración fueron negativas no solo por razones humanitarias. También los fueron por razones políticas: el colonialismo británico en el Atlántico Sur salió ganador y reforzado, el jingoísmo hizo furor en Reino Unido, la alianza burguesa imperialista entre Washington y Londres se renovó, la corporación castrense de Gran Bretaña –la Royal Navy especialmente– se salvó de los recortes presupuestarios previstos por el thatcherismo, Argentina fracasó en su intento de recuperar las Malvinas… No solo eso: nuestro país retrocedió varios casilleros en sus gestiones diplomáticas ante la ONU y en su difícil relación con la población isleña. Además, en Gran Bretaña, la Dama de Hierro resultó reelecta dos veces consecutivas (1983 y 1987), lo cual representó una desgracia para la clase obrera en pie de lucha, que perdió la pulseada ante la marea chovinista del Falkland spirit, sin poder resistir por más tiempo la ofensiva neoliberal contra el estado de bienestar y los sindicatos. Añádase que la causa anticolonial en Irlanda del Norte también recibió un duro golpe, pues una Thatcher envalentonada por su doble triunfo –en la guerra y en los comicios– endureció como nunca la política autoritaria y represiva contra el separatismo católico ulsteriano, encarnado por el IRA y su brazo político, el Sinn Féin. Por otro lado, en el tramo final de la guerra fría, la victoria militar y electoral del thatcherismo coadyuvaría a consolidar la hegemonía neoliberal-neoconservadora dentro del bloque capitalista que lideraban los Estados Unidos de Reagan, una pésima noticia para las izquierdas.
Todo esto es verdad. Pero también es verdad que, paradójicamente, la guerra de Malvinas tuvo algunos efectos positivos, al menos en Argentina (efectos positivos no buscados, desde luego). La derrota del 82 hundió a la dictadura procesista en una ignominia definitiva, acelerando la restauración democrática.49 Hasta la clase dominante le soltó la mano a la Junta, cuando comprobó que la pretendida superioridad de los milicos sobre la «politiquería» civil en materia de eficiencia, orden y gobernabilidad era una quimera. Además, la debacle bélica facilitó los juicios a la Junta por los crímenes de lesa humanidad. En ambos sentidos, el contraste con Chile no podría ser mayor: allí la tiranía de Pinochet se prolongaría mucho tiempo más, y en la posdictadura primaría la impunidad –igual que en otros países latinoamericanos– de los militares involucrados con el terrorismo de estado. Si Argentina ganaba la guerra de Malvinas, la dictadura militar hubiera tenido, casi seguro, cuerda para rato.50 El terrorismo de estado y un modelo económico neoliberal de alta intensidad hubieran continuado, con funestos resultados para el país.
Añádase un tercer elemento, más a largo plazo: la abolición del servicio militar obligatorio, institución centenaria. Esto ocurrió en 1994, promediando el menemato, tras el escándalo del caso Carrasco. Habían pasado doce años desde la guerra. Pero el clima social posbélico de derrota y desencanto con las Fuerzas Armadas influyó en la promulgación del decreto 1537.51 Pasarían trece años para que un congresista (Alfredo Olmedo, senador por Salta) se atreviera a presentar un proyecto de ley tendiente a reimplantar la colimba, iniciativa que hasta ahora –por suerte– no prosperó.
Razonando linealmente, la derecha nacionalista argentina –Díaz Araujo, por ejemplo– ha dado por hecho que ese tipo de análisis supone un acto artero y avieso de derrotismo, algo así como un puñal de pesimismo cipayo clavado por la espalda. Se trata de una falacia de espantapájaros: admitir que la derrota del 82 pudo tener efectos buenos, además de malos, no significa que a uno le complazca que las Malvinas sigan siendo colonia británica, o que uno sea indiferente ante los caídos y sobrevivientes de la guerra. Significa solamente esto: honestidad intelectual, realismo, pensamiento crítico. La realidad es compleja, y la complejidad suele entrañar paradojas. La chicana de «derrotismo» responde a un prejuicio irracional. Consiste, básicamente, en matar al mensajero.52
Falklanders: un intríngulis incómodo
En su momento de planificación y ejecución, la Operación Rosario era cuestionable por otra razón. Antes de 1982, la política de buena vecindad de la Argentina para con la población isleña estaba dando buenos frutos. La relación era cada vez más fluida y amistosa: comercio, viajes marítimos y aéreos, turismo, cooperación sanitaria, etc. Por el contrario, el vínculo malvinenses-metrópoli era cada vez más débil y frío. La comunidad isleña se sentía olvidada, abandonada, postergada, ninguneada por Reino Unido, y con razón. De hecho, el localismo y autonomismo Falklander53 estaban en alza.
Además, el Foreign Office había estado evaluando por años –desde mediados de la década del 60– la posibilidad de restituir las islas a la Argentina con un esquema gradualista similar al que luego aplicaría en el caso de Hong Kong: 1) declaración británica oficial reconociendo los derechos de soberanía del país reclamante, y 2) acuerdo bilateral en torno a un plazo o cronograma de traspaso, con o sin una etapa transicional de condominio angloargentino o fideicomiso de la ONU. Distintos documentos públicos y secretos desclasificados lo prueban o sugieren, como el Memorándum de Entendimiento (1968) y el Convenio de Comunicaciones (1971), concordantes con lo que relata en sus memorias quien fuera embajador de la República Argentina ante el Reino Unido entre febrero de 1980 y enero de 1982.54
La historia contrafáctica siempre es un terreno resbaladizo, pero es razonable suponer que, si Argentina hubiese persistido en su política de buena vecindad, y la hubiese intensificado, el malestar isleñocon Gran Bretaña podría haberse agudizado, y eso podría haber decantado en un proceso de radicalización política donde el secesionismo filoargentino (postura realista) prevaleciera sobre el secesionismo independentista (postura poco viable). Por lo demás, la continuidad a largo plazo de una política de buena vecindad, tarde o temprano hubiese tenido un alto impacto demográfico-social en Malvinas: el crecimiento pacífico por goteo de la inmigración argentina, por la cercanía de la Patagonia, y por lo minúsculo de la comunidad isleña, muy fácilmente hubiese transformado por completo la composición étnica de las islas, e intensificado el separatismo pro-argentino (como pasó con el separatismo pro-estadounidense en el viejo Texas mexicano, entre 1822 y 1845).
Todas estas posibilidades se clausuraron de un plumazo en 1982, cuando la Junta Militar puso en marcha la Operación Rosario. Por un lado, la población malvinense se tornó muy hostil y desconfiada hacia la Argentina. Por otro lado, las islas del Atlántico Sur se convirtieron en las niñas mimadas del imperio británico de ultramar. Desde entonces merecieron mucha atención, cuidado y fomento metropolitanos, lo cual hizo que la población Falklander volviera a «enamorarse» de Gran Bretaña y renovara su lealtad colonial. La expresión más clara de esto fue la sanción de la British Nationality (Falkland Islands) Act 1983, ley que concedió la ciudadanía británica a la comunidad isleña cuando todavía no se había cumplido un año desde la guerra. Las partidas presupuestarias destinadas a las islas fueron incrementadas sensiblemente, y se registró una lluvia de inversiones en el alicaído sector pesquero. Al final, no fue el mentado petróleo, sino el tapado calamar, lo que reactivó la economía isleña en la posguerra, dándole un mayor grado de autarquía relativa y bastante prosperidad.55
A la sociedad argentina le gusta fantasear con unas Malvinas reconquistadas en 1982, tras una paliza militar a los «piratas» ingleses. Sería más sano, me parece, que nuestra imaginación antiimperialista discurriera por otro carril ucrónico: unas Malvinas donde no hubo guerra, recuperadas pacíficamente, por vía diplomática y con el apoyo de una población isleña seducida por nuestra mayor cercanía geográfica y nuestras promesas de plurinacionalidad e interculturalidad. Pero no nos adelantemos…
Hoy por hoy, las chances de que la comunidad isleña de Malvinas acepte la soberanía argentina son muy remotas. El recuerdo del 82 todavía está muy vivo en la memoria Falklander. La reconciliación con la Argentina no parece posible, al menos en el corto y mediano plazo.
No faltan voces, en nuestra sociedad, que reclaman un nuevo intento de reconquista de las Malvinas. Son minoritarias, por suerte. Hablamos del nacionalismo de extrema derecha, con alguna influencia dentro de las Fuerzas Armadas y entre algunas asociaciones de veteranos, sectores donde abundan los revanchistas. Las probabilidades de triunfo siguen siendo tan bajas como en 1982. La superioridad militar y naval del Reino Unido se mantiene, y la alianza Londres-Washington como socios de la OTAN también. A decir verdad, las probabilidades de victoria ahora son más bajas, puesto que Argentina ya no tendría a su favor el factor sorpresa, y las islas están hoy defendidas de un modo en que no lo estaban hace más de 40 años. Además, actualmente, los intereses geoestratégicos de Gran Bretaña sobre las Malvinas y el Atlántico Sur –incluyendo la Antártida– son mayores, debido a la creciente escasez de recursos no renovables: agua, hidrocarburos, etc. En este siglo XXI, el Reino Unido defenderá sus islas australes con una tenacidad mayor, y la brecha militar y naval entre ambos países ha aumentado desde que terminara la guerra.
Tampoco hay razones para creer que la sociedad argentina, tras el desastre del 82, vuelva a dar su apoyo a una aventura bélica condenada al fracaso: el fantasma de los chicos de la guerra no se ha desvanecido. Pero más allá de estas cuestiones de factibilidad, cabe hacerse esta pregunta ética: ¿sería legítimo que Argentina intentara recuperar las Malvinas a través de las armas?
Soy pacifista por convicción. Considero a la guerra uno de los peores males de este mundo, si no el peor de todos. Pero no estoy de acuerdo con absolutizar el valor de la paz bajo la premisa biempensante de poner la otra mejilla. La violencia no es lo ideal, pero no vivimos en un mundo ideal… La guerra constituye un recurso extremo, que solo es justificable en casos excepcionales, como la defensa de un pueblo o grupo étnico frente a una invasión extranjera o un gobierno tiránico (especialmente cuando conllevan violaciones masivas a los derechos humanos): China resistiendo la marea imperialista japonesa, los judíos del gueto de Varsovia luchando contra los nazis genocidas, la guerrilla cubana combatiendo contra el despotismo sangriento de Fulgencio Batista, etc. La resistencia a la opresión –pasiva y activa– es un legítimo derecho, como en el caso del pueblo palestino, siempre y cuando no se usen métodos terroristas (de ningún modo toda lucha armada implica «terrorismo», como quieren hacernos creer algunos apologistas de la contrainsurgencia, por ejemplo, la vicepresidenta argentina Victoria Villarruel, portavoz de la corporación castrense y adalid del negacionismo histórico).
Es cierto que la posesión británica de las Malvinas representa un acto de colonialismo inadmisible, y que las islas son territorio irredento. Pero considerando que este territorio irredento no incluye una población irredenta (una mayoría o minoría significativa de compatriotas en situación de sojuzgamiento y padecimiento), recurrir a la guerra me sigue pareciendo una acción desproporcionada, como en 1982.56 Distinto sería si se tratara de recuperar –por dar un ejemplo hipotético– Santa Cruz, si esta provincia patagónica fuera invadida y tiranizada por Gran Bretaña. En este caso, habría más de 270 mil connacionales a liberar. O sea: territorio irredento más población irredenta. Con las Malvinas no ocurre eso. Solo se da la primera condición: territorio irredento. Condición necesaria, pero no suficiente para una guerra. En las guerras muere mucha gente, no lo olvidemos. Tampoco se puede aducir que las Malvinas son un territorio irredento de inconmensurable valor geoestratégico para la Argentina. Tienen valor, sí. Hoy bastante más que en 1982, cuando era dudoso. Pero no tanto como para volver a librar una cruenta guerra por ellas. Las Malvinas no equivalen ni de cerca al Texas y la California que perdió México a manos de Estados Unidos, ni a la salida al mar que Chile le ha arrebatado a Bolivia en la Puna de Atacama. Texas, California, el corredor de Atacama, pueden cambiar la ecuación macroeconómica de la nación reclamante. Malvinas no. No valen una guerra. Pero sí valen una lucha diplomática. No solo por razones pragmáticas de interés geoestratégico, sino también por razones de convicción ética profunda. El colonialismo –cualquier colonialismo– merece todo nuestro repudio y oposición, nos convenga o no esa postura, seamos o no víctimas de él.
Malvinas y clivajes
Para un comunista libertario de Argentina, hablar de la cuestión Malvinas resulta difícil. Son varias las razones de esa dificultad. Trataré de resumirlas.
Por un lado, está el clivaje colonialismo-anticolonialismo, imperialismo-antiimperialismo. Aquí la cosa resulta más o menos sencilla: hay que tomar partido por el anticolonialismo, por el antiimperialismo, aunque el caso malvinense presenta un matiz muy peculiar, porque se trata –ya lo explicamos– de un territorio irredento sin población irredenta. La inmensa mayoría de la comunidad isleña es de ascendencia británica, mientras que la colectividad argentina en Malvinas, a diferencia de la chilena o santaelena57, no figura entre las minorías étnicas importantes de las islas. Además, cuando el Reino Unido invadió las Malvinas en 1833, la población preexistente era ínfima, no más de un centenar de personas, muchas de las cuales eran europeas, norteamericanas y uruguayas. Recuérdese que buena parte de esa población evacuó las islas a bordo del ARA Sarandí.
Por otro lado, está también el clivaje nacionalismo-internacionalismo, patriotismo-cosmopolitismo. Aquí la cosa se complica: aunque el comunismo libertario no niega ni menosprecia la etnicidad, la dimensión étnica de lo social, postula, sin embargo, como identidad colectiva fundamental la clase, no la nacionalidad. Esta última, debido a sus premisas culturalistas, y a menudo esencialistas, tiende fácilmente a caer en un policlasismo-organicismo de conciliación, de status quo, hegemonizado por la burguesía.
En teoría, se puede ser antiimperialista sin ser nacionalista, desde luego. Pero en la práctica, el asunto es más complejo, porque históricamente, el antiimperialismo ha estado dominado por el nacionalismo. Aunque existieron –y existen– honrosas excepciones, lo habitual ha sido que las luchas contra la opresión extranjera estén más asociadas al patriotismo policlasista que al clasismo anticapitalista, por la sencilla razón de que dicha opresión rara vez afecta únicamente a las clases subalternas. Suele afectar también a la clase dominante, o a fracciones de esta, situación que favorece la cohesión interna y las alianzas frentistas. Por supuesto que hay ejemplos históricos donde la opresión étnico-colonial y la de clase se confunden, se superponen casi totalmente, como la Irlanda católica y preindustrial de los siglos XVIII y XIX aquejada por el latifundismo y las hambrunas, donde los terratenientes casi siempre eran ingleses absentistas o angloirlandeses protestantes. Pero lo más corriente es que ese tipo de correlación sea más baja.
¿Y la autodeterminación nacional? ¿La comunidad isleña no tiene derecho a ella? Opino que no. La población anglomalvinense, aunque no carece de particularidades locales, es demasiado minúscula y no posee el nivel de especificidad histórico-cultural de una nación. Su situación, en este sentido, no es homologable a la de otros países anglosajones de la Commonwealth como Canadá, Australia o Nueva Zelanda. De hecho, más allá de cierto localismo pueblerino, la comunidad Falklander mantiene una fuerte conciencia de britaneidad, que la crisis bélica del 82 reforzó, de facto y de iure: subsidios e inversiones, comercio, viajes, tropas, derechos de ciudadanía, etc. No quedan ya veleidades independentistas o separatistas de ningún tipo.
Remarquemos algo: desde 1983, la población malvinense goza de ciudadanía británica por una ley ad hoc sancionada por el Parlamento del Reino Unido. Que la metrópoli haya hecho esa concesión, y que la población isleña la haya primero solicitado y luego gozosamente recibido, son circunstancias que no parecen abonar la tesis según la cual, en la cuestión Malvinas, corresponde aplicar el principio de autodeterminación. Como suele decirse en el ámbito del derecho, a confesión de parte, relevo de pruebas.58
Huelga aclarar que un territorio insular tan pequeño y recóndito, donde apenas viven unas 4.300 almas –de las cuales cerca de 1.300, un 30%, son población flotante–59, con una economía apenas diversificada, que depende al extremo de las importaciones chilenas y británicas en rubros tan básicos como alimentos y medicamentos, cuyo centro de salud es tan modesto que necesita recurrir a los hospitales de Punta Arenas y Londres ante cualquier demanda mínimamente compleja, no resulta viable como estado independiente, aunque suene antipático decirlo.
Otra arista, no menor: en la precitada resolución 2065 (XX), donde la ONU invitaba “a los gobiernos de la Argentina y del Reino Unido (…) a proseguir sin demora las negociaciones recomendadas por el Comité Especial” de Descolonización “a fin de encontrar una solución pacífica al problema”60 de las Malvinas, el organismo multilateral indicaba que era menester tener “debidamente en cuenta” no solo “las disposiciones y los objetivos de la Carta de las Naciones Unidas y de la resolución 1514 (XV) de la Asamblea General”, sino también “los intereses de la población de las Islas Malvinas (Falkland Islands)”. Nótese que la ONU no habla de los deseos de la población isleña. Habla únicamente de sus intereses. Se sobreentiende que esto quiere decir: permanencia en las islas, conservación de bienes patrimoniales, preservación del idioma y la cultura en un contexto amigable de bilingüismo e interculturalidad, goce de los derechos humanos en todas sus formas (derechos civiles, sociales, políticos, etc.), no discriminación y, posiblemente, cierto grado de autonomía local en función de la magnitud demográfica (por ej., un municipio propio). Pero no autodeterminación nacional, pues en ese caso, la ONU hubiese dicho intereses y deseos, y no intereses a secas. A buen entendedor, pocas palabras.
Pero hay un aspecto más relevante. Permítaseme citar in extenso a un destacado jurista argentino, profesor de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Córdoba, donde integra la cátedra de Derecho Internacional Público:
“…al momento de la toma británica de las islas por medio de la fuerza, no existía sobre ellas una población autóctona, sino un asentamiento humano políticamente dependiente del Estado argentino, el cual ejercía soberanía sobre el archipiélago [recuérdese que, cuando los europeos llegaron en el siglo XVI a las Malvinas, las encontraron desiertas, sin población indígena habitando]. Con ello está claro que el tipo de colonialismo en Malvinas denunciado por Res. 2065 (XX) no es en perjuicio de una población autóctona, tal como fue la forma corriente de colonialismo en África o Asia, sino que este tipo de colonialismo está direccionado en contra de un Estado preestablecido y en contra, por consiguiente, del pueblo que constituye ese Estado. En esta configuración, por consiguiente, el pueblo ofendido por esa situación colonial es el pueblo al cual por la fuerza se le niega el ejercer soberanía sobre la totalidad de su territorio, es decir, el pueblo de cuyo Estado es lesionada gravemente su integridad territorial. Ahora bien, el principio de libre determinación de los pueblos, se reconoce a favor de los pueblos víctimas de la situación colonial, y no a la población que la misma metrópoli trasplantó sobre el territorio colonizado, para asegurar su posesión ilícita [el énfasis es mío]. Es una cuestión de buena fe, que la potencia colonial no realice un referéndum con un ‘pueblo artificial’ por ella misma constituido para manipular la decisión a su favor. Pues si se reconociera dicho derecho a la población trasplantada por la metrópoli, no se haría otra cosa que legitimar una situación de colonialismo que la misma 1514 (XV) quiere poner fin, en virtud de la pertenencia de esa población a la metrópoli”61
La cuestión de la autodeterminación nacional o de los pueblos es muy compleja, y excede este texto. Pero podríamos puntualizar lo siguiente: así como Argentina tiene razón cuando aduce que la población anglomalvinense es un trasplante colonial, los pueblos originarios podrían legítimamente plantear, y así lo han hecho (la nación mapuche, por ej.), que la inmigración huinca –criolla o europea– que usurpó y colonizó manu militari sus territorios ancestrales también lo es, con el agravante de que perpetró un genocidio. En las Malvinas, claramente no lo hubo. La invasión británica de 1833 solo implicó la expulsión del personal militar. Varios colonos argentinos –rioplatenses en general, pues también los había uruguayos–62 permanecieron en las islas, entre otros, el famoso Gaucho Rivero –que era entrerriano– y sus seguidores. Remedando la célebre paremia de los Evangelios, podríamos decir que el nacionalismo argentino ve la paja en el ojo ajeno (colonialismo británico en Malvinas), pero no la viga en el ojo propio (colonialismo interno)63. La doble vara nunca es buena.
Es curioso, pero tendemos acríticamente a restringir el uso del concepto de colonialismo a los casos donde la conquista militar y opresión político-económica de otros pueblos va de la mano con una expansión naval de ultramar: España en Mesoamérica y los Andes, Portugal en Brasil, Gran Bretaña en la India, Francia en Indochina, Holanda en las Indias Orientales, Bélgica en el Congo, Dinamarca en Groenlandia, etc. Pero evitamos –consciente o inconscientemente– hablar de colonialismo cuando la expansión se opera en la frontera terrestre, como en el caso de Estados Unidos y el Far West, Australia y el Outback, el imperio ruso y Siberia, o la Argentina –o Chile– y la Patagonia. ¡Cuánta arbitrariedad!
Alguien podría contraargumentar que la ONU, en su normativa y jurisprudencia de descolonización, sobreentiende que las poblaciones trasplantadas, después de mucho tiempo, de muchas generaciones arraigadas, pasan finalmente a ser nativas, como la colectividad bóer en Sudáfrica, que se retrotrae al siglo XVII. A priori no es un mal argumento, porque la historia demuestra que la autoctonía es algo relativo (siempre hubo y habrá migraciones). Pero la verdad es que la ecuación no cambia demasiado: el origen de la población blanca de Nueva Zelanda, por caso, es apenas anterior al de la comunidad Falklander, y la colonización huinca del Wallmapu –a ambos lados de la cordillera– comenzó medio siglo después de que se establecieran las primeras familias británicas en las islas que Argentina reclama.
Las reingenierías étnicas a gran escala basadas en el exterminio o la deportación –a lo Hitler o Stalin– son éticamente inaceptables, aberrantes. No se puede hacer tabula rasa del devenir histórico. Como reza el refrán, el remedio nunca puede ser peor que la enfermedad. La criminal Nakba perpetrada por la derecha sionista contra la nación palestina, en nombre de la preexistencia histórica de Israel, lo ejemplifica muy bien: ¿acaso es lógico y justo considerar «invasora» o «usurpadora» a la actual población musulmana del Levante mediterráneo porque desciende de aquellos árabes que conquistaron la región para el Califato Rashidun en el siglo VII, hace casi 1.400 años? Evidentemente no. La solución a la cuestión Malvinas, igual que la solución a los reclamos de autonomía de los pueblos originarios americanos, debe ser realista, políticamente viable, y por sobre todas las cosas, respetuosa de los derechos humanos.
Hay que tener cuidado con la falacia genética, con el reduccionismo de creer que la realidad social del presente se agota en su origen, y que los cambios operados luego, poco o nada importan. El pasado es génesis, pero también devenir y transformación. A ese extravío absurdo y peligroso de la conciencia histórica, el fundador de la escuela francesa de Annales lo llamó, con agudeza, l’idole des origines, «el ídolo de los orígenes».64
Plantear que las Malvinas deben ser reintegradas a la Argentina, de ningún modo significa vulnerar los derechos de la población local con una política revanchista de expulsión o aculturación, como fantasea la derecha chovinista y xenófoba. Mujeres y hombres Falklanders llevan varias generaciones –hasta ocho– naciendo, viviendo y muriendo en esas islas solitarias, agrestes y frías del remoto Atlántico Sur. No sería justo considerarles «usurpadores» por el solo hecho de que sus ancestros victorianos –más galeses y escoceses que ingleses– efectivamente lo fueran. Concebir la culpa en términos intergeneracionales, como una herencia, constituye un desatino y una inmoralidad. La solución, no solo para la pequeña comunidad isleña sino para todas las minorías étnicas en general (desde pueblos indígenas hasta colectividades inmigrantes), radica en un régimen plurinacional, una de las grandes deudas pendientes de la democracia argentina. La escolaridad bilingüe, la diversidad cultural e identitaria, la autonomía política a nivel regional o comarcal, la laicidad, etc., deben ser celosamente respetadas y promovidas, en pos de una convivencia pacífica y fraterna.
Aquella sensata propuesta hecha por Otto Bauer a comienzos del siglo pasado (disociar el estado y la nación) conserva toda su vigencia,65 como lo prueban países como Bolivia, Suiza y Canadá (no sin limitaciones y contradicciones). En un mundo cada vez más globalizado, en un orbe de constantes y masivos flujos migratorios, aferrarse a la ilusión del estado uninacional, obstinarse con la quimera esencialista de una ciudadanía étnicamente homogénea, resulta retrógrado. Y algo más: altamente nocivo. Quien siembra vientos, recoge tempestades. La trágica historia del siglo XX, enraizada en el romanticismo decimonónico, me exime de mayores comentarios: dos guerras mundiales y un sinfín de genocidios. El etnonacionalismo es veneno puro.
La plurinacionalidad estaría muy bien. La erradicación del colonialismo y el imperialismo estaría muy bien. Toda reforma democrática en esa dirección sería para bien. Pero la gran utopía del mañana tiene –las izquierdas no lo olvidan– una segunda y más importante condición histórica de posibilidad: la superación revolucionaria del capitalismo, en prosecución del comunismo. Los clivajes Argentina/Gran Bretaña, Argentina/Malvinas y Gran Bretaña/Falklands son secundarios. El clivaje fundamental es el de clase: trabajadores vs. capitalistas. Eso nos obliga a ser internacionalistas fervientes, lo cual requiere, a su vez, de pensamiento crítico. Pensamiento crítico para no oír los cantos de sirena del nacionalismo, que suenan muy alto en los mares del sentido común (ideología burguesa naturalizada).
Últimas palabras (sin ánimo de conclusión)
La guerra de Malvinas es mi primer recuerdo histórico. Tenía cinco años de edad cuando el conflicto estalló. Era un niño en preescolar, al que le gustaba jugar con soldaditos y dibujar escenas bélicas de películas, series de TV y libros de historia obrantes en la biblioteca paterna. Dada mi inocencia, no podía comprender que la guerra no es un juego, que es el mayor de los horrores. Excitado por la marea épico-nacionalista que inundaba al país, convertí a la guerra de Malvinas en la musa inspiradora de mis inquietudes lúdicas y artísticas. El enamoramiento fue efímero. Empezó y terminó ese mismo otoño. Como la exitista sociedad donde transcurría mi infancia, pasé sin escalas del triunfalismo eufórico a la perplejidad, la frustración, el enojo y la negación.
Tardaría muchos años en terminar de comprender lo que había sucedido en aquel entonces, pero bastantes menos en descubrir que las guerras nada tienen que ver con eso que uno imaginaba cuando, siendo pibe, jugaba con soldaditos y hacía garabatos en el papel. Creo haber terminado recién de comprender Malvinas con la escritura de la primera versión de este ensayo, pocos años atrás, y con las lecturas y reflexiones que me insumió. Tengo 47 años. ¿Cuándo descubrí que la guerra es un espanto? A los 16, cuando vi Stalingrado, la película de Joseph Vilsmaier. Alquilé el VHS en el videoclub de mi barrio creyendo que se trataba de una película de acción, como tantas de Hollywood sobre la Segunda Guerra Mundial. Pero no. Era un drama bélico cuya trama se desenvolvía como un descenso dantesco a los infiernos. Ese mismo día enterré para siempre en la memoria mis veleidades militaristas de la niñez, como en Aquellos soldaditos de plomo, la emblemática canción de la posguerra y posdictadura que compuso Víctor Heredia.
Según mis cálculos demográficos, dos tercios de la población argentina actual no tiene recuerdos personales de la guerra de Malvinas, ya sea porque no había nacido o porque tenía menos de cuatro años (la edad mínima, en promedio, según la ciencia, para poseer memoria de largo plazo). Pertenezco a esa minoría de un tercio para la cual los sucesos extraordinarios de 1982 son, en gran medida, algo recordable –historia vivida– y no meramente algo que se deba imaginar o reconstruir –historia leída, escuchada u observada en una pantalla–. ¿Privilegio o maldición? Pienso que ambas cosas. Mi texto, sospecho, podría reflejar esa ambivalencia.
Federico Mare
NOTAS
1 Sobre la cuestión Malvinas en el imaginario cultural de Argentina, véase especialmente Rosa Guber, ¿Por qué Malvinas? De la causa nacional a la guerra absurda, Bs. As. FCE, 2001.
2 Cfr. “El viejo mensaje de Gabriel Boric sobre las islas Malvinas que se hizo viral tras su triunfo en Chile”, en La Nación, 20 de diciembre de 2021.
3 Cfr. Baruch Spinoza, Ética, III, passim.
4 El irredentismo es una corriente de opinión nacionalista que propugna la anexión –por vías pacíficas o violentas– de un territorio en manos extranjeras, alegando razones de parentesco etnolingüístico, religioso o histórico. Dicha anexión es concebida y legitimada en términos de redención, pues se trataría de liberar una región o comarca subyugada por otra nación; región o comarca que alguna vez fue propia y se perdió, o que nunca lo fue, pero debería serlo. Allí suele habitar, por lo general (aunque no siempre, como ilustra el caso de las Malvinas), una mayoría o minoría significativa de compatriotas –reales o imaginarios– que desean incorporarse –real o imaginariamente– a la madre patria. El término surgió en la Italia del Risorgimento a fines del siglo XIX, cuando, completado el proceso de unificación nacional, surgió la Associazione in pro dell’Italia irredenta (1877), que bregaba por la anexión de territorios fronterizos o insulares presuntamente usurpados por Francia, Suiza, Austria-Hungría, Grecia y Gran Bretaña, como Niza, Córcega, Tisino, Malta, Trieste y Corfú.
5 En relación al nacionalismo argentino y la cuestión Malvinas, recomiendo –con disensos considerables– la lectura de dos obras críticas. La primera: Carlos Escudé, Patología del nacionalismo. El caso argentino, Bs. As., Tesis-Instituto Di Tella, 1987. La segunda: Fernando Iglesias, La cuestión Malvinas. Crítica del nacionalismo argentino, Bs. As., Aguilar, 2012. Ambos autores tienen el coraje de decir muchas verdades incómodas sobre el nacionalismo en general, y el irredentismo malvinero en particular. Pero su moderado liberalismo burgués y su virulento antipopulismo gorila los conduce a lugares que no comparto, como la ausencia o excesiva tibieza del anticolonialismo/antiimperialismo y la tendencia a absolutizar la cuestión de los sentimientos y deseos de los «Kelpers»como hecho consumado y definitorio, desdeñando en demasía la discusión jurídica desde el púlpito de la Realpolitik. Con diferencias de matiz, esto vale también para Beatriz Sarlo, Viajes. De la Amazonía a Malvinas, Bs. As., Seix Barral, 2014.
6 Para una panorámica histórica de la compleja relación angloargentina en los siglos XIX y XX, vid., entre otros, Harry Ferns, Gran Bretaña y Argentina en el siglo XIX, Bs. As., Solar/Hachette, 1979; Rodolfo Irazusta, La Argentina y el imperialismo británico, Bs. As., Tor, 1934; y Raúl Scalabrini Ortiz, Política británica en el Río de la Plata, Bs. As., Plus Ultra, 1986.
7 Vid. Pablo Alabarces, Fútbol y Patria. El fútbol y las narrativas de la nación en la Argentina, Bs. As., Prometeo, 2002.
8 Un aspecto que la investigadora Andrea Rodríguez ha abordado bastante, desde una perspectiva genealógica opuesta a todo esencialismo. Véase especialmente su capítulo “Malvinas: la pervivencia de la causa nacional y sagrada”, en F. Mare y otros, Si quieren venir que vengan. Malvinas: genealogías, guerra, izquierdas, Bs. As., Red Editorial, 2022, pp. 89-116.
9 Cit. en F. Mare, “El concepto de religión en Marx: crítica al reduccionismo dogmático”, La Quinta Pata, 22 de mayo de 2016, https://la5tapata.net/el-concepto-de-religion-en-marx-critica-al-reduccionismo-dogmatico.
10 Robert Bellah, “Civil Religion in America”, en Daedalus, 96 (1), 1967, pp. 1-21.
11 El concepto está tomado de Benedict Anderson Comunidades imaginadas: reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo, México, FCE, 1993.
12 Cfr. Antonio Gramsci, Hegemonía y lucha política en Gramsci (selección de textos), Bs. As., Luxemburg, 2015. Compilación de Gastón Varesi y prólogo de Gastón Ángel.
13 El nacionalismo tiene otra arista éticamente repudiable y políticamente peligrosa: la egolatría. En términos de psicología social, puede decirse que el nacionalismo constituye una forma arraigada de narcicismo colectivo. Véase al respecto F. Mare, “De la patria al terruño”, en Ensayos misceláneos, Mendoza, El Amante Universal/ECM, 2021, pp. 69-72.
14 Acerca de la historia oficial y el revisionismo histórico, puede leerse Daniel Campione, Argentina: la escritura de su historia, Bs. As., Centro Cultural de la Cooperación, 2002; y también Fernando Devoto y Nora Pagano, Historia de la historiografía argentina, Bs. As., Sudamericana, 2009.
15 Para el caso argentino, véase Luis A. Romero (comp.), La Argentina en la escuela: la idea de nación en los textos escolares, Bs. As., Siglo XXI, 2004, passim. También es recomendable Lilia Ana Bertoni, Patriotas, cosmopolitas y nacionalistas: la construcción de la nacionalidad argentina a fines del siglo XIX, Bs. As., Edhasa, 2020; y Gustavo Blázquez, Los actos escolares: el discurso nacionalizante en la vida escolar, Bs. As., Miño y Dávila, 2012.
16 Para mayores precisiones geográficas sobre la cuestión Malvinas, consúltese Oscar Albert, “Islas Malvinas, apuntes para su geografía”, en Boletín de la Filial Rosario de la Sociedad Argentina de Estudios Geográficos Gaea, tema 3, 1980. También Juan Carlos Beltramino, Geografía física de las islas Malvinas, Georgias del Sur y Sándwich del Sur, Bs. As., Ministerio de Relaciones Exteriores y Culto, 1968.
17 Islas del Atlántico Sur es un término geográfico bastante ambiguo. En un sentido amplio, se refiere a todas las ínsulas y archipiélagos de Sudamérica y del África subsahariana situados en el océano Atlántico al sur de la línea del ecuador, sea cual fuere la latitud; y también, a menudo, aunque impropiamente, los territorios insulares del océano Antártico al este del meridiano del cabo de Hornos y al oeste del meridiano del cabo de Buena Esperanza. En un sentido mucho más restringido, alude únicamente a las Malvinas y las Antillas Australes o Antartillas. Aquí hablamos siempre de islas del Atlántico Sur en su acepción más acotada, la cual excluye, por ej., el litoral brasileño y uruguayo, la ribera patagónica, las costas africanas al sur del golfo de Guinea y el territorio británico de ultramar Santa Elena, Ascensión y Tristán de Acuña.
18 El meridiano de Greenwich se llama así por el Real Observatorio de Greenwich, en Londres, punto de referencia a partir del cual se trazó el eje central del sistema universal de husos horarios. La anglocéntrica decisión de que Londres se convirtiera en el meridiano 0° se tomó en 1884, cuando la Gran Bretaña victoriana estaba en su apogeo imperial, y no cesaba de acumular dominios y colonias en los cinco continentes de la ecúmene.
19 La bibliografía sobre la historia de las Malvinas –general y particularizada en determinados aspectos o períodos– es abundante. En castellano, entre los libros más actualizados de síntesis totalizante, puede leerse Federico Lorenz, Unas islas demasiado famosas. Malvinas, historia y política, Bs. As., Capital Intelectual, 2013. También, del mismo autor, Todo lo que necesita saber sobre las Malvinas, Bs. As., Paidós, 2014. Desde las antípodas ideológicas (derecha nacionalista), y con un fuerte acento positivista en lo político-jurídico y militar-diplomático a la vieja usanza, puede leerse Enrique Díaz Araujo, Estudios malvinenses, Bs. As., Gladius, 2018, que incluye un inventario bibliográfico y hemerográfico bastante actualizado y de enorme amplitud (más de 1.600 títulos), tanto en castellano como en inglés. Entre las obras más clásicas, siempre es recomendable Las islas Malvinas (1910), de Paul Groussac, con varias reediciones. Asimismo, Ricardo Caillet-Bois, Una tierra argentina. Las islas Malvinas, Bs. As., Peuser, 1948. En idioma inglés, una referencia obligada como síntesis histórica general es Mary Cawkell, The History of the Falkland Islands, Londres, Anthony Nelson, 2001. La sección histórica de la página web Falkland Islands Information Portal también resulta recomendable: https://web.archive.org/web/20071213083151mp_/http://www.falklands.info/history/hindex.html. Incluye minuciosas líneas de tiempo, numerosos artículos y valiosos documentos, y una Brief History of the Falkland Islands en siete partes.
20 Vid. Kit M. Hamley et al., “Evidence of prehistoric human activity in the Falkland Islands”, en Science Advances, n° 7, oct. 2021.
21 Por latitud y longitud, se conjetura que las denominadas islas Sansón y de los Patos –reiteradamente mencionadas y cartografiadas por los españoles desde principios del siglo XVI, aunque con vaguedad– se corresponderían con las Sebaldes, subconjunto del archipiélago malvinense situado al noroeste de la ínsula Gran Malvina.
22 Por eso, el avistamiento de Sebald de Weert en 1600 no tiene detractores. De Weert era holandés, y navegaba al servicio de la Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales. El hecho de que no fuera inglés ni español («protoargentino», conforme al principio jurídico del uti possidetis) lo ha salvado de las impugnaciones historiográficas.
23 Meses después de la ocupación británica, en agosto de 1833, un grupo de peones criollos y charrúas liderado por el Gaucho Rivero se amotinó. El revisionismo histórico ha interpretado ese episodio como una insurrección patriótica, pero los testimonios de época sugieren que la motivación de los rebeldes no tuvo que ver con un malestar político, sino con un descontento económico, producto de las malas condiciones de trabajo en las estancias ganaderas. La revuelta triunfó en un primer momento, dejando un saldo de varios propietarios muertos. Pero al año siguiente, Gran Bretaña logró sofocar el alzamiento. Rivero y sus seguidores fueron arrestados y deportados. Véase Rosana Guber, “Um gaúcho e dezoito condores nas Ilhas Malvinas: identidade política e nação sob o autoritarismo argentino”, en Mana, 6 (2), oct. 2000.
24 Promediando el siglo XIX, las Malvinas se convirtieron en uno de los mayores cementerios de barcos del mundo. Muchos buques que se salvaban de naufragar en el tempestuoso cabo de Hornos, quedaban no obstante tan averiados que no podían ser reparados. Por lo general, se los dejaba abandonados en las Malvinas. Tripulantes y pasajeros debían esperar allí el arribo de otra nave, ya sea para llegar a destino o para retornar a su punto de partida.
25 F. Mare, “Izquierdas y Malvinas”, en Kalewche, 2 de abril de 2023, disponible en http://kalewche.com/izquierdas-y-malvinas. Versión adaptada del cuarto capítulo de Si quieren venir que vengan (véase nota de presentación).
26 Vid. Andrea Rodríguez, “Malvinas: la pervivencia de la causa nacional y sagrada”, op. cit.
27 Para mayores precisiones sobre la historia diplomática de la cuestión Malvinas, vid. Díaz Araujo, op. cit., pp. 157-254.
28 Las citas de ambas resoluciones de la ONU han sido extraídas de los reservorios digitales de la Biblioteca Dag Hammarskjöld de las Naciones Unidas, https://www.un.org/es/library.
29 Cf. Walter Formento et al., “Malvinas: relevancia geoestratégica en las relaciones globales de poder del siglo XXI”, en Memoria académica, UNLP-FaHCE, 10 de noviembre de 2017, http://www.memoria.fahce.unlp.edu.ar/trab_eventos/ev.10469/ev.10469.pdf.
30 Alan Woods, “Las Malvinas: el socialismo, la guerra y la cuestión nacional”, en Adolfo Gilly, Alan Woods y Alberto Bonnet, La izquierda y la guerra de Malvinas, Bs. As., Razón y Revolución, 2012, p. 125.
31 Cit. en Anthony Barnett, “Iron Britannia”, en New Left Review, nº 134, jul.-ago. 1982, p. 85. La traducción es mía.
32 La información histórica de este apartado ha sido mayormente extraída del Informe Rattenbach, desclasificado en 2012 e íntegramente disponible en el portal digital de la Casa Rosada: www.casarosada.gob.ar/informacion/archivo/25773-informe-rattenbach.
33 La frase se popularizó a raíz de la histórica tapa de la revista Gente del 6 de mayo de 1982.
34 Argentina había colaborado activamente con EE.UU. en las guerras de contrainsurgencia centroamericanas, y se suponía que Washington iba a saber devolver ese favor con su abstención. Se conjeturaba, asimismo, que el Tío Sam haría lo imposible por evitar la respuesta militar del Reino Unido, para así no tener que cumplir con el TIAR, que lo obligaba a intervenir en apoyo de los países americanos que fueran hostilizados por potencias extracontinentales. A la Junta Militar se le antojó que Reagan antepondría el TIAR al Tratado del Atlántico Norte (sic).
En cuanto a Gran Bretaña, Galtieri y compañía basaban su descaminada hipótesis de pasividad militar del adversario en el reciente antecedente de Rodesia del Sur, última colonia británica del África continental en lograr la independencia (como Zimbabue, en 1980). En efecto, durante la guerra civil rodesiana de 1964-1979 entre la minoría blanca y la mayoría negra, el Reino Unido se abstuvo de toda intervención armada. La dictadura argentina no supo leer la crisis de Rodesia del Sur. Este territorio de ultramar no era un pequeño enclave de población británica trasplantada como Malvinas, sino un país de gran extensión con casi 7 millones de habitantes, de los cuales un 95% estaba conformado por grupos étnicos nativos (ndebele, shona, etc.), y apenas un 5% por inmigrantes europeos y descendientes. El anhelo independentista era transversal, prácticamente unánime, y la metrópoli debía lidiar con ese hecho consumado. Además, Gran Bretaña estaba muy enemistada con la minoría blanca racista, tan separatista como la mayoría negra que no quería más segregación. Por otro lado, el Reino Unido sabía que, si entraba en guerra contra los colonos blancos rebeldes, automáticamente entraría en guerra contra la vecina y poderosa Sudáfrica que los respaldaba, cuyas fuerzas armadas intervenían abiertamente en el conflicto. Sudáfrica era miembro de la Commonwealth y la mayor potencia regional del África subsahariana, amén de aliada estratégica de Washington y Londres en la guerra fría que se libraba en el continente contra los regímenes o guerrillas de inspiración marxista. En resumen, la situación colonial de Rodesia del Sur era totalmente distinta a la de Malvinas. Por consiguiente, la pertinencia de este precedente de descolonización para la Argentina era, cuanto menos, muy problemática y dudosa.
35 Ariel Petruccelli, “Malvinas, 1982: una guerra absurda que Argentina pudo haber ganado”, en Kalewche, 11 de junio de 2023, disponible en http://kalewche.com/malvinas-1982-una-guerra-absurda-que-argentina-pudo-haber-ganado. Versión adaptada del segundo capítulo de Si quieren venir que vengan (véase nota de presentación).
36 El jingoísmo (en inglés jingoism) es la variante británica del chovinismo, fuertemente asociada al orgullo imperial, el poderío naval, las victorias militares y la posesión de colonias ultramarinas. Es un resabio de la era victoriana, cenit del imperio británico. Para la curiosa y sabrosa etimología de la palabra, vid. http://etimologias.dechile.net/?jingoi.smo.
37 Cf. Osvaldo Bayer, Atilio Borón y Julio Gambina, El terrorismo de estado en la Argentina, Bs. As., Espacio Memoria, 2010.
38 Para un pormenorizado diagnóstico de la crisis económico-social en Argentina antes de la guerra, véase Adolfo Gilly, “Las Malvinas, una guerra del capital”, en Cuadernos Políticos, nº 35, México, enero-marzo 1983, pp. 15-51.
39 En realidad, el eslogan es un poco posterior, de 1979, cuando se produjo la visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. En un alarde de «picardía criolla», la dictadura hizo imprimir y distribuir masivamente unas calcomanías con dicha frase, cuyo fondo era una bandera albiceleste. Pero el concepto subyacente al eslogan ya existía en el 78, y antes también.
40 Cf. Juan B. Yofré, 1982: los documentos secretos de la guerra de Malvinas/Falklands y el derrumbe del Proceso, Bs. As., Sudamericana, 2011 (2ª ed.). El autor aporta evidencias contundentes –algunas de ellas desconocidas anteriormente– de que la Operación Rosario respondió a motivaciones pragmáticas de política interior: básicamente, recomponer la imagen pública de la Junta Militar, muy venida a menos por la situación económica y las denuncias por violaciones de derechos humanos; y, de esa forma, poder sostener en el tiempo una dictadura que parecía estar agotada.
Las Fuerzas Armadas argentinas siempre se verán en un brete para responder esta sencilla pregunta: ¿por qué no antes? ¿Por qué esperar tanto tiempo? Entre 1833 y 1982, ¿no hubo acaso otras oportunidades –iguales o mejores– para reconquistar las Malvinas? Es cierto que los militares no siempre tuvieron en sus manos los resortes del gobierno, pero gobernaron bastante, nada menos que cinco veces en el siglo pasado, por lapsos de años cada vez mayores: 1930-32, 1943-46, 1955-58, 1966-73 y 1976-83. Gran Bretaña, por ejemplo, ¿hubiera podido enviar una Task Force al Atlántico Sur en medio de la Segunda Guerra Mundial? Cuando los militares de la logia nacionalista GOU tomaron el poder en 1943, ¿podía el Reino Unido ocuparse de recuperar unas islas remotas desatendiendo el poderío nazi que acechaba frente a sus narices? De hecho, hubo un plan en 1941: el del capitán de fragata Ernesto R. Villanueva. Llevaba por título “Cooperación entre el Ejército y la Armada”, y constaba de 35 folios y un anexo. Fue presentado y debatido confidencialmente en la Escuela de Guerra Naval, pero no prosperó, pues la Marina argentina era una institución fuertemente anglófila, por convicciones ideológicas e intereses creados. Véase J. B. Yofré, “A 80 años del plan secreto para recuperar las Malvinas”, en Infobae, 26 de septiembre de 2021. Como se aprecia en este botón de muestra, entre tantos otros, el «vínculo sagrado» de las Fuerzas Armadas Argentinas con el irredentismo malvinense –y el soberanismo y antiimperialismo en general– ha sido mucho más complejo y sinuoso de lo que a sus oficiales les gusta creer y declamar, desde las alturas olímpicas de su «patriotismo ejemplar».
41 Woods, op. cit., p. 133.
42 El discurso de Galtieri, transmitido en cadena nacional, fue pronunciado el 10 de abril, ocho días después de la Operación Rosario. Puede verse el video completo en Prisma, la plataforma digital del Archivo RTA: https://www.archivorta.com.ar/asset/cadena-nacional-discurso-de-galtieri-en-plaza-de-mayo.
43 Cit. en Julio Godio, Historia del movimiento obrero argentino, 1870-2000, Bs. As., Corregidor. t. II, pp. 1128-1130.
44 Mare, “Izquierdas y Malvinas”, art. cit.
45 León Rozitchner, “Una complicidad de muerte que se mantiene en silencio”, en Página/12, lun. 2 de abril de 2007.
46 Véase Domenico Maria Brun, “A Leader at War. Margaret Thatcher and the Falklands Crisis of 1982”, en Observatoire de la société britannique, n° 20, 2018, https://journals.openedition.org/osb/2007. También The Sunday Times Insight Team, Una cara de la moneda, Bs. As., Hyspamérica, 1983. En sus declaraciones públicas de 1982-83, Thatcher solía hablar épicamente del Falkland spirit: la unión de la nación británica en la guerra de Malvinas, sin banderías, bajo su férreo liderazgo de estadista a lo Churchill. En enero de 1983, con motivo del 150° aniversario de la ocupación británica de las islas, la Dama de Hierro visitó las islas recientemente reconquistadas, como en un triumphus de la antigua Roma. Cubierta de gloria, aclamada por la población local, las noticias y fotos de su paseo malvinero alimentaron con eficacia el circo propagandístico de la campaña electoral. Los comicios se realizarían en junio. El Partido Conservador ganaría con 42% y monedas, porcentaje suficiente pero nada abultado. Amplios sectores de la clase trabajadora se negaron a votar a Thatcher porque, más allá del Falkland spirit, su política interna había sido virulentamente antiobrera.
47 Conforme a la doctrina Monroe, surgida hacia 1823, cuando las guerras de independencia iberoamericanas contra los reyes de España y Portugal aún no habían finalizado, los Estados Unidos se manifestaban contrarios a toda reconquista o expansión colonial de las potencias europeas en nuestro continente, aunque aceptaban que estas conservaran sus posesiones de ultramar si la población local no se rebelaba, como en el caso de Dinamarca con Groenlandia. Dado que la ocupación británica de las Malvinas, en 1833, constituía un claro ejemplo de expansión imperial europea en América con posterioridad a la formulación de la doctrina Monroe, se suponía que el Tío Sam debía oponerse, pero nunca lo hizo. Por cierto, la historia americana ofrece otros ejemplos de dicha inconsecuencia, como el de la Guayana Esequiba, donde el Reino Unido expandió la Guayana Británica a costa de la integridad territorial de Venezuela sin que Washington hiciera nada al respecto.
48 Sin entrar en la espinosa polémica sobre si el hundimiento del ARA Belgrano fue o no un crimen de guerra (ambas posiciones han sido sostenidas en los dos países), podemos señalar que, recientemente (enero de 2022), diversos medios de prensa ingleses, y luego argentinos, difundieron la noticia de que, según archivos secretos desclasificados, la Royal Navy llevó armamento nuclear al escenario bélico del Atlántico Sur: 31 bombas atómicas en total, a bordo de tres buques: el HMS Hermes, el HMS Invincible y el HMS Regent. Rumores más viejos hablaban ya de esa posibilidad, pero se creía que las armas de destrucción masiva transportadas eran menos. La Cancillería argentina expresó en su momento –Alberto Fernández era presidente y Santiago Cafiero su ministro de Relaciones Exteriores– que, de confirmarse la noticia, presentaría una protesta (algo hoy totalmente impensable, con los anglófilos y otanistas Javier Milei y Diana Mondino como primer magistrado y canciller). Cf. “Armas nucleares en Malvinas: La Cancillería anunció que presentará un reclamo internacional”, en Página/12, viernes 7 de enero de 2022; y “Falklands row erupts as Argentina issues stunning nuclear weapons warning to UK”, en Express, misma fecha.
49 El historiador Luis Alberto Romero ha hecho notar eso en una columna de opinión, y con razón. Cf. “¿Son realmente nuestras las Malvinas?”, en La Nación, 14 de febrero de 2012. Pero aseverar que el 14/15 de junio (día de la rendición argentina) es “en rigor, la fecha más adecuada para conmemorar estos desdichados sucesos”, suena innecesariamente provocativo, excesivamente transgresor. La revisión crítica a fondo de la efeméride del 2 de abril, que nos debemos como sociedad democrática, no tiene por qué ir de la mano con una sobreactuación derrotista. Además, subsiste la efeméride del 10 de junio, ajena a la guerra de Malvinas y anterior a ella.
50 Se han escrito novelas ucrónicas en torno al conflicto bélico del Atlántico Sur. Véase Daniel del Percio, “Sombras de la Historia: tres ucronías sobre la guerra de Malvinas”, en Estudios de Teoría Literaria, vol. 9, n° 19, jul. 2020, pp. 86-97.
51 Vid. Hernán Fair, “Las relaciones políticas entre el menemismo y las Fuerzas Armadas. Un análisis histórico-político del período 1989-1995”, en Kairos, año XV, n° 27, mayo 2011.
52 En relación al carácter frecuentemente paradojal de los resultados bélicos (victorias o derrotas militares frente a un enemigo externo que pueden traducirse en derrotas o victorias políticas en el frente interno), con el eje puesto en el conflicto del Atlántico Sur, véase Fabián Nievas y Pablo Bonavena, “Una guerra inesperada: el combate por Malvinas en 1982”, en Cuadernos de Marte, año II, n° 3, jul. 2012. Hay triunfos pírricos y reveses con sabor a victoria, al menos en ciertos aspectos o para determinados actores.
53 Evitamos el uso del gentilicio Kelper/s, mucho más corriente en el habla de nuestro país, porque la población isleña lo considera confianzudo y peyorativo –discriminatorio incluso– cuando se lo dice en el contexto cultural de Argentina. La palabra, sin embargo, no es un neologismo rioplatense. Kelper es un anglicismo de pura cepa. Proviene del inglés kelp (quelpo), un alga marina muy abundante en las Malvinas. En un principio, Kelpers era un término informal y jocoso que solía expresar una distinción sociológica entre las personas nacidas y criadas en las islas, y aquellas otras venidas de Gran Bretaña que, por lo general, solo se quedaban por un tiempo: militares, burócratas, etc. Tanto en el Reino Unido como en las propias Malvinas se ha utilizado profusamente este gentilicio, sin considerárselo necesariamente peyorativo, aunque sí coloquial. En el resto del mundo también se ha difundido ampliamente desde la guerra del 82, y eso no parece haber generado ningún fastidio en la población isleña. Lo que a esta le molesta es su uso particular en Argentina. Alega que aquí tiene una connotación peyorativa y discriminatoria. Ignoro si existe una investigación lingüística al respecto (busqué y no hallé nada), pero mi impresión es que se trata de un prejuicio victimista basado en el desconocimiento de la cultura argentina y el resentimiento posbélico. Nunca he notado una intención ofensiva y discriminatoria en el uso argentino del anglicismo Kelpers, como sí se nota, por ej., con boliguayo, claramente descalificatorio y xenófobo. De hecho, en Argentina, la inmensa mayoría de las personas ignora completamente la etimología botánica de Kelpers. Los exónimos peyorativos tienden a surgir en las entrañas del habla vernácula popular. Rara vez son un préstamo lingüístico erudito. El pueblo argentino se limitó a replicar, sin malicia, el término que veía utilizado en la prensa británica e internacional.
54 Carlos Ortiz de Rozas, Confidencias diplomáticas, Bs. As., Aguilar, 2011. Véase también Andrés Cisneros y Carlos Escudé, Historia general de las relaciones exteriores de la República Argentina, Bs. As., CEPE, 1999, t. XII, cap. 57.
55 Según The World Factbook, el portal digital de estadísticas de la CIA, en 2015 las Malvinas llegaron a tener un PBI per cápita superior a los 70 mil dólares, quedando en el puesto n° 10 del ranking mundial. Cf. https://www.cia.gov/the-world-factbook/countries/falkland-islands-islas-malvinas/#economy.
56 Romero lo ha dicho a su modo: “Luego de 1810, lo que sería el Estado argentino prestó una distraída atención a esas islas, que los ingleses ocuparon por la fuerza en 1833. De esa ocupación quedó una población, un pueblo, que la habita de manera continua desde entonces: los isleños o Falklanders, incluidos en la comunidad británica. En ese sentido, Malvinas no constituye un caso colonial clásico, del estilo de India, Indochina o Argelia, donde la reivindicación colonial vino de la mano de la autodeterminación de los pueblos. En Malvinas nunca hubo una población argentina, vencida y sometida. Quienes viven en ella, los Falklanders, no quieren ser liberados por la Argentina”. Romero, op. cit.
57 Aunque poco se sepa, las Malvinas cuentan con una importante minoría de santaelenos, es decir, de inmigrantes –y descendientes– procedentes de Santa Elena, Ascensión y Tristán de Acuña, otra de las tantas colonias insulares que conserva Gran Bretaña en ultramar.
58 Rodolfo Terragno ha sido muy enfático en este punto. Véase la entrevista “Los ‘kelpers’ son ingleses”, en Ámbito Financiero, 25 de octubre de 2006, https://www.ambito.com/opiniones/los-kelpers-son-ingleses-n3402026.
59 Mayormente, militares provenientes de Gran Bretaña en misión temporaria, guarnecidos en la base Mount Pleasant.
60 ONU, Biblioteca Dag Hammarskjöld, doc. cit.
61 Eduardo J. Pintore, “Colonialismo y libre determinación en la cuestión Malvinas”, en Revista de la Facultad, vol. IV, n° 1, nueva serie II, UNC, 2013.
62 La distinción no es un anacronismo, pues a esa altura de la historia, la Banda Oriental ya era un país independiente, definitivamente separado de Argentina y Brasil. En efecto, la República Oriental del Uruguay había nacido hacia 1828, tras la guerra contra el imperio brasileño, vale decir, unos cinco años antes que la ocupación británica de las Malvinas. El puerto de Montevideo tenía desde siempre, desde tiempos coloniales, un vínculo con las islas tan o más estrecho que la propia Buenos Aires. Eso no cambió demasiado con la independencia uruguaya. Los ganaderos anglomalvinenses preferían contratar peones en Uruguay o la Patagonia austral chilena, más que en Argentina, para evitar complicaciones irredentistas.
63 En relación al concepto de colonialismo interno, vid. Pablo González Casanova, “Colonialismo interno: una redefinición”, en Atilio Borón, Javier Amadeo y Sabrina González (comps.), La teoría marxista hoy. Problemas y perspectivas, Bs. As., CLACSO, 2006, pp. 409-434.
64 Marc Bloch, Apología para la historia o el oficio de historiador, México, FCE, 2001 (1949), p. 59 et sq.
65 Otto Bauer, La cuestión de las nacionalidades y la socialdemocracia, Madrid, Akal, 2020 (1907).